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  1. Jesús dice:

    INDIGNACION, LEVADURAS Y OTRAS ESPUMAS

    Seres hay que son breves en su definición y sus obras, como ellos o como una suerte de epílogo o rúbrica de su paso, son asimismo de exigua métrica y rara vez concluyen en alguna meritoria aportación o concitan el aplauso de su época. En ellos la vida es una anécdota dentro de la existencia porque la suya no entiende de honores; todo existe, así en lo carnal y en lo rocoso, en la lozanía y en la podredumbre, en la vileza y en la heroicidad de una forma equidistante y amoral. Son legos en las emociones y lejos de ellas, como un magiar lo está de una palmera, sucumben a la depredación como ejecutores desalmados de su arte. Pues bien; pudieran no haber nacido o haberlo hecho muertos que no hay mayor sincronía en la antítesis, ni metáfora más descarnada del tiempo, que un feto que jamás ha llorado. Si así fuera, no dejarían de ocupar un lugar en la tierra o por debajo de ella y aunque la providencia les hubiera acogido en su primera halitosis, es seguro que ni a su llegada a este mundo, ni dejando de pertenecer a él, hubiera cambiado nada en el mejor de los casos, o se hubiera enturbiado todo suponiendo el peor de ellos.
    Seres hay que cubren los jardines con sudarios y son precedidos de ejércitos de alfileres, como la infantería de sus intenciones. Son seres punzantes que sienten predilección por las partes blandas y entre sus víctimas están los niños y todos los que a ellos se asemejan en su ingenuo don, porque su bondad les vuelve lácteos, como blancas porciones de queso fresco. A los precavidos y a los ancianos, sus arteras argucias les devoran la paciencia, lo que da una medida de su ensañamiento. Porque la paciencia de estos últimos está hecha de la corteza de los años y del regusto de las aflicciones y hay quien dice que no existe dureza mayor, ni siquiera entre las vetas más profundas del universo telúrico.
    Los seres punzantes forman una extensa familia que vive en cuña. Esto significa que interactúan allá donde ven un hueco apetitoso, una fisura, un pequeño intersticio que delata al débil y lo somete a una condena darwiniana. Y el débil hasta donde sabemos nunca subvierte el orden ni se beneficia de alguna justicia divina porque jamás se libró ninguna contienda en los anales de la beligerante historia en la que un ejército pertrechado con diuréticas sandías, derrotase a otro que empuñase puñales en la refriega, o lo que en un lenguaje menos figurado en el símil viene a decir que el provecho del malvado es la buena fe del justo. Y esto es así en la misma medida que una célula cancerosa desmorona un cuerpo robusto o aquel otro ejemplo más manido y aforístico de la manzana agusanada en el cesto de las sanas. Estos dos supuestos que pretenden dar una medida de los innombrados, elogian la agudeza de quien los aporta porque habla uno de enfermedad; lo hace el otro de gusanos y tanto en la quiebra de la salud como en el paso subsiguiente a la muerte están ambos presentes y nada bueno se extrae de ellos, más que sufrimiento y descomposición.
    Muchos seres punzantes llevan tatuado en la parte más visible del alma corrupta la semblanza de Iscariote a quien emulan hagiográficos y los más cool son ahora financieros, aquellos que se saben de memoria todas las prestidigitaciones de la impunidad, todos los protocolos de la inmunidad. Una pléyade surgida de muchos partos de meretrices cuyas obras elevan la disipada moral de sus madres al rango de beatas, un fato de bastardos cuya conciencia frente a la quebradiza conciencia de sus padres al desentenderse de su parto convierte a sus progenitores en carne de santoral. Esta morralla que se ha apropiado de las huchas de las que eran custodios, son plutócratas que predican la traición y el pillaje como una algarada de gallos que achican la geografía a leguas de su canto en los lomos del aire amenazando los gallineros desde dentro. Y ellos mojan el grano en los alpendres y roturan la tierra parturienta en sus brotes. Y Ellos cortan el membrillo con las hojas del aligustre y trasiegan los vinos en las noches huérfanas de luna. Y se abandonan al colmo de sus apetitos y los satisfacen aunque cabalguen entre amapolas y se alivien gástricos en las despensas del próximo invierno. Y roban como las culebras de las leyendas celtas la leche del pecho materno regurgitando vacas gordas de sus pesadas digestiones, desahuciando con una tragona usura insaciable y donde dije pájaro ahora digo plomo y donde la palabra de honor el deshonor del sintagma y así sine die que la mala fe es inagotable como los dogmas y las espirales. Mientras tanto, entre escaños de enormes albardas, algunos anestesian sus conciencias y se pasan por el forro las hemerotecas, los manifiestos de ayer o las declaraciones de intención que no tienen más consistencia que el alcohol expuesto al sol de agosto.
    Y así los manantiales fluyen hacia adentro escondiendo su pureza porque el mayor caudal es un Ganges en el que se purifican todos los santones engreídos de superchería y así siempre los humildes pagaran bobalicones las prendas que no habrán de vestir, contentos en un colmo resignado porque cuando menos en la desnudez existe una cierta autenticidad que en estos tiempos cualquier bolsillo o alforja pone en entredicho.
    Pensamos entonces en cuantos Mohamed Bouazizi -aquel pobre estudiante tunecino que bautizó con fuego la primavera árabe-, tendrán que inmolarse en la pira de las llamas que nos consumen por dentro y por fuera, en cuantos Dimitris christoulas (¿recuerdas?el deshonor de Sintagma) habrán de percutir el plúmbeo alivio de su fatiga para conjurar la frustración del desahucio y la reflexión nos asusta porque nos sentimos como miríadas de atolondrados lemings lanzándonos al acantilado como la última y desesperada consigna ante tamaño acoso de desmanes.
    Y mientras hibernamos en nuestro atolondramiento, los seres punzantes maquinan nuevas canalladas y maldades que perpetrar, seguros en lo alto de su pirámide alimenticia, indiferentes a nuestro número, indiferentes al injusto reparto de una dignidad ajena, agónica y residual, ajenos a todo lo que no tenga que ver con su propia glotonería.
    Sentado frente al televisor recibo mi dosis diaria de humillación y no reacciono. A todo se acostumbra uno. Acompaño mi sesión televisiva con los consabidos snakcs. Las patatas fritas de bolsa no deben ser del todo sanas por sus grasas monoinsaturadas , su glutamato monosódico y unas grandes cantidades de sal, pero todo es más llevadero, incluso la sed, si todavía quedan cervezas en la nevera.

  2. Luciano dice:

    Recuerdo

    Recuerdo que levanté los brazos,
    Yo, cabeza coronada de rizos dorados,
    Esperaba tenerte en mis manos.
    Desde abajo, desde la altura de niño,
    Eras mi gigante, mi refugio.

    Recuerdo, que levanté los brazos para alcanzarte,
    Para tener tu risa,
    Para tener tus labios.
    Me sentaba sobre la tierra caliente,
    Con el pañal cagado. Llorando.
    Para sentirte cerca, para sentirme amado.

    Recuerdo que me agarraste, y me alzaste,
    Y vi tus ojos verdes, y tus palabras mudas,
    Y fui feliz, a tu lado.
    Luego,
    Luego el universo desapareció en tus labios,
    Y, mis mejillas húmedas,
    Rozaron el duro torso del padre.

    Y pasaron años, y seguí llamándote,
    Pero ya no volviste, a atender mi llanto,
    Y me quedé aquí, como un yunque en el barro.
    Esperando, tus fuertes brazos.
    ¡Qué mundo es éste en el que ya no estás!
    ¡Qué valor tiene, seguirte amando!
    Recuerdo, día tras día, que levanté los brazos,
    Que los sigo alzando.
    Para sentirte cerca,
    Y que me sigues amando.

  3. dany deve dice:

    POR VOS
    Por vos, me levante,
    por vos, me alegre,
    por vos, de pasión vole,
    por vos, de buena vibra me llene,
    por vos, en un loco me transforme,
    por vos, en optimismo me bañe,
    por vos, a la conquista me entregue,
    por vos, una belleza única y una diosa contemple,
    por vos, el sentido de la vida recupere,
    por vos, a la confianza aposte,
    por vos, al amor valore,
    por vos, comidas ricas cocine,
    por vos, de charlas reflexivas me regocije,
    por vos, atardeceres imagine,
    por vos, lunas pinte,
    por vos, soles fotografie,
    por vos, momentos inmortalice,
    por vos, soñé,
    por vos, besos,abrazos y caricias disfrute,
    por vos, cambie,
    por vos, el oro interno y externo encontré,
    por vos, mi paz interior halle,
    por vos, en la escritura me inspire,
    por vos, mi corazón de nuevo encontré,
    por vos, llore,
    por todo esto, de vos guste,

    De afuera pareceria,
    que ya no vale la pena mas correr,
    que la relación tal vez no pueda crecer,
    que mucho desgaste tuvimos que padecer,
    que el destino parece difícil de torcer,
    que solamente vos y yo, por como somos, tanto tiempo lo pudimos sostener,
    que tal vez haya que saber perder,
    que quizás mañana será otro amanecer,

    Pero lo que nadie logra entender,
    es lo que yo vibro por esta mujer,
    que como fue?,
    ah, aun no lo logre saber,
    desde que bajo aquella mágica noche al pallier, yo flashee,
    simplemente sentí,siento,sentiré,
    que de ella me enamoré,
    y que por ella aun peleare,
    ya que junto a ella,muy feliz quiero ser,
    ya que lo nuestro vale la pena hacer florecer,
    lo que si no se, si eso podrá ser,
    lo que si se, que esta lucha me transformo en otro ser.

  4. Lelo dice:

    Intentando resurgir
    luche…
    las dudas
    impidieron mis avances…
    recaí
    en lo profundo
    de la tristeza.

    Tantas veces
    un intento…
    cada vez mas vencida y desolada …
    ¡abandono!

    Me dejare mecer por las corrientes
    iré aya donde vayan,
    pero …soñare que lo logre
    soñare que resurgi y vencí
    soñare….

  5. -El asfalto no es un amigo-

    El asfalto no protege y
    las calles hablan por la noche,
    quiero escapar de este puente,
    escapar de esta fría ciudad y
    dejar atrás, a esta extraña gente.

    Quisiera por un segundo
    imaginar un mundo mejor,
    al fin y al cabo no puedo,
    porque soy un niño todavía,
    y si le tengo miedo a la noche,
    más miedo le tengo al día.
    No aguanto más esta melancolía,
    nadie lo sabe mejor que yo
    y que todos esos locos que me hablan,
    nadie se imagina mi vida
    sin un cartón que me proteja,
    sinceramente ni yo me la imagino,
    porque estoy harto de pedir dinero,
    para comprar un triste cartón de vino.

    Ahora soy yo el que se pregunta
    que hice mal y que hice bien,
    no hay verso más triste ni luz,
    más apagada que la mía,
    el destino me lo arrebató y yo,
    sin poder hacer nada me despido.
    Pues mis hijos ya no lo son,
    al igual que mi mujer no lo es,
    su última palabra fue,
    vete de mi vida y por favor,
    no te quiero volver a ver.

  6. Manuel Angel Alvarez dice:

    Me fundo en el aire,
    disolviéndome en pequeñas partículas
    con lam suave brisa
    que desprende tu aroma.

    Volatilizo mi forma,
    elevándome hasta lo más intenso
    impregnado de ti.

    Soy diluido en el espacio,
    en todo el espacio
    que tú me brindas.

    Recojo las letras
    que hilvanan las palabras,
    y comienzo a reconstruir las formas
    sellando tu nombre.

    En un plano físico,
    indestructible,
    vuelto líquido
    y derramado en cada vértice.

    Disuelto en tus manos,
    en tus ojos,
    en tus lágrimas.

  7. Manuel Angel Alvarez dice:

    Más allá de todas las cosas…
    por encima y por debajo,
    por dentro y por fuera,
    deshaciendo límites.

    Imposición terrible
    de lo categóricamente adverso.

    Cruzando ideas, pensamientos,
    volcando el ser
    para tratar de implicarlo.

    Flotando sobre una línea aparente.
    ingénua seguridad.

  8. Manuel Angel Alvarez dice:

    Me fundo en el aire,
    disolviéndome en pequeñas partículas
    con la suave brisa
    que desprende tu aroma.

    Volatilizo mi forma,
    elevándome hasta lo más intenso
    impregnado de ti.

    Soy diluido en el espacio,
    en todo el espacio
    que tú me brindas.

    Recojo las letras
    que hilvanan las palabras,
    y comienzo a reconstruir las formas
    sellando tu nombre.

    En un plano físico,
    indestructible,
    vuelto líquido
    y derramado en cada vértice.

    Disuelto en tus manos,
    en tus ojos,
    en tus lágrimas.

  9. Lelo dice:

    De difusas formas
    emigran poemas
    prosa desolada calla…
    el silencio…
    en breve reinara en la casa.

  10. JESÚS PRESA dice:

    El grupo le acogió y ese sentimiento de pertenencia colectiva reforzó su ego, sintiéndose parte de un exclusivo elenco. Cuando esa entidad grupal creció en número y sus miembros formaron una masa anónima, su determinación se fundió en notas al unísono como un acordeón gigante interpretando una terca sinfonía o pudiera ser que como una voluntad-oruga, avanzando repelente y devorando cualquier brote que disidente, no creciera hacia la luz que les iluminaba.

    EL CIRCULO
    Una vez oí contar una historia plagada de supersticiones que hablaba de la santa compaña. La funesta comitiva deambulaba en medio de la noche, oscura y ominosa, llenando el silencio con el roce causado por los pliegues de su siniestro hábito e iluminando los caminos con el mortecino resplandor de las palmatorias. El caminante ocasional tenía una única prerrogativa. Ante su presencia -una presencia requisitoria y agorera como preludio de la propia muerte- tenía que dibujar con una vara verde de avellano un círculo en el suelo y al amparo de su inmune redondez verlos pasar con la expresión muda y aterrorizada de los vivos.
    Mi escepticismo por todo lo esotérico me aleja de ciertas supercherías y me lleva a pensar como argumento más creíble en la perfección del círculo. No lo hago para conjurar las distorsiones del subconsciente colectivo, la Santa compaña por ejemplo, sino como una aproximación racional a una geometría variante de las matemáticas. Las matemáticas desde Euclides hasta la fecha, se han prodigado en exactitudes de lo cual el griego se sentiría orgulloso; todo lo contrario a Jesucristo que puso una piedra un día y la iglesia resultante inventó procesionarios fúnebres y otras inquisiciones. Definitivamente el círculo debe ser usado de manera conveniente porque aun incluso como geometría vital, es sabido que las vidas centrípetas nos conducen a la indiferencia por los demás.
    Nahir escucha anonadada mi disertación y por fin se decide a interrumpirme.
    -Me cuentas esta historia llena de sutiles redondeces y guiños al PI y después te marcas un soliloquio porque no te han aceptado en el Círculo Recreativo Poético por no alcanzar el baremo académico, no es cierto?
    – No Nahir no es la negativa como la causante de una sensación frustrante de no pertenencia, es algo más…..¿Cómo te diría?. Tiene que ver con los fundamentos de una decisión, con aquellos principios ferozmente clasistas, que sostienen un veredicto y que debieran ser ecuánimes.
    -No lo conviertas todo en cuestiones de un profundo calado filosófico,
    – Que sí. Se puede entender que un club de surf deniegue la entrada en su disciplina de un negro porque surfea mal pero no porque su cabello sea crespo y rizado ¿qué culpa tiene el hombre de no lucir una densa melena rubia y algún tatuaje prominente de los Beach Boys? Me siento un poco afro por lo de mis méritos académicos.
    – Bueno, pues haber pasado por la universidad y de paso algún máster. Ya sabes que eso da mucho cache curricular.

