¡Ah! ¡La vida!
Extraña realidad que creemos poseer y no podemos.
Intentamos en vano controlarla, dirigirla…
¡Cuán estúpidos somos!
Víctimas de nuestra propia arrogancia
nos damos la importancia que no tenemos.
¿Cómo vamos a controlarla?
Nosotros, pobres mortales
lejos estamos de ser dioses,
capaces de regir la realidad,
nuestros destinos
o nuestras vidas.
Y si pudiéramos poner orden en el caos,
¿habría quien lo hiciera?
¿Sacrificaría alguien la imprevisibilidad
en beneficio del automatismo?
¿Sacrificaríamos nuestra libertad
para obtener mohoso tedio?
No. Nadie haría semejante cosa.
Porque la vida es bella tal y como es,
nada hay que cambiar,
ni siquiera su final,
pues es la muerte la que la dota de sentido,
haciéndola única y preciosa.
Es nuestra propia condena
la que nos insta a apurar esta breve existencia,
tan extraña e irracional.
Este sinsentido al que llamamos vida,
por el que deambulamos sin rumbo
esclavos de nosotros mismos.
Vivimos sin comprender la vida misma,
¿pero no por ello es preciosa?
Caminamos de la mano de la duda y la razón,
sin saber a qué atenernos,
como si ambas fueran excluyentes entre sí
cuando en realidad no lo son.
Vivimos volteados por la vida,
que a ratos nos mece suavemente
y otrora nos zarandea con violencia.
Y nosotros somos como esa hoja,
que sube bailarina al cielo
antes de posarse en la tierra.
¡Ah! ¡La vida!
¿Qué seríamos si ti?