Archivos de la categoría ‘Iñaki Sainz De Murieta’

¡Ah! ¡La vida!

Publicado: 11 febrero 2010 de formasdifusasdbate en Iñaki Sainz De Murieta, Poesía

¡Ah! ¡La vida!

Extraña realidad que creemos poseer y no podemos.

Intentamos en vano controlarla, dirigirla…

¡Cuán estúpidos somos!

Víctimas de nuestra propia arrogancia

nos damos la importancia que no tenemos.

¿Cómo vamos a controlarla?

Nosotros, pobres mortales

lejos estamos de ser dioses,

capaces de regir la realidad,

nuestros destinos

o nuestras vidas.

Y si pudiéramos poner orden en el caos,

¿habría quien lo hiciera?

¿Sacrificaría alguien la imprevisibilidad

en beneficio del automatismo?

¿Sacrificaríamos nuestra libertad

para obtener mohoso tedio?

No. Nadie haría semejante cosa.

Porque la vida es bella tal y como es,

nada hay que cambiar,

ni siquiera su final,

pues es la muerte la que la dota de sentido,

haciéndola única y preciosa.

Es nuestra propia condena

la que nos insta a apurar esta breve existencia,

tan extraña e irracional.

Este sinsentido al que llamamos vida,

por el que deambulamos sin rumbo

esclavos de nosotros mismos.

Vivimos sin comprender la vida misma,

¿pero no por ello es preciosa?

Caminamos de la mano de la duda y la razón,

sin saber a qué atenernos,

como si ambas fueran excluyentes entre sí

cuando en realidad no lo son.

Vivimos volteados por la vida,

que a ratos nos mece suavemente

y otrora nos zarandea con violencia.

Y nosotros somos como esa hoja,

que sube bailarina al cielo

antes de posarse en la tierra.

¡Ah! ¡La vida!

¿Qué seríamos si ti?

Noches de soledad

Publicado: 11 febrero 2010 de formasdifusasdbate en Iñaki Sainz De Murieta, Poesía

Noche plúmbea no nos visites,

no ahogues nuestros corazones

en tu oscuro regazo

de soledad y abandono.

Aléjate de nosotros,

no atormentes nuestro descanso

ni turbes nuestros sueños

que con amor y deseo abrazamos.

Yacemos aquí solos

a pesar de no estarlo,

en este lecho de amor

tantas veces manteado.

Y lloramos por tu culpa,

por tu eterna presencia

que tristezas siembra

aún en las más bellas almas.

Aleja tus negras alas

que espanto nos provocan.

Tu compañía es soledad,

indefensión y tristeza.

No nos arropes en tu seno,

aléjate de nosotros.

Tu compañía nunca quisimos,

nunca la deseamos.

Tú que siempre vuelves

cuando menos deseamos.

Nunca más me abraces,

ni te acuestes a mi lado.

Unos extraños inquilinos

Publicado: 11 febrero 2010 de formasdifusasdbate en Iñaki Sainz De Murieta, Prosa

Hacía tan sólo un mes desde que Alejandro empezara a trabajar en el cementerio de un pequeño pueblo, no muy alejado del suyo. No era el trabajo de sus sueños, de hecho no tenía nada que ver con los estudios universitarios que había realizado, pero era lo mejor que le habían ofrecido. Al fin y al cabo era un trabajo sencillo, con un buen horario y no ganaba mal, lo que distaba muy mucho de otros trabajos más acordes a su perfil profesional, todos ellos absorbentes y con demasiada responsabilidad para lo poco que le pagaban. Ironías del destino, trabajar en el cementerio le daba la oportunidad de disfrutar más de la vida. Su única tarea radicaba en mantener limpio y cuidado aquel precioso parque salpicado de tumbas, así como acompañar hasta los lechos de eterno descanso a los familiares que iban de visita. Un trabajo tranquilo.

Era otoño y el follaje había empezado a desprenderse, por lo que había mucho que barrer, pero era algo que le traía buenos recuerdos. De niño siempre le había gustado jugar con la hojarasca, escondiéndose bajo un manto de hojas y sorprendiendo a sus amigos o hermanos al pasar. Más de una vez se había llevado un buen rapapolvos por eso y no sin razón. Atrás quedaban esos años mozos. La vida adulta había llamado a su puerta y él sin darse cuenta se había visto atrapado en un trabajo tedioso y monótono, que por si fuera poco amenazaba con seguir siéndolo durante el resto de su vida. Por eso le gustaba su nuevo trabajo, además del hecho que tenía la ventaja de estar en contacto con la naturaleza y de respirar aire puro.

Durante sus descansos, le encantaba observar las magníficas estatuas de piedra que embellecían los sepulcros, leía las inscripciones de las losas y se imaginaba sus vidas. Para combatir el frío solía beber café, té o alguna otra infusión caliente que llevaba siempre en su termo. No le parecía correcto comer nada allí, así que se limitaba a beber cuando se sentía cansado y necesitaba recuperar fuerzas.

Había sido el antiguo guardián la persona que lo había contratado como su sustituto. Se trataba de una persona amable, bonachona, de buen corazón, aunque quizás demasiado supersticiosa, o eso le había hecho creer, ya que en varias ocasiones se había referido a los muertos como sus inquilinos, como si aún viviesen de algún modo allí. Obviamente, creyó que se trataría de un chiste o de una broma por parte de su antecesor, pero hubo un día en que aquella frase tan loca cobró sentido. Fue como una luz que se enciende en la oscuridad y que sería una tontería siquiera el intentar negarlo. En ese momento dejó de ser un racionalista empedernido y se arrodilló ante la realidad de su propia consciencia.

Era cierto que de vez en cuando se oían ruidos raros en el lugar, conversaciones que apenas llegarían a poder definirse como susurrantes, algún gimoteo o risa, cosas no del todo extrañas por cuanto que puede haberlas llevado el viento, o que simplemente eran ruidos, cacofonías y disonancias malinterpretadas por él mismo.

Pero lo que ocurrió aquella tarde fue mucho más allá. Se había sentado en una tumba para tomar el café de media mañana, dejando el chubasquero detrás de él, colgando de la cruz, cuando al darse la vuelta para leer el nombre del fallecido vio que las mangas del impermeable estaban anudadas entre sí. Pensó que sería el viento, que por casualidad habría entrelazado las mangas, pero para cuando miró otra vez se habían hecho varios nudos más. Se quedó perplejo, anonadado. Se levantó y comprobó el lugar con ansiedad. No había nadie allí, estaba solo, nadie había pisado aquel lugar en semanas, meses quizá. Nervioso y asustado intentó recordar las palabras de su antecesor cuando se refería a sus inquilinos, como le había comentado que de vez en cuando le gastaban bromas o se manifestaban de extrañas formas para llamar su atención sobre algo. Guiado por aquellas palabras volvió a fijarse en la tumba, esta vez con más atención y vio que había unas zarzas que habían comenzado a trepar por la parte trasera de la cruz. Las cortó y adecentó el lugar, limpiándolo completamente de malas hierbas y bruñir la inscripción de la lápida. Cuando terminó fue a coger el chubasquero, para ponérselo, ya que le había entrado frío y comenzaba a llover. Entonces comprobó que los nudos habían desaparecido y que la prenda estaba seca y caliente.

Nunca más tuvo miedo. Sabía que si cuidaba de sus inquilinos como lo merecían, ellos cuidarían de él.