    Una pesada desgana me invade y no quiero continuar en esta porfía con Nahir. Pienso en Sociedades secretas como el club Bilderberg y enseguida abandono el pensamiento y veo en una dimensión más doméstica a los chicos del Círculo deportivo de la villa posando en una foto edulcorada, uniformados y de rostros sonrientes. Si existe la felicidad de una manera gráfica debe ser esta; todos tan sanos y pletóricos. Y en el fondo pienso, anacrónico y desvariado, que tal vez entre los misteriosos componentes del Bilderberg y estos muchachos exista algún nexo más allá del poder, que establece el grupo como un ser colectivo y atribulante.
    Después de todo mi interés por ingresar en el círculo Recreativo no era más que un repentino y pasajero interés por evaluarme con referencias ajenas. Como puedes deducir sin comparar, como si no, concluir sin experimentar?. El ego quiere ser comparado y reconocido y de una manera paradójica, se disipa en la contextualidad del grupo y se pliega a él y le acata. No es malo que el tamaño de un ego sea contenido siempre y cuando esa merma sea proporcionada y no repercuta en la consistencia individual.

    -Oye y esos de la Santa Compaña quien se supone que eran? Me grita Nahir desde la otra habitación.
    -Creo recordar que eran un grupo de estantiguas.
    -Estant que?
    -Vale eran zombis sin el marchamo actual que le da el cine y la escenografía de algunas series de éxito. Eran los zombis de nuestros bisabuelos.
    -A ver si te entiendo. Me quieres decir con circunloquios y ambages de todo tipo que el grupo te convierte en zombi .
    No soy tan radical Nahir. Ningún grupo, tal vez solo los armados y algunas sectas innombrables te matan. Incluso los hay que ejercen una labor solidaria y terapéutica. Pero no estoy muy seguro de que no te dirijan hacia algún lugar señalado en el plan de ruta, o que la independencia de tus decisiones se vea, la palabra no es coartada, pero hasta cierto punto imbuida en lo que concierne a lo creativo.
    Pues yo siempre he pensado que el grupo refuerza la personalidad y colabora en su desarrollo.
    Oh claro no hay más que ver a los talibanes de algunas formaciones políticas que practican corporativismo de conciencia y embuste colectivo, o la impronta oveja Dolly de grupos de prensa. ¿Sabías que incluso entre las parejas después de años de convivencia se produce un cierto mimetismo en la opinión y en las preferencias?
    Entonces según tu brillante teoría hay que ser un ermitaño ideológico, ir por libre, ser alérgico a las afiliaciones y todo tipo de sinergias. O sea convertirse en una especie de Harper Lee, escribió Matar un ruiseñor y nunca más se le vio el pelo. Según tu eso le hace especial.
    Bueno, no es mi libro de cabecera pero nace de lo más hondo de la experiencia personal y probablemente hubiera sido igual de bueno aunque no hubiera pasado por las manos de correctores editores y demás plastilinas.
    Sabes que te digo. Olvídate del tema. Si vas de outsider en vez de reforzar tu identidad lo único que consigues es desaparecer. Cuanto más diferente más invisible. Y nadie quiere ser invisible. Secuestrar colores, anonimar la opinión… bueno el topicazo de Hamlet.
    Para cuando Nahir finaliza su reflexión y enciende distraída la televisión yo emborrono el dorso de la solicitud denegada del liceo. Lo hago con los primeros renglones de un desbarre pseudofilosofico sobre los inconvenientes de la adscripción a un grupo.

    Tecleo en Google Santa compaña y aparecen entre brumosos paisajes nocturnos, encapuchadas alegorías de la muerte. En realidad no me asustan más que la posibilidad para decidir cuál es el lado correcto de ciertas geometrías.

  11. Nuestra carne siempre implora

    Por perenne y mítica extensión

    Construyendo así mas de mil templos

    Para lograr la elevación.

    Nuestros músculos hastiados

    E impotentes calaveras

    Un celestial hogar buscan

    Entre las lejanas esferas.

    Ante la física cautividad

    Nuestro corazón no se contenta

    Y con temor a la muerte enfrenta.

    Hacia la abstracta divinidad

    Nuestra pobre alma se dirige

    Fútil camino que ella elije.

  12. JESUS dice:

    Desde nuestro blog damos la bienvenida al espacio poético «poesiaparavivir» que se ha hermanado digitalmente con el blog de formas difusas. Bienvenido pues Juan Francisco Quevedo a quien agradecemos su interés que esperamos sea reciproco. Saludos.

  13. carlos dice:

    Tiempos revueltos

    –Hace calor, ¿eh? –dice el taxista mirando por el retrovisor.

    –Ninguno –responde doña Concepción desde el asiento de atrás.

    El semáforo salta al verde. Bocinazos. El taxi se pone en marcha y sube por la Gran Vía, desde Plaza de América. Las calles de Vigo permanecen hundidas en un gran charco de luz, con la ría al fondo.

    –Pues no le digo que no –el taxista mete la tercera-. Pero ayer hizo más calor que hoy, ¿no?

    –Pues verá usted: yo no tengo calor en el verano ni frío en el invierno –doña Concepción palmea la urna de difunto que lleva en el regazo-. Y a mi difunto marido le pasaba lo mismo. Vamos juntos a todas partes.

    –Caramba.

    –Así como lo oye. Y se murió hace quince años.

    Estaban llegando a la Plaza de España. El taxi frenaba. Al ver las estatuas de los caballos de hierro del centro de la fuente, doña Concepción nuevamente proclamó:

    –Ahí deberían poner unos caballitos de mar, enormes, subiendo en espiral al cielo. ¿No estamos en Vigo?

    –O unos centollos –dice el taxista guiñándole un ojo al espejo retrovisor.

    –O unos centollos. Usted es taxista y conoce los rincones. Pero dígame una cosa: ¿dónde tenemos en esta ciudad la estatua decente de un santiaguiño, un lenguado o un camarón de la ría? O una calle a nombre de cualquiera de ellos. ¿Dónde? Y esos son los benefactores de esta ciudad. Pero mándeme un guasá si los encuentra por algún lado.

    –Rúa del Centollo, 14, 3º izquierda –dice el taxista levantando un índice. La mañana venía divertida-. Me gusta. Yo viviría encantado en una calle así.

    –Bah –doña Concepción se enfurruña. Cruza sus bracitos plagados de lunares, y sus mejillas adoptan la forma de sendas tacitas de té.

    –Bueno, ¿y adónde vamos, a todo esto? –pregunta el taxista.

    –Déjeme en la casa de mi hija, en la Puerta del Sol, haga el favor.

    –La Puerta del Sol. Pues allí sí que tiene usted una estatua.

    –¿Cuál, el Sireno?

    –El hombre pez –dice el taxista con cierta cautela.

    –No pinta nada allí. Ni siquiera se le ve, de lo alto que lo colocaron en las dos columnas.

    –Tendrían miedo de que alguien lo robara…

    –¿Pero quién va a querer robar ese adefesio? Si hasta parece que tiene cara de político y dan ganas de darle un bofetón. Mire, casi mejor me deja aquí a la derecha mientras bajamos, que me voy a dar un paseo por las rebajas del Corte Inglés. a ver si me relajo.

    –A mandar, señora –el taxista golpea el volante-. Pues mire, ahora que lo pienso, tiene usted razón. Unos caballitos de mar vendrían que ni pintados para recibir a los forasteros que entran a la ciudad por la Avenida de Madrid.

    –Yo eso ya lo he pensado mil veces. Dígame qué le debo.

    Doña Concepción le quita la tapa a la urna, mete una manita y saca la cartera y la sacude en el aire.

    –Son tres euros con cincuenta.

    –Ahí tiene un billete de cinco. Deme bien la vuelta que yo sé contar. Y no lo digo por usted. Lo digo por estos tiempos revueltos, usted ya me entiende.

    –Tiene razón. Hasta parece que hoy no puede uno fiarse ni de su propia sombra.

    –¡Ca! ¿Y sabe qué le digo? Hasta que no ocurra una desgracia de verdad, aquí no va a arreglarse nada.

    –Ojalá se equivoque usted, señora.

    –Sí, ojalá. Buenos días.

    –Buenos días. Y ciérreme la puerta suavito, haga el favor.

  14. Gonzalo Suarez dice:

    XIII – 12.11.2012

    Vagar por senderos desconocidos
    O recordados a veces.
    Dejar atrás los merodeos rutinarios
    de las calles
    Perder, en el pábulo, nuestros sueños
    Romper con lo consabido de lo vivido
    Latir en el noble anhelo de tantear
    Escapar de la ilusión de las certezas
    Iniciar un largo viaje y perdernos
    Iniciar el viaje sin billete de retorno.

  15. carlos dice:

    LUNA, GATA Y TÚ

    Antes yo escribía mucho, cincuenta folios, ochenta, escribir, reescribir. Después de pulirlo, todo aquello quedaba reducido a tres, cuatro folios. Ahora ya no me desparramo tanto. Suelo escribir dos, tres folios y luego los destilo en unas líneas. Y todavía me parece demasiado escribir.

    Aspiro a observar el papel en blanco durante un par de semanas, un mes, sin mover un dedo. Un poco por la mañana, otro poco antes de acostarme. Mirar el papel, tan solo. Impregnarlo de pensamientos, eso sí. Hacer un avión con el papel y soltarlo desde mi ventana un atardecer de suave brisa salada para que el folio en blanco se balancee en el aire, y él por su cuenta se pose en unas manos y busque una mirada que lo empape de mares, tu mirada necesaria.

    La noche abre su boca. La gata Gula está sentada en un tejado de la ciudad vieja, contemplando cómo se levanta la luna llena por el luminoso Este azul de tus ojos.

  16. carlos dice:

    SE RECOGE CHATARRA

    En las últimas semanas, por el barrio no se habla de otra cosa. Tucho se compró una furgoneta –una Ford de segunda mano, seguramente por cinco duros-, y se presenta cada jueves a las diez de la mañana y la aparca en el parque y espera allí de brazos cruzados hasta las tres de la tarde. Una furgoneta alta, blanca, con óxido en los rascazos, y con unas letras esbeltas, bien visibles sobre el parabrisas de delante:

    SE RECOGE CHATARRA.

    Tucho. Qué bestia. Cómo se lo montó.

    De pequeño ya se le veía venir. Andaba con alambres por los bolsillos, hierruchos, arandelas, tubos de goma, tornillos…, y una navajita. Aquella navajita era la leche. Tucho hacía virguerías con ella. Le desatascaba a tu mamá el freón de la nevera y la nevera volvía a enfriar otra vez, o te abría la puerta de casa si te habías olvidado de la llave, o te cortaba el pelo con la navajita y te hacía las patillas. La había ganado en una tómbola de las fiestas de Bouzas, disparando a las cintas con una escopeta de caño retorcido. Menudo fenómeno el Tucho.

    SE RECOGE CHATARRA.

    Es sorprendente. Toda la juventud española, es decir lo mejor de la juventud española, diplomas, carreras, masters, patatín, patatán, se fue a pringarla a Alemania, a buscarse la vida al extranjero, y aquí tenemos a Tucho montándose en el dólar, sin haber pasado, tan siquiera, por un curso de los que organiza la Confederación de Empresarios para jóvenes emprendedores. Tucho es mucho Tucho, colega. Los que nos criamos con él sabemos quién es Tucho. Una máquina. Y ahora se codea con los de arriba –con los que no se van a pringarla a ninguna parte-. Al loro con Tucho.

    –Son las nueve y cuarto. ¿Acabas?

    –Ya voy, ya voy. Tenemos toda la mañana hasta las tres de la tarde, ¿no? Tucho no se nos va a escapar.

    –Pero quedamos en que iríamos a primera hora para que nadie nos vea.

    –Todos van a primera hora para que nadie los vea.

    –Oh, por favor.

    Es Merche, mi mujer.

    Acaba de asomarse por la puerta del cuarto de baño. Me estoy afeitando. Cuando me afeito por las mañanas es cuando a mí se me ocurren las ideas. Ahí es donde yo pienso, por eso me tomo el afeitado con calma. No es que yo sea un presumido que quiere salir a la calle mejor rasurado que nadie, no, no. Yo cuando me afeito barreno, por eso me lo tomo con calma.

    Porque, claro, los tiempos que corren son difíciles, eso nadie lo discute, pero son difíciles para todos, y si a Tucho, como se dice por ahí, los de arriba lo están subvencionando, o sea le están soltando pasta –porque Tucho ahora es empresario, no lo olvidemos-, coño, pues que Tucho, a su vez, afloje el bolsillo y suelto algo, ¿no? Total, ¿qué son cincuenta euros, supongamos? O cuarenta, no pido más.

    Jummm ¿Cuánto podríamos pedirle mi mujer y yo a Tucho? Tucho a mí me recuerda perfectamente. Cuando pasa con la Ford Transit los jueves hacia el parque y yo voy por la acera, llevando a mi mamá del brazo a dar el paseo de la mañana, Tucho me ve y me pita. Y sonríe. Y yo agito una mano. ¡Tucho!, le chillo. ¡Carliños, ja, ja!, me dice él sacando la cabeza por la ventanilla. ¡Tucho…!

    Cuarenta euros no es mucho pedir, joder. Merche anda de arriba para abajo con la escoba y la fregona llamando en todas las puertas. Merche sabe cuatro idiomas, sabe francés, porque nació en Francia, español y gallego y portugués, y yo no sé nada, de acuerdo; pero, joder, ¿es que tengo que morir por eso? Sólo cuarenta euros. Un día feliz en el supermercado, nada más que eso pido.

    –¿Acabaste?

    –Sí. ¿Y mamá?

    –Está hablando con la cerradura de la puerta. Ya quiere salir.

    –¿Qué hora es?

    –Las nueve y veinte.

    –De acuerdo. Me pongo la camisa y nos vamos. He pensado en pedirle cuarenta euros a Tucho, ¿a ti qué te parece?

    –¿Cuarenta euros? No sé. Nadie pide nada. La gente los mete en la furgoneta y ya está. A ver si no nos va a coger a tu madre.

    –Yo le voy a pedir cuarenta euros, o treinta, aunque sea. Nos criamos juntos, ¿no? Lo conocemos de toda la vida.

    –No sé…

    –Bueno, vamos y ya veremos.

  17. carlos dice:

    PRIMER VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO.

    La víspera del día de Reyes, por la tarde, el Sonrisitas se sentó en las rodillas de mamá, y a la mesa de la cocina se firmó el siguiente documento:

    Queridos Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar: Buenas tardes, soy el Sonrisitas. Escribo esta carta para pedir un burrito, a ser posible blanco, pero si el pobre no quiere separarse de su mamá porque llora, entonces quiero una espada de plata y una capa amarilla. Muchas gracias y que tengan un maravilloso viaje desde Oriente. Por favor, tengan cuidado pues el camino de mi casa está lleno de baches vacíos y grandes piedras preciosas.

    Mamá le guió la mano y el Sonrisitas firmó. Luego, mamá le preguntó: ¿cómo se hace? El Sonrisitas sonrió para dentro y para fuera y dijo Niño Jesús, Niño Jesús.

    El Sonrisitas fue el que se encargó de dejar la carta en la ventana para que se la llevase a los Reyes Magos un pajarito que iba a pasar por allí de un momento a otro. Cuando al cabo de un rato fue a ver, la carta ya no estaba en la ventana. Aquella noche el Sonrisitas durmió de prisa y corriendo con un ojo medio cerrado y el otro ojo medio abierto.

    Por la mañana, saltó de la cama y salió disparado hacia la cocina. En la chimenea encontró dentro de la olla de cobre, una espada reluciente, una capa amarilla y unos pantalones nuevos. Su mamá le dijo que los Reyes Magos por la noche no habían podido meter al burrito por la chimenea porque el pobre animalito lloraba y quería estar con su mamá. Pero el rey Gaspar estaba muy contento porque un pajarito le había dicho que el Sonrisitas confiaba en el Niño Jesús, y había sido muy bueno con su mamá, y eso estaba muy bien.

    El Sonrisitas se puso la capa y se metió en la habitación de mamá para mirarse en el espejo de cuerpo entero. La espada no le pesaba nada y la capa le gustaba porque era larga; podía bajar la mano y la espada desaparecía. Entonces levantaba la mano y allí estaba la espada de repente. Aquel era un buen truco. También le gustaban los pantalones nuevos, pues eran cómodos y le quedaban por debajo de las rodillas. El Sonrisitas golpeó la cama y la almohada con la espada, tchas, tchas, tchas.

    Salió a la calle con la espada escondida debajo de la capa, levantó la mano y peleó durante unos minutos con los rayos del sol, tchas, tchas, tchas. Por la ventana de la cocina, mamá le dijo que no se alejase de la casa. Aquella era una idea muy buena. El Sonrisitas ocultó la espada y bajó por el camino castaño, que era recto y llegaba hasta el mar. Era su primera exploración. El primer viaje del Sonrisitas alrededor del mundo. De vez en cuando se detenía en el medio y medio del camino, levantaba la mano y la espada de plata aparecía reluciendo. Magia. El mar aparecía a veces entre los árboles.

    Bruscamente, Sonrisitas se salió del camino y se batió en una pequeña escaramuza contra tres pinos mansos, tchas, tchas, tchas. Después de darles su merecido, inspeccionó la espada, que estaba bien. Vio un conejo de monte, más pardo que los que tenía mamá en el gallinero. Lo persiguió durante un rato. El conejo corría y se detenía cuando Sonrisitas se paraba a coger aire. Parecía que el conejo estaba jugando con él. Finalmente, cuando ya lo tenía a punto del espadazo, el conejo hizo un regate y desapareció entre unas matas. Sonrisitas se acercó a un eucalipto que medía metro y medio, le saltó por un costado con una patada lateral y le bajó los humos de un certero espadazo. ¡Tchas! De pronto la mañana se inundaba de luz.

    Sonrisitas tenía la ría al alcance de su mano. Océano Atlántico, dijo, Atlántida. El camino se torcía en una amplia curva a la izquierda y proseguía zigzagueando por la costa. Él siempre había pensado que el camino castaño seguía recto, se metía por debajo del mar y salía al otro lado de la ría. Si uno llega al otro lado de la ría, ya está en América. Sonrisitas clavó la espada en la hierba del suelo y acto seguido lanzó un pis desde el camino hacia el mar. Oyó el kikirikí del gallo Valentín y se dio la vuelta. Vio el tejado de su casa allá arriba, entre nubes esmeralda. Pero ante sus ojos, en línea recta, Sonrisitas descubrió –parecía increíble- una casita de azúcar y chocolate debajo de un roble venerable y añoso. Por la chimenea de la casita salía un humo blanco que se diluía en el color azul del cielo.

    Inmediatamente desenterró su espada de plata y pensó: están cociendo uno, están cociendo uno. Sin pensárselo dos veces, atravesó corriendo el minúsculo prado que tenía delante para espiar la casa desde cerca. La puerta parecía cerrada a cal y canto, pero en la parte de atrás se encontró con un cobertizo. Empujó la puerta de hojalata y entró acompañado de un chirrido. Allí dentro había un coche verde, reluciente como un espejo, con unas ruedas muy gruesas que tentó con la espada, para ver qué duras eran. Vio un bote de pintura en una esquina. Estaba medio tapado y metió la punta de la espada, que quedó pringada de goterones verdes, como si él hubiese herido a un extraterrestre en una pelea. Entonces, oyó un carraspeo a sus espaldas:

    –Gatito, gatito, ¿a qué andas, gatito?

    Sonrisitas se sobresaltó. En la puerta del cobertizo había un hombre con un saco lleno de ramas retorcidas al hombro. Del susto que se llevó, Sonrisitas dio un bote y salió brincando por una esquina de la puerta, hasta alcanzar el camino. Se dio la vuelta, cogió aire y agitando la espada chilló:

    –Alto, queda detenido. Ponga el saco en el suelo con una sola mano.

    El hombre, un flaco de cara larga con un pómulo resalido, puso el saco en el suelo. Una visera salpicada de pintas verdes le ocultaba el ojo izquierdo. El hombre sacó una cajetilla de Winston de uno de los bolsillos de su mono azul, la agitó y se llevó a la boca un pitillo. Con la uña encendió una cerilla y lo prendió.

    –Usted es el Hombre del Saco, el saca untos –Sonrisitas agitaba la espada-. Tire el pitillo. Átese las manos a la espalda.

    El hombre sacudió la cerilla y la tiró a un lado. Caminaba con el pitillo colgando del labio superior. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su mono azul y se detuvo delante de Sonrisitas, que se quedó petrificado de miedo. Sin sacar las manos de los bolsillos, el Hombre del Saco abrió sus piernas y comenzó a balancearse entre las punteras y los tacones de sus humedecidos zapatos de suela. El mono le iba corto; llevaba calcetines blancos.

    –¿De dónde sales con esa capa verde? –le preguntó el Hombre del Saco a Sonrisitas- ¿Tú de qué vas? ¿Eres un picoleto?

    –Niño Jesús, Niño Jesús.

    –¿Qué murmuras? Habla más alto –el Hombre del Saco se quitó el pitillo de la boca y lanzó unos roscos de humo-. ¿Por qué sonríes como un gilí? ¿Eres el Sonrisitas? ¿Eres el hijo de la Lola?

    –Yo a usted no le tengo miedo ninguno –dijo Sonrisitas meándose en los pantalones nuevos.

    –Pues le vas a llevar a tu mamá un recadito de mi parte –el Hombre del Saco se inclinó, alzó la visera y mostró con un dedo su ojo izquierdo, en el que se veía una centella roja-. ¿Ves? Por este ojo no veo nada. ¿Qué te parece? Nada de nada. Pero a tu mamá no le doy pena. Me cobra lo mismo que le cobra a todo el mundo. Veinte euros. Yo siempre le digo: pero, mujer, si veo la mitad es como si a mí me cobrases el doble. ¿Y ella qué dice, eh, Sonrisitas?, te estarás preguntando.

    –Niño Jesús, Niño Jesús.

    –Me arranca el billete de la mano –el Hombre del Saco exhaló un grueso rosco azul hacia el sol-. Veinte euros. Tres mil trescientas y pico pesetas de las antiguas pesetas. A tocateja. Dice que tiene una boca que mantener y piensa darte estudios. JOJOJO. La Lola y el Sonrisitas. Es que yo me parto el labio con vosotros. Eso sí: los bizcochitos que hornea en esa cocina de leña son una delicaté, una cosa no quita a la otra. Pero, bueno, qué te voy a contar que tú no sepas, Sonrisitas –el Hombre del Saco impulsó el pitillo con los dedos corazón y pulgar. El pitillo salió revoloteando por encima de la cabeza de Sonrisitas, sobrepasó el camino y cayó hacia el mar–. Ven aquí, que quiero decirte una cosa, no tengas miedo.

    El Hombre del Saco levantó a Sonrisitas con una sola mano y lo palpó por debajo de la capa. Sonrisitas pensaba que estaría buscando algún puñal, o una pistola automática escondida. Era el protocolo. El Hombre del Saco respiraba agitadamente. Metió una mano por debajo del jersey y la camisita, encontró una tetilla y la presionó. Sonrisitas dio un grito. Entonces el Hombre del Saco comenzó a tirarle de los pantalones nuevos, con la intención de robárselos, pero Sonrisitas consiguió darle en el ojo tuerto con la empuñadura de la espada. El Hombre del Saco soltó una maldición terrible, giró desorientado sin soltar a Sonrisitas, se salió del camino y se precipitaron los dos por un talud de unos cinco o seis metros. Niño Jesús, Niño Jesús.

    El Hombre del Saco quedó tirado entre unas rocas de mala manera. Su visera flotaba en la orilla del mar. Sonrisitas vio cómo incorporaba trabajosamente la cabeza y decía con voz de atontado: voy a construir el cobertizo donde está una piscina. La cabeza volvió a írsele hacia los lados y se quedó como dormido.

    Sonrisitas tenía arenas blancas en la boca y las escupió. Se acercó a la orilla y le dio un espadazo al mar, ¡tchas! El mar estaba a sus pies. Era extenso y se movía. Parecía más frágil el mar que las montañas del otro lado de la ría. Sonrisitas estaba eufórico. Un caballo es más rápido que un burrito, pero también es más orgulloso. A un caballo primero tienes que domarlo y se te puede escapar por el camino y ya no vuelve. ¡Tchas! En cambio a un burrito le das de comer hierba del suelo con la mano y ya es tu amigo para toda la vida. Igual que un conejo. A un conejo es mejor darle hierba, en vez de ir corriendo detrás, porque si lo persigues se mueve como una bola fofa hacia los lados y no lo alcanzas monte abajo. Pero a un conejo le das hierba verde y ya está. Sonrisitas sonrió. Se sentía feliz y contento. La espada era buena, le gustaba. La levantó por encima de la ría. Un cangrejo y otro, y otro, salían del agua y subían por las arenas blancas hacia donde estaba el Hombre del Saco. Sonrisitas empezó a molestar a los cangrejos con la espada.

    El gallo Valentín cantó de nuevo, y esta vez el kikirikí le hablaba de un modo muy claro a Sonrisitas: tu mamá está muy preocupada porque te está buscando y no te encuentra por ninguna parte. Sonrisitas metió el brazo debajo de la capa y escondió la espada. Caminó por la playa y encontró un caminito para subir, entre tojos y ginestas. De repente tenía hambre. Sonrisitas pensó en bizcochitos de yema de huevo de las gallinas del gallinero.

    Al llegar a casa –le dijo al mar-, le diré a mamá que tú haces el mismo ruido que al abrir una gaseosa. La traeré hasta aquí para que te vea.

  18. carlos dice:

    ROPA USADA

    Los dos caminan por el centro de la ciudad, por la denominada zona del amor. Conchi es la rezagada. Lleva abrochado al cuello un grillete de oro reluciente y camina completamente desnuda. El verdugo, por su parte, abre la marcha sujetando puño en alto una correa de cuero anudada al grillete de oro, y canta una vieja canción de juventud: Qué dura es la vida del pirata. En su musculado antebrazo vemos el tatuaje de un Tiranosaurio Rex mostrando la terrible dentadura.

    –Me encanta esta canción –dice el verdugo mirando hacia atrás-. Qué dura es la vida del pirata. Me la sé de memoria.

    —Vamos a sentarnos ―dice Conchi―. No tengo zapatos.

    ―Aquí no tenemos donde sentarnos.

    —Me duelen los pies.

    El verdugo se detiene en plena calle del Príncipe, deja caer la cinta de cuero con desgana y se vuelve hacia Conchi con los brazos en jarras. Parece muy decepcionado.

    —Las implicaciones del hecho de que te duelan los pies son nulas ―el verdugo alza la voz para que los transeúntes se enteren de lo que dice―. Yo me crié descalzo entre el barro de los campos y el polvo de las calles y aquí estoy, como todos ustedes pueden ver, señoras y señores.
    Es la zona del amor. Vemos músicos al sol, ángeles inmóviles en las esquinas, poetas, grupitos de muchachas cascabeleras, paseantes, vendedores de lotería, un fontanero con escalera al hombro… Todos se apartan ante la llegada de la pareja.

    —Me duelen los pies, verdugo mío ―Conchi da unos pasitos desnudos. La gente la mira compasivamente. Muchas manos se le acercan con latas de coca-cola, tónicas, refrescos, zumos…

    —No le den bebidas frías ―ordena el verdugo de inmediato―. ¿No ven que la pobre está sofocada? Vayan con cuidado, porque yo tengo muy malas pulgas y se me levanta el sentido con violencia –el verdugo agarra a la mujer por la cintura, la levanta y se la lleva metida debajo de un brazo. La trigueña, ondulante cabellera de Conchi se arrastra desconsolada por la zona del amor.

    Suena la sirena de un crucero que acaba de atracar en el muelle de transatlánticos. Cientos de turistas de sonrosada tez y blanda sonrisa se apoderan de las calles y al ver a la pareja la rodean con avidez y empiezan a sacar fotos. “¿Qué queréis?” El verdugo suelta unos cuantos puñetazos con su mano libre por encima. “¿Buscáis pelea, los guiris? No tengo ni para empezar”. Se aproxima por la Puerta del Sol una bandada de músicos. Desfilan amontonados y tocando a golpe de trompeta y tambor la marcha Radetzky. Los turistas, centroeuropeos, se desentienden de la pareja y huyen a todo correr hacia allí.

    De vez en cuando aparece algún conocido que saluda al verdugo con una palmadita envalentonada en la dentadura del T. Rex. Con esta gente el verdugo cruza algunas frases sobre el tiempo, la familia, el partido del Celta…, y aprovecha estas reposadas interlocuciones para cambiarse a la mujer de brazo. Y mientras el verdugo abre y cierra el puño para que la sangre le circule con holgura por el brazo libre, los interlocutores se fijan con gran disimulo en la mujer. Dan por sentado que estará viva, y que en ningún caso merecería semejante trato, así que no dejan de pensar, con un deje de amargura y fatalidad: “Guapos o feos, ¿acaso no somos todos carne de cañón?”

    Casi ni habría que mencionarlo, pero la sala de torturas se halla a las afueras de la ciudad, excavada a la altura de un tercer piso en una cantera abandonada. El verdugo ―su camiseta granate aparece sudorosa, reventada por las costuras― sube por la escalera a oscuras y mete sin vacilar la llave en la cerradura de una puerta que chirría. Transporta debajo del brazo, desnuda como cabe suponer, a una Conchi cuya cabellera se arrastra magnífica por el polvo. Una vez dentro de la casa, el verdugo se interna en el dormitorio y con una hosca sacudida de cadera arroja a la mujer sobre la cama.

    —Supongo, Conchi, que no pretenderás abandonar el dormitorio conyugal tirándote por la ventana como hizo la Nanda, que no logró matarse al caer encima de un laurel. ¿Qué conseguirías con ello? Me obligarías a flagelarte, así que piensalo bien

    El verdugo permanece de pie en la alfombra frotándose la espalda a la altura de los riñones. Se acerca a la ventana, la abre de par en par, se retuerce una oreja y suelta un sonoro escupitajo y asoma la cabeza para verlo caer entre los cascotes de la cantera abandonada. Conchi se ha quedado boca abajo en la cama, encogida y atenta. El verdugo se sienta a su lado, le agarra los pies y comienza a masajeárselos. Entrecerrando los ojos dice ensoñadoramente: “¿Te acuerdas de aquellas noches de verano en la playa?” Ella no dice ni que sí ni que no. “¿Te acuerdas de aquella noche de San Juan? Nuestra gran noche, Conchi. Yo nunca fui un hombre pequeño, tú lo sabes”. “Tú nunca fuiste un hombre”, murmura Conchi. “Jejeje, tú llevabas aquel sombrero de meiga y nosotros danzábamos alrededor del fuego. Te estoy viendo ahora mismo remejiendo en las llamas azules de la queimada con aquél cucharón de madera. Qué bien recitabas el conjuro en gallego y qué guapa estabas, amor mío”.

    Conchi abre un ojo. Son las primeras palabras amables que se le presentan en años, y desea atrapar más palabras de ese calibre, como es natural. “¿Cuántos éramos? ¿Quiénes estábamos?”, pregunta ella en el momento en que los masajes del verdugo comienzan a subir por las pantorrillas. “Estábamos todos: la Nanda, Corne, Rosiña, Pateiro, tú, yo…., gente de toda confianza. Qué jóvenes éramos, me cago en la leche. La luna era más grande entonces, y más azul… ¿Pero dónde se metieron todos, Conchi? ¿Adónde se fue aquella gente? ¿Entiendes lo que te quiero decir?”

    —Sí –dice Conchi. Las manos del verdugo ya acarician sus muslos.

    —¿Y qué tenemos hoy para cenar?

    Justo en ese instante, Conchi se despertó con gran sobresalto y tosiendo. Se encontró sentada en la cama, sola y excitada en medio de aquella estéril pesadilla, con el pijama empapado en sudor. Eran casi las cuatro de la madrugada. Se metió en el cuarto de baño y se dio una ducha. Delante del espejo, con los índices se bajó los párpados y miró dentro de los ojos. De regreso en la habitación, corrió la puerta del armario y observó que la ropa de su marido aún seguía allí.

    —–

    ─¿Sí? Me dicen que tenemos nueva llamada. Hola, buenas noches.

    ―Hola, Rita.

    ―Hola, cariño. ¿Es la primera vez que llamas?

    ―Sí, Rita, aunque de un tiempo a esta parte te veo todos los días, y me animé.

    ―Gracias, cielo. ¿Cuál es tu nombre?

    Pasan diez minutos de la medianoche. Rita está en la tele mezclando con aburrimiento un mazo de cartas. De vez en cuando sus negros ojos de pitonisa miran a la cámara.

    ―Si te digo la verdad, Rita, no sé por dónde empezar.

    ―Lo averiguaremos, no te preocupes. Lo importante es que estás ahí, cariño.

    ―Eso sí. Me gustan los pendientes que llevas hoy. A ti te sienta muy bien el color verde, Rita.

    ―Gracias, nena. ¿Ya me has dicho cómo te llamas?

    −Eh…, Aries.

    −De acuerdo, Aries. ¿Y de qué quieres hablar?

    Hacia la parte de abajo de la tele, a la derecha de la pantalla, hay cinco montoncitos de monedas de oro. Una luz anaranjada los recorre a izquierda y derecha. Debajo del dinero vemos el número al que Conchi acaba de llamar, tras varias noches sentada en el borde del sofá con el teléfono en la mano y mordiéndose los labios. Intentaba imaginarse cómo podría ella contarle su historia a Rita, pues es una historia muy complicada de contar y difícil de que nadie se la crea. Fueron cinco noches las que pasó Conchi en casa a oscuras, delante del resplandor de la tele, rumiando lentamente su vida hasta que, agotada, se metía en la cama y a las seis y media de la mañana, cansada y muerta de sueño, se levantaba para ir al trabajo.

    –Me gustaría hablar de una cosa que me está pasando y yo no sé si le habrá pasado a alguien más, Rita. ¿Tú sabes qué se hace con la ropa de un muerto? Preguntaba por saberlo, nada más.

    Rita mezcla el mazo, mira a la cámara, se pasa la lengua por las encías.

    –Aries, ¿se te ha muerto alguien recientemente?

    -Mi marido, no hace ni un mes. Era soldador en una contrata que trabajaba por los astilleros de la ría, y se pasó años sellando tanques y bodegas de mercantes y pesqueros en las dos bandas del mar. Pero cuando llegó la última crisis del naval, Kiko se quedó sin chollo y tuvo que emplearse por talleres de chapa y pintura escondidos en callejones, lejos de los barcos y del aire fresco de la ría, y eso, creo yo, fue lo que lo mató, ¿entiendes, Rita?

    –Por supuesto, Aries.

    –De pequeño, Kiko quería ser pirata. Él y los otros chicos decían que iban a construir un barco con los maderos que llegaban flotando por el mar abajo. El que llevaba la voz cantante era Kiko.

    Rita se arma de paciencia y va colocando con sumo cuidado siete cartas en cruz sobre el tapete negro de la mesa. La narración de Conchi es deslavazada y confusa.

    –Por la noche llegaba borracho a casa, y siempre me preguntaba lo mismo: ¿Por dónde se fue la felicidad? ¿Dónde se metió todo el mundo? Me lo preguntaba a mí, como si yo tuviese algo que ver.

    –Entonces, Aries, me dijiste que él se murió de cirrosis hace apenas un mes –dice Rita.

    –Sí. Estaba alcoholizado, pero no quiero que pienses que era un borracho. Las circunstancias de la vida y el desempleo lo llevaron a esa situación, Rita, tú ya me entiendes.

    –Por supuesto, cariño –Rita empieza a palpar las cartas que tiene delante.

    –Él decía que durante las huelgas había matado a un anti disturbios de una pedrada en la nariz. Se le metió eso en la cabeza. Todas las noches al acostarse repetía que por la mañana iría a entregarse en la comisaría. Tenía pesadillas. Lo convencí para ir al sicólogo. Yo iba con él.

    –¿Entonces, tu marido mató a un policía?

    –Fue la película que se montó al quedarse sin chollo. Se despreciaba a sí mismo porque pensaba que no había peleado lo suficiente para conservarlo, y así, imaginándose que había matado a un madero de una pedrada empezó a beber a mansalva, para olvidar. Pero, bueno, esto es una barrenada mía, no me hagas mucho caso. Ya sabes cómo les funciona la cabeza a los tíos.

    Rita golpea con la uña roja del índice la carta del centro de la cruz. Mira a la pantalla.

    –Aries dime una cosa…, tú has amado mucho, ¿no es así?

    −Muchísimo. Con locura.

    −Claro…, y en algún momento tú también te sentiste intensamente correspondida –proclama Rita desde la tele.

    −Sí. ¿Cómo lo sabes? Fíjate, yo tenía nueve años y ya lo seguía a escondidas cuando bajaba a la playa.

    −¿Y cuántos años tenía él?

    −Tenía trece, pero al principio ni se daba cuenta de que yo existía. Él quería ser pirata, pero creo que eso ya te lo dije.

    −Pero aquí yo veo algo que tú no me cuentas, Aries –Rita palpa las cartas-. Hay algo muy importante que me estás ocultando, o que se nos ha escapado.

    −Es la ropa, Rita. No consigo deshacerme de ella. Hay una tienda más abajo de mi casa, al lado de uno de esos cuchitriles de Se Compra Oro, que recoge ropa para los pobres y se la llevé a las ocho de la tarde, pero al volver a casa me encuentro con la ropa colgada en el armario.

    −−Repíteme eso con más calma, por favor, Aries.

    –No consigo deshacerme de la ropa de Kiko, y quemarla pues…

    –O sea, que entregaste la ropa de tu marido en una tienda que recoge ropa para los pobres y al regresar a casa te encuentras con la ropa metida de nuevo en el armario –los grandes ojos negros de Rita miran profundamente desde la pantalla de la tele-. ¿Y tú qué hiciste, Aries?

    −−Si te digo la verdad, al principio pensé que casi era mejor así, porque sería una pasada ver a alguien por la calle vistiendo la gabardina de mi marido, y me quedé un buen rato sentada en la cocina. Luego me fui para la cama, y me encontré con que la puerta corredera del armario no cerraba del todo por un milímetro. Intenté cerrarla empujando, incluso le pegué un celofán, y no es que me importe pero tenía que dormir con esa rendijita de un milímetro dentro de mi cerebro. Me levanté y me fui a dormir a la habitación pequeña y cuando me despierto por la mañana molida de lo mal que dormí, resulta que me encuentro con toda la ropa desordenada en el armario del dormitorio y tirada por el suelo.

    −−Aries, ¿tú estás segura de que entregaste la ropa de tu difunto marido en la tienda?

    −Tal y como te lo estoy contando. Mira que ayer metí la ropa a presión en unas bolsas grandes del Carrefour y a las once y media de la noche las bajé a la calle y las dejé entre los contenedores de basura. Subo a casa y lo primero que hago es entrar en la habitación y correr la puerta del armario y allí estaba toda la ropa perfectamente colgada y doblada, planchada y sin arrugas. Él me había dicho que no quería que le hiciese ninguna misa, pero yo le hice la misa de difuntos. A ver si va a ser que se cabreó por eso. No sé qué pensar, Rita, si te digo la verdad.

    −−No, tranquila que la cosa no va por ahí –Rita mira a Conchi desde la pantalla y golpea el tapete negro de la mesa con el índice−. Escúchame bien, Aries: estas cartas me están diciendo, de un modo muy claro además, que hay todavía una cuenta pendiente entre vosotros dos, tú y tu marido. La ropa no vuelve a casa porque sí, ¿me comprendes? Es él quien la recoge y la sube, no lo dudes.

    −−Ah, no lo sabía, Rita.

    −−Tú no tienes porqué saber estas cosas, corazón.

    −−Es una sensación muy rara ver la ropa allí otra vez, de verdad que es una sensación que te parte a la mitad, no sé cómo explicarlo, y no quiero que pienses que esa sensación a mí me acojona, hablando en plata.

    −−Lo supongo, cariño. Se te nota por la voz que eres una mujer muy fuerte. ¿Desde dónde me llamas, Aries?

    –Desde Vigo.

    −−Desde Vigo… ¿Y por qué no le haces una visita a la meiga, y se lo explicas? Pues mira que no tenéis meigas por ahí… Este es un asunto muy serio, Aries.

    −Lo pensé, Rita, pero ahora las meigas se anuncian en el periódico y ya no sabe una si son meigas o qué son. Y con las caribeñas y los africanos que pegan por las farolas de la ciudad esos cartelitos de color añil con un número de teléfono para pedir cita y curarlo todo por el vudú y la santería, pues es algo que me impresiona demasiado y aún no estoy preparada. Antes te acercabas a las afueras, preguntabas, y siempre había alguien que te decía: la casa de la meiga está en el bosque aquel que se mira desde aquí. Métase por la corredoira y va casi directa. Subías por la corredoira, cruzabas un pastizal con vacas, y ya veías el bosque en el alto y a la gente sentada a la sombra de los castaños, aguardando su turno. Pero ahora vas y preguntas y te dicen que sí, que por allí hubo una vez una bruxa, pero que ya no está, y se ponen a señalar para todas partes y al final tampoco sabes la dirección que tienes que tomar porque en realidad nadie te dice nada. Ya nada es como antes.
    Rita recoge las cartas de la mesa y las mezcla con las del mazo.

    –Vamos a ver una cosa, Aries. Dime, ¿izquierda o derecha?

    –Izquierda.

    Rita pone el mazo en la mesa, le da un corte con su mano izquierda y dispone siete nuevas cartas en cruz sobre el tapete negro. Rita las contempla ladeando algo la cabeza.

    –¿Cuántos años tienes, Aries? Eres joven, todavía.

    –Treinta y ocho.

    –Treinta y ocho –Rita palpa las cartas, las acomoda bien y le da unos toquecitos al naipe del medio-. Una cosa, Aries… ¿Tú no estarás encinta?

    –…Pues…

    –A veces ocurre, cuando la mujer está preñada, que ellos se quedan merodeando hasta que la criatura nace. Después se van definitivamente, aunque no muy lejos. Pero mientras tanto suelen hacer las cosas más raras que nos podamos imaginar.

    –No lo sé, Rita. A mí no me importa que él haga ahora lo que le dé la gana. Cuando llegaba borracho a casa, muchas noches se ponía a cantar. Si te soy sincera, me ponía furiosa, y me daban ganas de meterle un sartenazo en los morros. Los vecinos golpeaban las paredes y el techo.

    –Ponte en contacto con él, Aries. Tienes que hablar con tu marido. Aquí hay algo que ha quedado pendiente entre vosotros dos.

    –¿Y cómo hago, Rita?, ¿cómo hablo con él, qué le digo?

    Rita mezcla el mazo suavemente y mira a Conchi desde la tele.

    –Tienes que hablarle desde tu corazón, nada más que eso. Puedes cerrar los ojos y te pones en contacto a través de tus sentimientos. Déjate llevar. Piensas en él, en ti, en tu vida junto a él y dejas que tus sentimientos afloren. Ellos te conducirán, no los empujes. Lo que importa es que esos sentimientos salgan de ti y que sean verdaderos. Y puedes hacerlo en tu casa o contemplando una panorámica, o en el autobús…, donde tú quieras, cariño. Si te acercas al campo y lo haces al amanecer o al anochecer, mucho mejor. La naturaleza te besará los pies y te prestará todo su poder, jamás lo olvides.

    –No sé, Rita, parece fácil.

    –Es más fácil de lo que piensas, cariño, siempre y cuando seas sincera contigo misma. Y no tienes que preparar ningún discurso. Tu corazón hablará por ti. Tú sólo te rindes al momento.

    –Al momento, sí, Rita.

    –Llámame otro día si quieres, nena, y me dices qué tal te ha ido.

    –De acuerdo, Rita.

    ——

    El sol es anaranjado, está inflado como un globo y flota sobre un mar de plata y lentejuelas. Ha sido otro gran día de calor. La colina huele a eucalipto. Conchi apaga el motor del autobús y observa la panorámica desde la ventanilla. Cierra los ojos y respira profundamente. Moja un índice con la lengua, lo coloca sobre el sol y arrastra el sol hacia el norte y lo suelta encima del puente de Rande. Conchi abre los ojos y ve que el sol ha regresado por su cuenta a las islas anaranjadas sobre las que flotaba. Unas urracas suben aleteando por el monte, pasan volando sobre el autobús y se posan en el tejado del solitario edificio de ladrillos rojos. Unos niños juegan a la pelota en el descampado.

    Conchi echa un vistazo al Camino Culebra por el que acaba de subir. Es un camino castaño, sinuoso, estrecho. Impresiona bastante verlo desde allí arriba, correteando entre los campos, aunque ella se ha habituado a recorrerlo varias veces al día. Durante la primavera se corrió la voz de que al fin iban a asfaltarlo y a quitarle algunas curvas y las pendientes más peligrosas. Conchi apaga la radio, se quita las gafas de sol y las deja en el salpicadero.

    Cuenta unos billetes, los dobla con esmero y los mete en el bolsillo de su camisa azul pálido. Con la rodilla desliza un cajoncito a su derecha y ordena unas monedas por tamaño en sus respectivos cajetines. Un céntimo se resiste a salir y lo levanta ayudándose del boli. De repente, Conchi se da cuenta de que a su alrededor hay un silencio muy denso y levanta la cabeza para ver qué ocurre. Los niños han dejado de jugar a la pelota en la explanada y permanecen todos de pie mirando al autobús. Conchi sonríe y da por sentado que la pelota se les ha escapado y ha ido a parar debajo del vehículo. Las urracas carraquean.

    Conchi salta del autobús, se agacha cerca de una rueda y logra arrastrar la pelota hacia fuera. La conduce con los pies hasta el borde del descampado y desde allí le da una patada. Los niños echan a correr detrás y el partido de fútbol se reanuda. Conchi contempla a los chiquillos durante unos segundos. Hasta le están entrando ganas de meterse entre ellos. De pequeña no le pegaba mal a la pelota, e incluso caneaba a los muchachos de su edad cuando jugaban en la playa, con la marea baja.

    Conchi cruza a la otra orilla del camino, se quita la goma del pelo y se rehace la coleta. Su mirada desciende por los meandros del Camino Culebra y se detiene en la costa. Allá abajo, detrás del cañaveral, está la playa. Aunque las cañas han crecido mucho, hay una zona en la que no son muy altas y puede verse en la arena blanca un resplandor a ratos mortecino, a ratos vivaz, y una columnita de humo que sube hacia el cielo.

    –Están encendiendo una hoguera–murmura Conchi.

    Conchi mete las manos en los bolsillos del pantalón azul marino, levanta los hombros y respira profundamente. El aire de las colinas es salud, ella lo sabe muy bien. Si Kiko estuviese aquí y ahora y fuese el Kiko de los viejos tiempos, se tumbarían los dos en la hierba para contemplar en paz y sosiego todo aquello, y ella le peinaría la pelambrera con los dedos. Luego lo pondría de espaldas y le levantaría la camisa para inspeccionar las espinillas que ella tenía bastante bien contadas. (Nunca había echado ninguna en falta, así que Conchi suponía que él le había sido fiel). Después se subirían al coche y se irían a cenar a la otra banda del mar, quizás a Domaio o a San Adrián. Ya era tiempo de sardinas. Una buena docena, o docena y media de sardinas grandes empapando el pan de maíz, ensalada abundante y unas tazas de vino tinto del país, debajo de una parra. Aquello sí que era vida, qué tiempos. Pobre Kiko, qué poco había disfrutado. Conchi se dio cuenta de que lo estaba echando de menos en aquel momento y sacudió la cabeza, porque en el fondo no quería a ningún hombre a su lado, no lo necesitaba para nada.

    Conchi observa que los de la playa logran encender la hoguera. El resplandor ahora es alegre, y ella permanece en silencio durante un minuto.

    –Sé que eres tú el que vuelve a meter la ropa en el armario –Conchi se detiene y piensa en lo que va a decir a continuación-. No quiero que me sigas toreando, ¿me comprendes? –otra pequeña pausa y se deja llevar- Quiero que saques la ropa de casa. Nosotros estamos bien, no hace falta que te preocupes –Conchi se acaricia la barriga-. ¿Tú qué tal estás? ¿Estás en el infierno o en el cielo?

    –¡Gol!

    –¡Alta…!

    Los niños siguen jugando a la pelota. Conchi abre los ojos. Está como adormilada. Ha oscurecido. En la línea del océano hay fuego de cenizas. Una mujer se asoma a una ventana del edificio de ladrillos rojos y grita el nombre de un chiquillo. Conchi se acerca al autobús y abre la puerta y se sienta al volante. Con la rodilla empuja el cajoncito y lo cierra del todo. Mira el reloj del salpicadero y anota unos números en la hoja de ruta. Conchi se frota con las manos las mejillas y la frente, aprieta el interruptor y el motor arranca. El autobús enciende sus ojos, gira en la orilla de la explanada y se encajona en el Camino Culebra.

    –Mándame una señal si me has entendido, Kiko. Di algo si estás de acuerdo.

    Conchi enciende la radio y aprieta el botoncito de busca automática. Una voz femenina de marcado timbre adolescente está hablando, rápidamente y con gran desparpajo: “…porque esto es RPyD, rock puro y duro, ya sabéis, vuestro programa de música favorito. Guau”. Conchi dirige el dedo hacia la radio para seguir buscando. “Y os quiero muy atentos, amigos, porque hoy abrimos RPyD con un clásico: Qué dura es la vida del pirata. Allá vamos”. Y se oye un trallazo. La canción comienza.

    –Recibido, gracias –dice Conchi apretando nuevamente el botoncito.

    El autobús baja por el Camino Culebra bamboleándose con cuidado, y lleva los ojos muy abiertos.

  19. Carlos dice:

    La Zona

    Hacía años que yo no sabía de Same, desde el colegio. Pero un día en el bar de abajo, a la hora del café, cuando cruzado de brazos yo miraba la partida de subastao, oí a mis espaldas una voz que me resultaba familiar. Giré la cabeza y allí, en la televisión, estaba Same, el gran Same. Me acerqué a la tele y apoyé un brazo en el mostrador. Se trataba de un nuevo programa de la segunda cadena: Cosmos y Átomo. Same era el que llevaba la voz cantante. Allí estaba él, acomodado en un sofá beige al lado de la piscina del jardín, con las piernas cruzadas y un impecable pantalón blanco. Entonces apareció una galaxia en la pantalla, una de esas espectaculares fotos del Hubble, pero la firme voz de Same seguía impartiendo explicaciones sobre el cosmos y el átomo, lo más grande y lo más pequeño. Same no se andaba por las ramas. Ya en el colegio el profesor de matemáticas a veces le decía: “Bueno, algebrista, explícanos la lección que traíamos para hoy”. Same se subía a la palestra feliz y contento, cogía la tiza y un día se pasó de frenada y nos largó toda la teoría de la sigma de Gauss y la integral de Riemann. Alucinamos.

    Señalé la tele con un índice excitado y le dije a Camila, la camarera: “¡Eh!, ese es Same. Fuimos juntos al colegio. Estábamos en la misma clase. Ostrás, ponme una copa de ponche”. Camila me puso la copa, apoyó un codo en el mostrador y la oreja en la mano y se quedó a mi lado mirando para la tele. “Pues habla muy bien, ese Same, no se le entiende nada y es guapo”, me dijo Camila. “Same era un hacha ya de pequeño y está igual que estaba”, le dije yo.

    Y así empezó todo. Yo bajaba al bar por las tardes y me sentaba en el taburete para ver a Same, y Camila se acomodaba a mi lado al otro lado de la barra. Cuando los de la partida de subastao discutían con ferocidad al término de cada mano, Camila apretaba el botón del mando a distancia y subía el volumen de la tele, y cuando se relajaban lo bajaba.

    El Cosmos y el Átomo era una serie de documentales de cuarenta minutos que se grababan sobre la marcha. Ponían tres episodios por semana –lunes, martes y viernes-, y tenían calculado que estarían en antena durante cinco meses. Camila y yo los seguíamos juntos y empezamos a intimar. Las tardes que tenía libre, ella empezó a subir a casa y veíamos a Same desde nuestro sofá. Y al jubilarse anticipadamente el señor Antonio -el jefe de Camila-, ella me convenció y cogimos juntos el bar, y aquí nos encontramos ahora. Camila lo atiende por la mañana y yo por las tardes y por la noche. De modo que tenemos el bar, tenemos el piso, tenemos el C3 que nos compramos de paquete, tenemos las facturas…, todo gracias a Same, como quien dice, y en dos meses escasos. Same, el gran Same, al que yo no veía desde hacía años, se había presentado como una bendición en mi vida.

    “Samuel Mesa Cabellos –le decía yo a Camila-. Le llamábamos Samuel Mésate los Cabellos, y él se cabreaba y nos perseguía por el patio con un palo en la mano y su larga cabellera castaña ondeando al viento. Tenía una melena como tres veces más larga que esa de la tele. Era un hacha.”

    Así transcurrían plácidamente las tardes en aquel rinconcito del mostrador. Sólo que ahora era yo el que subía el volumen de la tele con el mando cuando los de la partida se pasaban.

    Un día mientras echaba azúcar a su café, Camila me dijo que a Same se le habían manchado un poquito de blanco las patillas. “Ahora parece más interesante”, me dijo. Pero al lunes siguiente Camila encontró a Same algo desmejorado: “Fíjate bien, le pasa algo. Creo que está enfermo. Ha envejecido”. Y era verdad, pues notamos que la voz de Same se había apagado bastante y carecía de aquel timbre de autoridad tan suyo.

    –Quizás sea un constipado –dije yo-, un resfriado mal curado de finales de verano. Suelen ser los peores.

    –Desde luego, ya no habla tan bien como hablaba –dijo Camila-. Ha perdido empaque.

    La fatiga de Same crecía a cada nuevo episodio: sus ojos perdían brillo, sus gestos a veces parecían torpes. La ropa empezaba a quedarle holgada. Un lunes ya no lo vimos en pantalla y al día siguiente, tampoco. Fue sustituido por la voz en off de una dobladora profesional. Ya no era lo mismo. Transcurrieron dos programas más sin él y Camila y yo dimos a Same por perdido, aunque seguíamos Cosmos y Átomo, esperando el regreso de Same.

    Era sábado. Yo me había pasado casi toda la mañana leyendo en la biblioteca Neira Vilas. A la una tenía que echarle una mano a Camila en el bar. Me levanté de la silla media hora antes y me dirigí hacia la salida, pero a través de los ventanales vi que estaba cayendo un aguacero formidable y me di una vuelta por los estantes cargados de libros, esperando que escampase.

    En la pared del fondo de la biblioteca, en los cajones donde están los dvd de cine y música, me encontré con una sorpresa. Una película de Tarkovski: La Zona. El título se ha traducido del ruso al inglés como Stalker (acechador, que acecha, según lo que puede deducirse del Collin’s). Ambos títulos se complementan, a mi entender, aunque La Zona se ajusta con mayor precisión al tema de la historia. Pedí el dvd en préstamo y al momento de firmar la ficha, el aguacero cesó y regresó la lluvia suave que durante la mañana había estado cayendo, intermitente, en la calle y en los campos cercanos.

    Bajé por la escalinata de la Neira Vilas con el paraguas abierto y avancé por la calle con la película de Tarkovski apretada contra mi pecho para proteger, de la lluvia y de cualquier golpe, aquel gran tesoro.

    El caso es que al llegar al semáforo crucé la calle y alcanzada la acera del otro lado tropecé con algo y sentí como si me empujasen por la espalda. Entré trastabillando en una parada de autobús, y vi que atrás había quedado la tapa de hierro de una alcantarilla irrefutablemente doblada por la mitad. Qué bárbaro, dije, aunque nadie me escuchaba. Vi en el panel de información de la parada que el Número 9 estaba a punto de llegar. ¿Qué pintaba yo allí? El bar lo tenía a menos de cuatro minutos caminando, al lado de la peatonal del Calvario. Así que cerré el paraguas y acto seguido intenté guardarme el dvd, pero como no cabía empecé a estirar las bocas de los bolsillos, en una operación tan grotesca como inútil.

    Un sujeto de gabán oscuro se guareció bajo la marquesina y cerró su paraguas con temblorosas y amarillentas manos. Tenía mejillas descarnadas, pómulos secos con pintas verdes, ojos hundidos en sus cuencas. Aún así, pensé en Same. Pues bien, la melena castaña de Same había desaparecido; su cabeza ahora se veía pelada y mucho más reducida. El individuo acababa de situarse en una esquina y noté que no me quitaba ojo. Logré conectar –sin proponérmelo- con sus pensamientos más profundos: “¿Qué hace este cretino? ¿Para qué quiere romper los bolsillos de esos pantalones?”

    El dvd terminó saltando de mis manos y se deslizó por el suelo hasta los zapatos negros, refulgentes, de Same. La carcasa quedó con el título hacia arriba. Same la movió con la punta del paraguas para facilitar la lectura.

    –Tarkovski –exclamó con afonía-. Stalker.

    Me acerqué y le pregunté si era Same, si había estudiado en el Apóstol y si se acordaba de mí, y me presenté. Le dije que habíamos sido compañeros de pupitre. Él me observó con interés.

    –…ah, sí…, Castro –me dijo Same, al fin, deslizando un poco la gafa por su nariz para verme mejor. Me incliné y recogí la película del suelo.

    –Está en versión original y tiene subtítulos en español –le dije incorporándome-. Acabo de encontrarla. La copia que yo conocía tenía subtítulos en portugués de Brasil, pero ésta los tiene en español.

    –Yo la vi en Berlín, in illo tempore, subtitulada al alemán, por supuesto –Same tosió. Tendió una mano pálida hacia mí y se hizo con el dvd. Examinó la carcasa por delante y por detrás-. Y, debo confesarte, amigo Castro, que me resultó tediosa e incomprensible. Pero, bueno, Tarkovski se había pasado a Occidente y ver su cine era poco menos que materia de obligado debate -Same mira al tendido. El Número 9 está allá, esperando detrás de un semáforo en rojo. La rama de un amable fresno le barre el techo-. ¿Y qué fue de tu vida, amigo mío?

    –Bien , bien…, ahora tengo pareja, tengo un bar.

    –Excelente.

    –Sí –noté a Same algo animado y le di una tarjetita del local-. Tienes que venir un día y nos tomamos un café. Camila es admiradora tuya y no se ha perdido ninguno de tus programas.

    –Me acercaré. O quizás te llame por teléfono. ¿Tienes coche?

    –Un C3.

    –Suficiente -el autobús se acercaba siguiendo a una furgoneta de reparto del pan. La temblorosa mano de Same me tiende la película.

    –No, quédatela. Te la regalo –le digo sin pensármelo, y suponiendo que habría disponible alguna copia en cualquier parte.

    Same coloca el dvd debajo de un brazo. El autobús frena a su lado. La puerta se abre y él pone el pie en el estribo, se vuelve y exhibe aquella sonrisa tan suya, levantando una ceja que ahora no existe.

    –Gracias por el regalo. Hoy mismo volveré a ver de nuevo a Tarkovski, amigo Castro, pierde cuidado.

    La puerta del Número 9 se cierra. Doy un paso.

    –Cúrate. Mírala y cúrate, si quieres. La Zona está por todas partes.
    Same agita una mano. El autobús se va.

    —-

    Al llegar al bar, lo primero que hice fue hablarle a Camila de este encuentro. Ella estaba en el surtidor de cerveza tirando unas cañas. Le dije que acababa de encontrarme con Same, que parecía muy enfermo.

    –Se le cayó todo el pelo, pero Same va a curarse –le dije a Camila.

    –Same es un hacha –dijo ella, y la espuma bajaba por el vaso.

    –Enfermó del ego. Tenías que haberlo visto; se le disparó el ego. Pero va a extirparlo. Muy pronto veremos entrar por esa puerta al gran Same, ya verás.

    –Pobre hombre.

    –Same es muy perspicaz y si se pone lo logra. Yo estudié con él.

    –Fue muy guapo.

    –Te apartas y la providencia se encarga de todo. Así de simple es si comprendes, si sabes humillarte. Es fulminante.

    –Sí.

    Camila coloca distraída las cañas en la bandeja y se va a atender una mesa. Es sábado, la hora del vermú. El bar está empezando a moverse. Un rayo de soy entra por el ventanal. Me acerco a la puerta. Afuera pasea la gente. La lluvia es puro oro.

  20. carlos dice:

    CIEN SIRENITAS

    Por la tarde a primera hora la niebla remontó lentamente las islas Cíes y se desparramó como un deshilachado manto blanco por toda la ría. Del embarcadero del Náutico sobresalen tan solo las jarcias de un velero inglés que se apresta a dar la vuelta al mundo. El puente colgante de Rande, esbelto y fantasmal, flota a lo lejos entre bruma. Es año viejo.

    Apoyo los brazos en el alféizar de la ventana, cierro los ojos. ¡Brooo…! La gruesa bocina de un barco mercante invisible avisa con temor.

    Ahí vienen. Son unas cien sirenitas que se adentran en la ría por Cabo Home, costeando entre dos aguas. Expelen el aire con suavidad para minimizar los borboteos en la encalmada superficie del mar. Las más pequeñas del grupo se mueven excitadas porque llevan unos cuatro meses sin jugar, y encontrarse con esta niebla tan densa ha sido para ellas una bendición. Pero las sirenitas instructoras y las mayores no las pierden de vista y les recuerdan que han de atenerse a los movimientos de todo el grupo. Está claro que la ría volverá a quedarse desnuda en cuanto sople el primer céfiro del atardecer.

    Ella, la más hermosa de las pequeñuelas, es la primera en ponerse a dar saltos por el agua. Sus amiguitas la siguen y juntas retozan a sus anchas entre algas y caracolas y galeones españoles sumergidos con las bodegas repletas de los tesoros de las veinte mil leguas de viaje submarino. Ella, la adorada, asciende en espiral feliz y sale a superficie con un escudo de oro en una mano y lo muestra a sus compañeras pegándolo al lóbulo de una oreja. Les pregunta qué tal le sienta. Oh, de maravilla, dicen las pequeñuelas. Es una moneda resplandeciente, con el grabado de un men de nariz trasteada y pelucón. Una instructora se acerca y le dice a la guapísima que entierre el escudo de oro en donde lo encontró, cosa que ella hace lanzándolo al aire y buceando tras él. Después, las pequeñas prosiguen retozando por muelles verdes y atarazanas y fuertes abandonados y playas blancas. La tarde se les echa encima.

    Una gaviota extraviada se acerca al grupo, graznando y con malas pulgas. Pero la pizpireta emerge por sorpresa y da un manotazo al agua y la gaviota recibe un buen remojón. Las pequeñas se ríen y saltan de felicidad y las sirenitas instructoras chitan con un dedo en los labios para que no alboroten tanto.

    ¡Brooo…! Doy un respingo en la silla, se me cae el bolígrafo al suelo. La atronadora bocina de ese mercante invisible incordia y me pide pelea. Enciendo el flexo. “El Polo Norte se derrite. Salva a las sirenitas”, proclama la pantalla del ordenador con insistencia. Durante un rato corrijo un documento de texto, lo envío a la impresora y me voy a la cocina. Mientras pongo la cafetera al fuego me viene a la mente lo que me pasó hoy por la mañana: estaba yo con la caña pescando tranquilamente desde una roca en la costa de Bayona, y un delfín se acerca y se me queda mirando con sonrisa de cabroncete bien peinado. ¿Qué pasa, golfiño?, le pregunté.

    –Ji, ji, ji.

    –¿Ji, ji, ji? Lárgate, anda, que me estás abalando la pesca –le dije recogiendo línea.

    –Ji, ji, ji –y se largó. Yo aún seguí un par de horas lanzando y buscando nuevas posturas, pero no pesqué nada. De manera que, un año más, me llevé el tradicional capote de año viejo.

    Hum, qué bien huele el cafelito que me llevo a la ventana… La niebla se deshace en jirones y allá abajo veo a las sirenitas. ¿O son golfiños? Enfoco el telescopio y las veo. Son ellas; puedo contarlas. Son treinta, si…, en efecto. Me voy a la mesa y tomo el texto que acabo de largar a la impresora. Tacho con el bolígrafo la palabra cien del título y encima del tachón manuscribo en mayúsculas la palabra treinta. Treinta sirenitas.

    La tarde se rasga por la boca sur de la ría: desde una nube cae un abanico amarillo limón sobre el horizonte de lentejuelas. Veo que las instructoras organizan al grupo en un pis pas y se lo llevan a las profundidades. Pero ella, la admirada, permanece en superficie contemplando el olivo del Paseo de Alfonso, engalanado con las luces de la Navidad.

    –Eh –le susurro moviendo una mano-, que te estoy espiando por el catalejo, vete, no seas tonta.

    “Hazle caso, Revoltosa, únete al grupo”, mentan desde el fondo las instructoras con dulce voz.

    Regreso rápidamente a la mesa. La pequeña presumida se llama Revoltosa –escribo en el pc-, y navega en uno de los dos grupos de sirenitas que huyen del Polo Norte, donde apenas queda hielo bajo el que esconderse. ¿Pero esconderse de quién, o de qué? Esconderse de los men, como es natural, responden las sirenitas instructoras y las mayores si se les pregunta. Y añaden muy serias: “Los men aún no son seres del todo, porque o son machos o son hembras, pero no están completos individualmente…” A finales del pasado mes de agosto media docena de sirenitas se quedaron atrapadas entre los hielos que se derrumbaban a su alrededor, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en una zona de mar abierto al alcance del sonar de los barcos de los cazadores de focas. Este hecho, aunque aislado, causó una gran conmoción entre todas ellas. La hora de abandonar el Norte había llegado, no quedaba otra. Las instructoras calcularon que en poco más de diez meses de irregular y tranquila navegación llegarían a la Antártida durante el invierno austral, con oscuridad bastante para buscar con calma un refugio entre las cuevas y galerías de hielo del continente. Decidieron que marcharían por los dos océanos. Revoltosa, la presumida, navega en el grupo del Atlántico, como se puede ver.

    El cielo está estrellado, la noche es oscura. Me acerco a la ventana con una cerveza en la mano. En la playa de Samil muchos men juegan alrededor de un gran fuego. A medio kilómetro ría adentro, las sirenitas regresan a la superficie tras reponer fuerzas dormitando entre dos aguas. Un petardo sisea en espiral y estalla dibujando una margarita anaranjada sobre los pinos de la playa.
    “Son cachorros, en su mayoría”, mentan las instructoras. “Nos acercaremos y costearemos hasta alcanzar mar abierto, pero que nadie se aparte de la oscuridad… ¿Entendido, Revoltosa?”

    Revoltosa se las había ingeniado para navegar a babor del grupo y viraba furtivamente hacia la hoguera. El fuego por momentos refulgía y ella oía las risotadas y los gritos de los men. Lograba ver el esqueleto de una barcaza medio enterrada en la arena blanca. Los cachorros le astillaban a patadas las cuadernas para echarlas al fuego. Ella, que se hallaba en la frontera entre el resplandor de la hoguera y la sombra de la noche, no se imaginaba que los men pudiesen mentar tan fuerte. Su boca se llenó de saliva. Se zambulló en espiral, recogió un puñado de conchas del fondo y regresó a superficie siguiendo los globitos que habían quedado atrás. Extasiada, dio un gran salto y se contorsionó en el aire soltando una lluvia de conchas a su alrededor. Algunos men advirtieron que algo extraño ocurría en la zona de oscuridad y se acercaron a la orilla. Revoltosa giraba otra vez en el aire y se despanzurraba en el agua.

    –¡Un golfiño, es un golfiño!

    Una cachorra escuálida de labios repintados de carmín se descalza los tacones y se desnuda y entra corriendo en el mar. Alcanza a nado la oscuridad y bracea por allí en un amplio círculo, pero no encuentra nada. Empieza a imaginarse cosas raras, como que un congrio está subiendo desde las profundidades y la cachorra presiente un calambre en una pierna; estira el cuello y empieza a gemir como una perrita asustada. Está tan oscuro que ni siquiera puede verse las manos. Chapotea. Revoltosa percibe las mentaciones de pánico y rodea a la hembra, que grita con todas sus fuerzas cuando ve la enorme cola con escamas que se le acerca brillando bajo el agua. Revoltosa pasa su gran cola de pez por debajo de los pies de la cachorra y la aúpa a la cresta de una ola que la transporta envuelta en espuma hasta la orilla. Los men tiran piedras a la oscuridad. Revoltosa salta y esparce conchas a su alrededor. Una piedra perdida le da en el labio y empieza a sangrar por la nariz.

    “Amadísima, ven con nosotras”, mentan al unísono las sirenitas.

    La adorable, desorientada y herida, cierra los ojos y se deja guiar hasta una gruta tan alta como una catedral de hielo que hay en el fondo de la ría. Las sirenitas se agrupan en formación esférica a su alrededor y la cubren con mentaciones de cariño. Ella sonríe y la boca ya no le duele ni le sangra la pedrada. A continuación, las instructoras le recuerdan a todo el mundo que ninguna sirenita deberá comprometer de nuevo la seguridad del grupo alejándose de él. Y a las amiguitas de la coqueta les indican que se retiren al fondo de la cueva porque ha llegado la hora de que Revoltosa se haga adulta.

    “Pero yo no quiero ser adulta”, protestó la mimosa. “No quiero”.

    Se hallaba en el centro de la esfera formada por instructoras y mayores. Lentamente, la esfera giraba.

    “Los men son capaces de matar”, mentó la esfera viviente, “sííí…, son capaces…”

    “¿Qué es matar?”, mentó Revoltosa frunciendo el ceño. Tenía que ser una cosa terrible pues las caras de instructoras y mayores mostraban muecas de tristeza y dolor que ella nunca les había visto.

    “Sííí…, son capaces…” La esfera viviente tomaba velocidad.

    Revoltosa está entre miles de men, sentada en la grada de un polideportivo, ante la pantalla gigante de una televisión en la que un encapuchado agarra del pelo a un men arrodillado a sus pies y con el cuchillo le corta la cabeza y la muestra a la cámara. Los men del pabellón se quedan paralizados y mudos. Revoltosa no es capaz de cerrar los ojos.

    Un cazador de focas se desabrocha el cinturón de su pantalón en una habitación cerrada. Con el cinturón en la mano escupe al rostro de un niño, que se orina de miedo y empieza a correr alrededor. El cazador le marca las piernas a cintolazos. Revoltosa intenta cerrar los ojos y murmura: “por favor, por favor…”

    Por favor, por favor. La esfera pierde velocidad. Instructoras y veteranas rompen la formación. Van de un lado para el otro mirando de reojo a la bien querida. Las pequeñas siguen en el fondo de la gruta y cuchichean apiñadas. Revoltosa las ve, les sonríe con compasión, se impulsa y se une a la pausada navegación de las mayores.

    Las doce campanadas del año viejo ya están aquí. El teléfono suena entre estallidos de bombas de palenque.

    Envío el documento a la impresora. Voy y cierro la ventana. Ordeno los folios y los guardo en una carpeta de color vino. Salgo a la calle y marcho bajo las palmeras. Un petardo anaranjado sisea y revienta con gran estruendo en la persiana de chapa de una oficina de empleo. Unos chavales delgados cruzan el semáforo de Colón apurando el paso. La noche es agradable. La gente con la que me cruzo habla en voz muy alta y se carcajea. Estoy seguro de que sus mentaciones son maravillosas. Levanto la cabeza al cielo mientras camino: ahí arriba, en ese jardín de eterna conciencia, florecen luminarias y astros infinitos. El periplo hasta el continente antártico no deja de ser una aventura arriesgada, y eso las sirenitas lo saben. Los men hemos conquistado la superficie de este pequeño globo y cualquier derrota de navegación es peliaguda, sobre todo para los seres que nos resultan extraños.

    Pues bien: en la madrugada del 1 de enero las treinta sirenitas, sin otros incidentes dignos de mención, abandonaron la ría de Vigo costeando por la bocana sur, rumbo a Portugal. Y a estas horas calculo que siguen navegando, con fe y bondad, por ese brillante océano de zafiro. Buen viaje, hermosísimas.

  21. carlos dice:

    EL VASO DE ORO

    Había dos vasos en la mesa.
    Mamá mojaba los dedos en el vaso de agua,
    los sacudía sobre la ropa arrugada
    y pasaba la plancha canturreando.

    De vez en cuando Mamá bebía del vaso de oro.
    Cuando se vaciaba, lo llenaba con el tetra brik
    de cartón verde que guardaba al fresco en el cobertizo.

    El vaso de agua para planchar lo llenaba
    con agua del pozo.

    Yo gateaba por el suelo.
    Yo repetía con voz de pito:
    tatá-tatatatá…
    y me metía por debajo de la mesa,
    o me iba pasillo adelante, o me escondía detrás de las puertas…
    Yo aparecía entre las piernas de Mamá.

    Las pantorrillas de Mamá
    tenían unas venas azules muy bonitas.

    Una vez, acerqué las manos y la boca
    y chupé una vena azul.
    Mamá se agachó y me levantó hasta
    la bombilla del techo.
    Me besuqueó diez veces,
    ay, ay, ay, qué felicidad…
    Yo hacía globitos con la boca
    y Mamá frotaba su nariz en mi barriguita, ay, ay, ay, ay…

    Éramos muy felices.

    Cada atardecer un rayo de sol entraba por la ventana.

    El vaso de oro resplandecía en su esquina.
    Era muy bonito.

    La vida con Mamá fue muy bonita.

  22. Carlos dice:

    DILES QUE EXISTÍ

    La jornada había sido larga. Calurosa y larga.

    –Yo, lo que pasa es que soy una mujer complicada. Toda la gente que me conoce me lo dice: tú es que eres una tía muy complicada.

    –Ya –dije sin levantar la cabeza. Yo llenaba las neveras agachado detrás del mostrador.

    –Fue aquí, en esta esquina de la barra donde estoy ahora –la mujer complicada morreó el gollete de su cerveza intentando calmar la sed-. Aquí entré por primera vez en un bar, con mi Teo, y me senté en este taburete. ¿Cuántos años hará de eso?

    –Una barbaridad.

    Se llama Sandra. Hace una semana que regresó a la ciudad y acaba de instalarse; hoy ha venido a hacerme una visita. Se pasó toda la noche dándole la vara a todo quisque para que la invitasen a una cerveza. Espanta a la clientela. Los tres fulanos que quedaban en el bar al final se largaron masajeándose la frente con los dedos.

    –Tú eras un mocoso; eras un empleado y estabas asustado detrás de la barra. Me serviste mi primera cerveza, lo recuerdo como si fuera ahora. ¿Y sabes adónde me llevó luego mi Teo? A la discoteca Los Lagartos. Yo tenía quince años, poco más joven era que tú, ¿te imaginas? En la discoteca Los Lagartos oí yo al Manolo García por primera vez. Libro, nube, y otra vez a empezar, lala-lala, lalalá… al oír esa canción comprendí porqué nunca me había gustado el colegio.

    –Recuerdo que sacabas buenas notas –dije pasando un paño por el interior de una nevera vacía.

    –Mi Teo me desvirgó aquella misma noche con esa canción: me llevó en el coche al monte de El Castro y me desvirgó allí. Aquellas sí que eran canciones. ¿Qué fue de aquel tío? ¿Se murió?

    –Sigue cantando.

    A primera hora de la mañana tendría que hacer una llamada para que me enviasen un barril de cerveza. A la peña le daba ahora por beberse la birra en jarras de litro y medio. Ya me había comprado una caja de aquellas jarras. Uno veía desde detrás de la barra que la crisis se estaba yendo por el desagüe y había que estar preparado para lo que entrase por la puerta. De todos modos, un par de neveras más no me vendrían mal para llenarlas con tónicas y coca-colas. ¡Cerveza en jarras de litro y medio! Y los tíos y las tías se mataban para ver quién bebía más. En las calles ya olía a calor y el verano estaba a la vuelta de la esquina.

    –No me apetece nada irme para mi casa –Sandra se sentó en un taburete al lado de la puerta. Éramos los únicos que quedábamos en el bar, eran casi las tres y media de la madrugada, otra vez era lunes-. Y si me echo a dormir después de que salga el sol entonces tengo pesadillas. Me quedo sentada en una silla de la cocina y cabeceo, y por eso tengo estas ojeras y la cara hecha una hamburguesa, tío. Una vez durmiendo panza arriba en la cama soñé que una araña se descolgaba del techo y me caía en la cara. Yo empecé a patalear y a abofetearme y resulta que me desperté intentando ahogarme a mí misma y chillando, y la araña era yo. Menuda putada.

    –Kafka.

    –¿Qué?

    –La transformación. Dos neveras de segunda mano es todo lo que necesito. Eso es un cuento de Kafka

    –¿Un cuento? Y un güevo, tío. Fue tan real como la vida misma. Me pasó a mí después de meterme por lo menos una caja de cervezas y dos gramos de farlopa. Fue al poco de morirse mi Teo, y yo no había cumplido ni los veintiuno. Es hoy y reviento. Ponme otra cerveza, hazme el favor.

    –Voy a cerrar, Sandra.

    –Pero ponme una birra, tío, ¿te debo algo yo a ti, eh? Antes bien que corríais todos detrás de mí para que os la chupara. Pero cuando vivía Teo no teníais los santos cojones de acercaros ni a un kilómetro de distancia. Ponme una birra, tío, por los viejos tiempos.

    Descorcho una cerveza y se la coloco delante. La puerta está abierta de par en par y no hay luna. Pero las farolas de la carretera iluminan toda la playa y desde aquí puede verse cómo la espuma de las olas sigue llegando una vez y otra vez. Apago las luces. Dejo encendido el pequeño led del mostrador. La luz de la mesa de billar, al fondo, hay que apagarla tirando del cordón de la lámpara verde colgada del techo. Me acerco al sifón y tiro una caña. Sandra acaba de salir y se sienta en una de las mesas de piedra de la terraza y apoya los tenis rosa sobre el banco. Paso de largo, pongo un pie en un tronco de la barandilla.

    –No hay nada más relajante que cerrar los ojos y oír la resaca del mar en una playa de arenas blancas – dice Sandra-. Ahora con la carretera y las farolas, incluso podría leerme un tebeo a estas horas. Nosotros teníamos que subir y bajar por el camino con linternas para no matarnos…

    –No quedó tan mal. La playa está iluminada y cuando llegue el verano la peña podrá estirarse y dormir la curda en la arena.

    –Este bar era una caseta de estacas que se hundían en la duna que había aquí. ¿Qué hicieron con ella, tío? Tú y yo tuvimos la suerte de conocer todo esto tal y como se mantuvo durante millones de años hasta que se presentaron los del ladrillo. Mira ahora aquellos edificios que plantaron encima de las rocas al lado del agua, y los chalets al otro lado de la carretera, el paseo, el relleno. Cemento, cemento… Pero debajo del hormigón hay un ser vivo. Hoy la gente se piensa que los americanos pusieron un motor muy fashion en los mares del sur para que las olas lleguen a las playas y lo hagan todo muy bonito. Me apuesto lo que sea, tío.

    Yo veía que Teo caminaba por la playa y se quitaba los tenis y bajaba por la arena en camiseta y se metía en el agua con los pantalones que le venían grandes. Podían contársele las costillas a Teo, tanto por delante como por la espalda. Al final pesaba poco más de cuarenta kilos, si es que llegaba a ellos. Estoy viéndolo, a Teo, meterse en el agua.

    –Estoy viendo a Teo en el agua –dice Sandra entrando en mi propia alucinación-. Fue una noche de luna grande y clara. Se metió y nunca más se supo de él. Se metió sólo con los pantalones y la mar los devolvió por la tarde. Los encontré yo y un madero me los quitó de la mano… ¿Tío, por qué se muere la gente?

    –¿Tú cuánto pesas, Sandra?

    –¿Tan delgada me ves? ¿Por qué me lo preguntas?

    –Yo necesito un par de neveras; es todo lo que necesito. La ola está aquí otra vez.

    –Tenemos mucho de qué hablar, pero nada que decirnos, tío. A mí la ola me da lo mismo, que se venga o que se vaya. Yo por las noches pienso en Teo y le digo que venga a buscarme. Hablo con él… Un día cualquiera, una madrugada, te voy a dejar mis vaqueros y la camiseta encima de esta mesa de piedra en la que estoy sentada y me meto en el agua sólo con mis bragas rojas. Cuando suba la marea podrás verlas desde aquí. Son rojas y se acercarán flotando a la playa.

    –Sandra, cambia de rollo.

    –Las cuelgas en el bar, en cualquier parte, durante veinticuatro horas, tío, ¿qué te cuesta?… Escribes encima, con un rotulador en letras grandes: SANDRA, y las dejas colgando por lo menos una noche, para que todo el mundo sepa que existí, por lo menos… Y si alguien te pregunta quién era esa SANDRA, no me dejes quedar mal, tío… Diles que yo no era mala persona…

    –Terminaremos los dos llorando a moco a tendido. O dejas de beber o dejas de barrenar, una de dos, pero corta el rollo.

    –Mira que estuve en cantidad de sitios… Después de morirse mi Teo me fui a Las Palmas. Por cierto, te mandé una postal desde allí… Después aún rulé por el sur, por todas partes… y en todas partes era lo mismo: las mismas caras, las mismas sonrisas, los mismos colmillos… Y aquí me tienes, al fin en casa y dando la vara. Pero me alegro de haberte encontrado vivo… Soy una náufraga, colega, una náufraga con más de cuarenta tacos encima… Y tú, ¿por qué no te volviste a casar?

    –¿Qué más da?

    –A lo mejor lo que necesitabas era una mujer que te dejase en paz. Es lo que necesitáis los tíos, pero eso no puede ser; no es biológico, ¿comprendes?

    Aparté el pie de la barandilla y bebí un trago largo de cerveza. Recuerdo que le dije a Sandra:

    –Voy a apagar las luces de dentro.

    –Tío, ¿quieres que pase la escoba por la terraza?

    Golpeé el mostrador con los nudillos. ¿Dónde podría hacerme con dos neveras de segunda mano, baratas…? Me dirigí hacia la mesa de billar. Recogí tres tacos y los encajé en la percha. Tiré del bramante de la lámpara y quedé a oscuras. Noté que Sandra permanecía silenciosa. Me quedé a la escucha.

    –¿Sabes qué me gustaría? –su voz sonaba lejana, como si en aquel momento ella bajase hacia la playa por la escalera de troncos medio enterrados entre los juncos-. Me gustaría que hubiese un apagón ahora y que todo volviese a ser como siempre.

    Esperé que siguiese hablando. Me di cuenta entonces de que Sandra había dicho todo lo que quería decir. Salí a la terraza y encima de la mesa de piedra encontré sus tenis rosa, sus vaqueros y su camiseta blanca con aquellas letras rosas: “born to be sexy”. Las huellas de sus pies se perdían en el mar siguiendo las que Teo había dejado mucho tiempo atrás.

    A día de hoy, el cuerpo de Sandra no apareció todavía. Sus bragas rojas regresaron al día siguiente flotando en la marea del atardecer. Yo las vi desde la terraza, tal como ella me dijo, y bajé a recogerlas. Un buzo de la guardia civil me las quitó de la mano y me preguntó dónde las había encontrado.

    Las dos neveras quedaron en traérmelas el viernes a primera hora.

  23. carlos dice:

    EN EL ENTIERRO DE LA TIITA

    –Yo le decía: no vayas. Se lo repetí cien veces: no vayas.

    –Sí, abuelo.

    –Pero no me hizo ningún caso. ¿Qué necesidad tenía él de ir? ¿No era su obligación proteger a su mujer y al capital?

    –Sí, abuelo.

    –Todos los campos que ves y los sembrados de almeja de la playa eran suyos. Anda, déjame en el suelo que ya me encuentro mejor.

    –Yo puedo subir hasta casa con usted a la espalda –le dije-. En serio que puedo, abuelo.

    –Ya sé que puedes. Tú eres fuerte, como lo fueron tus padres. Da gusto verte. ¿Cuántos años tienes?

    –Más de quince; voy para los dieciséis años, abuelo.

    En el castaño gorjeaban los pinzones. Por los campos subíamos el abuelo, yo y nadie más. Al abuelo se le había metido en la cabeza que la mejor manera de no hablar con la gente era salir por la puerta de atrás del cementerio, pero las suelas de los zapatos recién comprados para asistir al entierro de la tiita le resbalaban en la hierba amarilla y seca de los campos de agosto. A cada paso que intentaba, el calzado se le escurría y tenía que apoyarse en la ladera con las palmas de las manos. Así que tuve que subir con él a cuestas. Eran casi las siete de la tarde y el sol anaranjado de la ría nos pegaba fuerte en la espalda.

    –Acércate a ese castaño y ponme en el suelo, que quiero descansar un rato.

    –De verdad que puedo, abuelo. Es mejor que subamos a casa y se echa usted en cama.

    –Déjame debajo del castaño. Me recostaré en el tronco y roncaré unos cinco minutos. Será bastante; tú me despiertas. A partir de aquí la pendiente se suaviza y subiré caminando a tu lado.

    El abuelo me apretó suavemente la garganta; le solté las piernas y eché mis manos a sus brazos para apartárselos. Hizo pie en cuanto dejó de ahogarme, y se quitó la chaqueta y la tendió en el suelo y se sentó sobre ella, a la sombra del castaño. Veíamos que aún quedaba bastante gente charlando ante el portalón del cementerio. La tiita Mucha era una persona muy querida. Acababa de cumplir los cien años –todo el mundo se preguntaba cómo había podido durar tanto, con toda aquella vida de sufrimiento que había llevado- y era la hermana gemela del abuelo Mala Hierba Nunca Muere. El abuelo estaba seguro de que la gente que todavía permanecía a las puertas del cementerio no dejaba de observarnos.

    –Mira ésas con qué descaro nos miran.

    –No nos están mirando, abuelo –le dije limpiando los cristales de mis gafas.

    –Dime: ¿tú me viste a mí borracho alguna vez? Sé sincero.

    –Nunca –le dije, y era verdad.

    –Pues a esas harpías yo las escucho desde aquí y ya están diciendo que me presenté borracho perdido en el entierro de mi hermana, y tú, mi pobre nieto, tuviste que cargar conmigo monte arriba… esas harpías del grupito más grande se han puesto todas de espaldas a nosotros, ¿las ves?

    Aquellas cosas a mí no me interesaban. Lo que yo quería era cumplir la edad para sacar la cartilla de una vez por todas y enrolarme en cualquiera de los barcos que partían a diario del puerto de Vigo. Los campos eran mis enemigos, pues no harían más que encadenarme a la tierra. Yo tenía pensado hacer un poco de dinero en la mercante para comprarme luego en Francia un velero de segunda mano y comenzar la vuelta al mundo en solitario, lejos de guerras y de líos.

    –¿A qué tenía él que ir? –refunfuñó el abuelo-. Pero, no: se metió una barra de hierro en la manga de su chaqueta y marchó en medio de los otros hacia el ayuntamiento. Y cuando empezaron los tiros, fue de los primeros en caer. Casi ni dio tiempo a enterrarlo, porque sin darnos cuenta nos habíamos metido de cabeza en una guerra civil. Yo estuve en esa guerra, en el cuartel de Hernán Cortés en Zaragoza, en La Almunia de Doña Godina, Belchite… -el abuelo hundió sus cobrizos dedos en la hierba y arrancó un terrón verde y negro y lo moldeó con su mano como si fuese masilla-. La tierra allí se deshace en tu mano y se te escurre entre los dedos como un polvo seco que ni siquiera mancha. A la gente hay que enterrarla hondo. No hay mar. Fue lo primero que busqué con la mirada al llegar a Aragón, pero la mar no aparece por más que busques. Es curioso: si Franco hubiese perdido la guerra, la tiita sería la viuda de un héroe; pero la guerra la ganó Franco y la tiita se convirtió en la viuda de un rojo…

    –Abuelo, usted sabe que lo que yo siempre quise fue enrolarme en la marina mercante.

    El abuelo se quitó la corbata, la enrolló en una mano y la tiró, y la corbata se quedó colgando de una rama del castaño.

    –Creo que no comprendes… A la tiita había que protegerla del primer desgraciado que se presentase a pegarle cuatro tiros para quedarse con los campos de su marido. La misma mañana de mi llegada del frente recuerdo que se lo dije, al lado de la higuera: ahora eres la viuda de un rojo, Mucha. Te guste o no, eres la viuda de un rojo. Y ella lo entendió. Fui a presentarme al gobierno militar y después nos fuimos la tiita y yo a la casa del notario, y los campos, los caballos, los sembrados de almeja, todo, lo pusimos a mi nombre. ¿Me estás escuchando, hijo?

    –Sí, abuelo, ¿pero por qué no le devolvió usted los campos a la tiita cuando Franco se murió?

    La corbata se escurrió de la rama del castaño y cayó al suelo. El abuelo se estiró, la recogió y se la colgó del cuello.

    –Tú aún no habías nacido… Cuando se murió Franco nada estaba claro y no se sabía por dónde iban a ir las cosas y hubo que esperar a que todo se despejara –la cabeza del abuelo se movía hacia los lados-. Y después…, pues después ya no se los devolví porque estos campos y todos los campos del mundo están infectados de codicia, por eso.

    En los cuartos de costura, en las sobremesas de los cumpleaños, en cada reunión improvisada en la que se le daba un repaso a los viejos tiempos, siempre se abordaba el tema de la tiita Mucha. La tiita Mucha ya era como la tiita de todos los del pueblo. Las viejas recordaban aquel día en que la tiita se encerró por primera vez. Fue al salir de firmar del notario: se metió en casa y se quedó mirando durante dos días a través del cristal de la ventana. Nadie volvió a oírla decir una palabra.

    –En el pueblo dicen que si usted le hubiese devuelto el capital a la tiita ella hubiese vuelto a sonreír.

    –No me digas eso; hijo, no me juzgues como hace esa gente. Aun estando a mi nombre, la tiita podía haber hecho con el capital lo que le diese la gana, y ella lo sabía. Mira: Ramiro, el de la casa de comidas de la carretera, vino a verme fumando su habano con la intención de comprarme el prado del monte para conducir hasta allí la carretera y abrir un restaurante-mirador. Yo le dije que eso él lo tenía que hablar con la tiita. Fuimos a su casa y nos recibió en la puerta sin invitarnos a pasar, y después de no decir palabra y de escucharnos educadamente cerró la puerta con suavidad. Y allí mismo le dije yo a Ramiro que si la tiita no pronunciaba palabra, yo tampoco tenía nada que decir. Y no vendí. Y la tiita escuchaba detrás de la puerta. Así que ella sabía que podía disponer como quisiese del capital. Ahora que su cuerpo aún está caliente, escúchame una cosa: Ramiro volverá fumando su habano a buscarme en un mes, ya verás, y mi respuesta será la misma. Y estate preparado porque cuando yo muera vendrá a hablar contigo. Los ramiros del mundo entero son incansables, insaciables.

    –Usted sabe que lo que yo quiero más que nada es enrolarme en la mercante.

    –Ya lo sé, hijo. Quieres escalar la luna y te comprendo.

    El sol de la ría se había tornado rojo. Todo el ajetreo del entierro de su hermana había fatigado al abuelo. Recostó su espalda en el tronco del castaño y las manos le cayeron flácidas sobre sus piernas y empezó a respirar hondo con la cabeza inclinada sobre la camisa. Los pinzones reiniciaron sus gorjeos por encima de los ronquidos del abuelo.

    Me senté en la hierba y miré cómo la gente se metía en los coches y abandonaba el cementerio. Algunas mujeres hacía rato que marchaban con lentitud carretera arriba enganchadas del brazo. Unos hombres caminaban hablando, se detenían, señalaban los campos y la ría y seguían caminando. Pasó revoloteando un murciélago. La marea estaba baja y los sembrados de almeja se distinguían perfectamente. Ya había que colocar algunas piedras de las lindes en su sitio pues el mar de fondo las acunaba. Una vez el abuelo me dijo que los vikingos desembarcaron en esta playa y atacaron el pueblo por sorpresa, y después huyeron con barrilitos de vino tinto y mujeres desmayadas debajo del brazo. Se alejaron en el barco y antes de abandonar la ría, las tiraron por la borda y las mujeres regresaron, unas a nado y otras abrazadas a los barriles llenos de aire.

    Yo miraba los rayos del sol rojo cayendo sesgados en la playa. La raposa se acercó al agua seguida de tres cachorrillos espabilados; estañeé y ya no estaban. El nicho de la tiita Mucha se quedaba solitario y escondido entre coronaes de flores, en la umbría. El abuelo empezaba a gruñir y a sacudir las manos. Estaba soñando en voz alta y no se le entendía lo que decía. Entonces despertó bruscamente y quedó como pasmado mirando para mí.

    –¿Se encuentra bien, abuelo?

    Entornó los ojos, y al caer en la cuenta de que era yo quien le hablaba, se pasó el dorso de una mano por la boca y me preguntó:

    –Hijo, ¿tú crees que una bala puede perseguirte durante casi ochenta años hasta dar contigo?

    Yo le dije:

    –No lo creo. Pero esa es la pesadilla que usted tiene a menudo, abuelo.

  24. carlos dice:

    BEATUS ILLE

    Mamá dice que la televisión sólo habla de la gran catástrofe que acecha en nuestras mentes y en nuestros corazones. En casa ya no se puede ver la tele porque está casi todo el rato apagada. Para mí, mejor. Ahora paso todo el tiempo que quiero con Chico. Mamá se sienta a la puerta de casa con las amigas a tomar el sol por las tardes, y el abuelo se encierra en la bodega y se entretiene doblando a martillazos una chapa de metal que luego endereza otra vez para ver cómo queda.

    Hoy salí temprano al monte. El sol es blanco, el día es tranquilo; estoy en el bosque de la bruja y encuentro en la hierba una vaina cónica de eucalipto. La aprieto con las yemas de los dedos. Es blanda y la llevo a la nariz. El aroma es verde, el bosque es verde. Son las diez de la mañana. Quien la haya conocido, recordará que la casa de la bruja está ahí delante, sepultada entre las zarzas, aunque sólo quedan sus cimientos. Me acerco y me meto con cuidado entre los espinos y llego hasta el cerezo que crece en medio. Me muevo con lentitud porque no quiero pincharme, pero logro alcanzar nueve cerezas rojas y brillantes. También me las guardo en el bolsillo. De reojo veo saltar una mancha amarilla de una rama a otra. El abuelo dice que desde hace cuarenta años nadie ha visto por aquí una oropéndola. Pero el otro día yo vi volar por el monte un pájaro amarillo. Debe de ser este mismo.

    Los rayos del sol, brillantes y afilados como espadas, caen entre los árboles. Me abro paso a través de ellas y salto al camino. Por aquí han cortado los eucaliptos y esta zona ahora es muy luminosa. Me encuentro ante una bonita panorámica de la ría y me siento en una piedra. Al fondo, más allá de Redondela, contemplo una montaña difuminada de gris, atrás de todo. Si ha llovido, entrecerrando los ojos pueden vislumbrarse, como ahora mismo, los molinos de viento de la cima.

    Llego al cruce de Gondesende. El sol blanco de la mañana me deslumbra. Uno de los caballos de los gitanos anda suelto y se acerca. Es castaño, pero su melena rubia le cae por los ojos. Lo dejo que venga, le soplo la cabellera y le acaricio la nariz. Se llama Chico. Le pregunto qué tal está. Me dice, subiendo y bajando la cabeza, que está bien. Yo le doy unas palmaditas en el lomo. Chico siempre anda suelto por ahí; hace como yo. Por las noches cuando estoy en cama leyendo algún tebeo de ciencia ficción, oigo sus cascos detenerse delante de mi ventana; la abro y le pregunto a Chico qué tal está. Me dice que bien. Acerco la mano, le acaricio la nariz y susurrando le pregunto si tiene frío. Me dice que no. Le froto la testuz; le digo que se vaya a dormir, que yo voy a seguir leyendo, y él parte hacia el monte resoplando. Entonces, la luna se le sube poco a poco a Chico a la grupa y los dos avanzan entre los árboles dejando un rastro azul.

    Le muestro a Chico una de las cerezas que acabo de recoger en el bosque de la bruja. Mira, es más grande que un huevo de paloma, mucho más, le digo. Chico resopla en mi mano y estira los labios hacia la cereza, pero la deja. Mientras seguimos caminando le enseño también la vaina de eucalipto y Chico bufa. Se la doy a oler en mi mano y él aparta la nariz. Dos golondrinas zigzaguean a toda velocidad por encima de nuestras cabezas. Un gorrión pita en lo alto del poste del teléfono mirando hacia todas partes, a punto de saltar. Le digo a Chico que me espere, y yo entro en casa por la ventana.

    Con la uña del pulgar le hago una pequeña incisión y dejo la vaina de eucalipto encima de la mesa de la cocina. Por toda la casa se expande un fresco aroma a verde que a mamá le gusta mucho. Fuera, Chico piafa golpeando el suelo con cada mano sólo una vez. Es una señal para indicarme que mamá se acerca. Entro en mi habitación y meto dos cerezas en el fondo de un cajón de la mesilla de noche. Las otras siete cerezas las guardo en un bolsillo.

    –¿Adónde vas? –me pregunta mamá al sorprenderme saliendo por la ventana. (Si sales de casa por la puerta, todo el mundo te da los buenos días. Pero si sales por la ventana, te preguntan adónde vas).

    –A ninguna parte –le digo.

    –Pues acércate a la panadería de Tita y que te dé una barra de pan, que ya se la pagaré yo.

    –Tita a mí no me conoce. Dame dinero.

    –Te conoce, te conoce. Y no salgas a la carretera montando a Chico, déjalo en paz.

    –Es él, que le gusta ir al trote por el arcén y yo no voy a ir corriendo detrás para que la gente se ría de mí.

    –Y no vengas tarde.

    Chico y yo nos vamos. Mamá nos observa, cruzada de brazos. Le digo a Chico en voz baja: por la verde colina la luna llena camina.

    Chico resopla suavemente a mi lado y me da una cabezadita en el hombro. Con el pensamiento me dice:

    –Tú eres mi amigo.

    –Tú también –le digo yo.

    –Coge el pan y no te entretengas, ¿me oyes? –dice mi mamá a nuestras espaldas- Aléjate de la ciudad en seguida.

  25. carlos dice:

    GAJES DEL OFICIO

    Había una tormenta con aparato eléctrico sobre Vigo. Estábamos en el cuarto de las escobas una hormiga y yo cuando cayó un rayo y todo el edificio pareció estallar. A continuación oímos que en la calle empezaba a diluviar con rabia. En el último año sólo habían caído cuatro gotas y el pantano de Eiras ya se veía desnudo y cuarteado, por eso pensé que aquella agua nos vendría muy bien a todos. Un segundo rayo parpadeó por todo el apartamento y yo abrí la boca y me tapé las orejas con las manos. Gracias a eso el descomunal estallido que casi revienta todo el edifico no me reventó a mí los tímpanos.

    –Este cayó más cerca que el anterior, hormiguita -le dije al insecto para asustarlo más de lo que ya estaba. Di un largo trago de cerveza y estrujé con mi mano la lata antes de dejarla caer en la papelera-. Ah…, es el fin del mundo. Tenemos que amarnos los unos a los otros; amarnos como hermanos, se supone.

    Me dirigí a la cocina en busca de otra lata. A través de la noche pude ver las cortinas de agua cayendo en ondulantes ráfagas sobre las farolas de la calle. Abrí la nevera y cogí una cerveza. De regreso al cuarto de las escobas acerqué la oreja a la puerta del dormitorio y oí la profunda respiración de Pepa.

    –Pronto será Navidad y no he logrado escribir ni la primera frase -le dije a la hormiga sentándome a la mesa. Agarré el bolígrafo y ella se acercó a mi mano-. Escucha, bonita: hace más de dos meses me tocaron ocho mil y pico euros en la lotería, y después de pagarle mil setecientos a la hacienda pública, con los seis mil que me quedaban decidí realizar el sueño de mi vida: retirarme por una temporada a escribir esa gran novela que todos traemos debajo del brazo al nacer. Sí, tal como lo oyes. Yo anhelaba escribir una gran historia de amor, por supuesto. Me imaginaba huyendo con Pepa por las empinadas calles de esta ciudad, divinamente enamorados a la luz de la luna, perseguidos por una jauría de envidiosos que nos pisaba los talones. Me compré dos paquetes de quinientos folios y una docena de bolígrafos, cerré puertas y ventanas, despejé de cachivaches esta carcomida mesita de castaño y proclamé:

    –Estoy a punto de pisar un territorio de proporciones colosales –abro la lata, la acerco a los labios y doy un trago-. Ah…, y aquí me tienes ahora, jajaja, borracho perdido en medio de este temporal, hablando con una hormiga… Perdóname hermana, no me interpretas mal. Tú me haces buena compañía.

    La bombilla del cuarto de las escobas parpadea. La hormiga corre asustada a ocultarse en el cubilete de los lápices. Cae otro relámpago, pero el estallido nos llega esta vez desde afuera.

    –Los hermanos Grimm escondían un duende en el reloj de pared de su casa y por las noches lo soltaban -le digo a la hormiga-. Entonces, el duende entraba en el despacho y se ponía a escribir con pluma de pavo, manteniendo abiertas las ventanas de sus narices. Por la mañana los Grimm le daban un tazón de leche bien caliente y media docena de avellanas y volvían a encerrarlo en la caja del reloj. Después, a cuatro manos, ordenaban los papeles que a lo largo de la noche el duende había escrito con tumultuosas faltas de ortografía, las corregían partiéndose de risa y a otra cosa mariposa –doy un trago-. Ah…, pero tú, bella ingrata, te niegas a adivinar de qué te estoy hablando.

    Observo que la hormiga recorre el borde del cubilete y termina encaramándose a la goma rosa de un lápiz. Desde su mirador parece saludarme triunfante, moviendo antenas y manos. Enciendo un marlboro, doy una calada tranquila y suelto un rosco en aquella dirección. El humo flota en torno al lápiz y la hormiga se pone de puntillas. El rosco se expande y la atrapa mientras ella empieza a toser. Yo sonrío.

    –Una idea, presumida, no te pido más –la señalo con el pitillo-. Empapas tus patitas en una gota de tinta y te paseas por los folios en blanco que yo desparramo por la mesa antes de irme a dormir. Ni siquiera tienes que ocuparte de la prosa. Tú me perfilas los personajes y la trama y yo hago el resto.

    Estoy desesperado, amiga mía. Te necesito, porfa.

    –Toc, toc, toc –Pepa llama a la puerta del cuarto de las escobas.

    –¿Qué?

    –¿Con quién estás hablando?

    –Con nadie.

    –¿Estás fumado?

    –Bah. ¿Sales hoy?

    –Ha caído un rayo en el bosque.

    –(Chiiis. Es Pepa, hormiguita. Es un poco brujita. Se despierta a medianoche para salir por la ventana montando su escoba. Cuando no sale, se da una vuelta por la casa y de paso me espía). Chis, pequeña… Nunca he visto un gnomo, te lo aseguro. No sé ni la pinta que tienen, pero los gnomos ayudan a los artistas sin musa, ¿me comprendes? Trasnos, hadas, lechuzas, arbustos, fuentes, gatos… Un pirata con guantes verdes tramó de pe a pa La isla del tesoro, en una taberna de Dover. Oh preciosa, pero si el mismo Cervantes reconoció que el Quijote lo había escrito un árabe invisible llamado Cide Hamete Benengeli… No sé ni porqué hablo contigo de tantas cosas buenas.

    Me recuesto en la silla. Doy un trago. Soplo sobre la castigadora y ella ancla sus patitas en la mesita para no salir volando, y las antenas se le doblan hacia atrás.

    –El pelo así te queda tan bien… Échame una mano, orgullosa. ¿Quieres que me arrodille? Ya sé, ya sé que debí habérmelo pensado antes. Todo el mundo me lo decía: no dejes el chollo, mira que ocho mil euros no son nada. El dinero vuela. Escribe durante los fines de semana, no seas loco… –le doy una suave calada al marlboro y lanzo una bocanada hacia la pared de cal que tengo delante: la pared ondula y se traga el humo-. Pues mira que no era yo feliz moviéndome en zigzag por el barrio en la motocicleta de reparto de la pizzería… ¿Sabes que Muiños casi me descoyunta este brazo al estrecharme la mano en aquella memorable despedida ante la fachada del local? Me regaló una pizza recién horneada y una coca-cola para llevar, y me deseó suerte con la gramática. Así me lo dijo: chaval, a mí me pareces una buena persona y si quieres escribir, escribe, que yo te deseo toda la suerte del mundo con la gramática. Estas palabras tan extrañas, oh mi dueña, las soltó Muiños con su atronadora franqueza y cayeron muy bien entre la concurrencia, que las aplaudió. Recuerdo que de todas las empleadas presentes fue Pepa la única a la que no se le humedecieron los ojos. ¿Sabes lo que hizo ella? Cruzó la calle y se compró en el todo a cien de la esquina el pijama amarillo estampado con cocodrilos verdes que lucía el maniquí del escaparate. ¿Cómo olvidarlo? Aquella noche al acostarse, Pepa llevaba puesto aquel pijama y cuando mi mano se acercó revoloteando en la oscuridad supongo que, sin querer, le metí a un cocodrilo un dedo en un ojo porque recibí un fuerte coletazo en las piernas. Pero tú me adoras, ¿verdad, pija mía?

    La hormiga descendió del cubilete para circunvalar la mesa. Las luces de la calle volvían a encenderse lentamente. Oímos un trueno remoto. El diluvio hacía rato que se había transformado en un pequeño chaparrón que ya estaba cesando. Lástima.

    –Qué buena, la lluvia para los campos. ¿No tienes sed? –me llevo la lata a la boca y doy un trago-. Ah… ¿Sabías que una cautiva encerrada en una torre de sangre escribió las tres obras más irrefutables de Borges? No perdamos tiempo, abusadora. Por más que lo intento no encuentro ese párrafo simple y claro para comenzar la novela de mi vida. Apiádate de mí, flaca; dame un empujoncito, anda… Créeme que a veces, cuando más desesperado estoy, me pregunto: en realidad, ¿una novela para qué? ¿No sería más apropiado cruzar a nado el Miño hasta Portugal para comprarme allí una pistola de incógnito y unos sacos terreros con los cinco mil que me quedan? De este modo yo podría cortar las calles del barrio fácilmente y quemar un autobús aprovechando ahora que los días son más cortos. Quiero que Pepa se fije en mí de verdad –un mosquito pasa volando por el cuarto de las escobas y le lanzo un puñetazo. Le sacudo de refilón a la botella de lejía del estante y se cae al suelo. La recojo y la vuelvo al sitio-. Nada me detiene. Estoy convencido de que los signos de estos tiempos son pelear a la contra, oh muñeca.

    La hormiga, esta vez, además de oírme parece incluso comprenderme. Se acerca a la mano que empuña el bolígrafo y me observa con simpatía. De repente y sin venir a cuento, animado por su gesto, yo me pregunto:

    –Si quisiera conversar con este insecto, ¿qué debería hacer? No me refiero a mantener una conversación trivial –aplasto la lata y la dejo caer en la papelera; doy una calada y aplasto el marlboro en la concha de vieira de encima de la mesa- ¿Y si la emborracho? Porque emborrachar a una hormiga tampoco tiene que ser tan difícil. Unas migas de bizcocho esparcidas, unas gotas de jerez y ya está.

    Abandono el cuarto de las escobas y entro en la cocina. Allí, de pie, abro una lata y enciendo un pitillo. Le tiro un rosco al fluorescente, que parpadea, salgo y empujo la puerta de la habitación. Pepa duerme profundamente y le aparto la manta de la oreja con suavidad. Lleva puesto el pijama amarillo con espantosos cocodrilos verdes. Procurando no meterle a uno el dedo entre las fauces, presiono el hombro de Pepa y le susurro al oído:

    –Pepa, Pepa, ¿tenemos bizcocho?

    –Hummm…

    –Pepa, ¿tenemos bizcocho?

    –Humm…, con el jerez.

    –¿Y dónde está el jerez?

    –Hum…, en la alacena.

    –¿Me quieres?

    –Hummm… -Y Pepa se dio la vuelta.

    En el cuarto de las escobas salpico un poco de jerez en una esquina de la mesa y reparto unas migas de bizcocho por encima. Desarmo el bolígrafo, corto con el cúter la carga de plástico, la aprieto con dos dedos y deposito unas gotas de tinta al lado de las migas borrachas. A continuación cubro el resto de la mesa con folios en blanco. La hormiga se mete entre las migas y las toquetea. De repente se me ocurre una idea un poco descabellada, pero maravillosa. Enciendo el ordenador portátil y escribo en el Google:

    “Cómo hablarle a una hormiga y que ella te entienda.”

    Ja. Di un trago. Aquello tenía su lógica. Apreté la tecla del enter y aparecieron montones de páginas web. Lo sabía, lo sabía. Abrí una página al azar: “Comunicarse con una hormiga es muy fácil, de verdad que es muy fácil. Si la casa se te llena de hormigas no hace falta que las intoxiques con ZZ ni que las aplastes con el pulgar. Les hablas mentalmente y las convences con calma para que ellas mismas se marchen, y ya no vuelven más”.

    Me rasqué el cogote; presioné la lata fría de cerveza en una sien.

    “En serio, comunicarse con una hormiga es más fácil que comunicarse con un ser humano normal y corriente. Si sabes lo que quieres decirle, vas, se lo dices, y a otra cosa mariposa. Le hablas suavito y ella empieza a moverse hacia donde la empujan tus deseos. Pero se supone que dispones de un tema de conversación coherente para hablar con una hormiga, porque si no es así te será imposible establecer comunicación…”

    –Dispongo de un tema de conversación coherente para hablar con una hormiga y con cualquiera que se me ponga delante –di una calada, di un trago. La hormiga estaba echando un baile encima de la más grande de las migas borrachas.
    ….

    Pasadas las ocho de la mañana desperté con una mejilla apoyada en la mesa cubierta de folios. El portátil se había puesto en modo suspensión y lo apagué. Pepa andaba por casa. Oí el agua de la ducha; oí a Pepa en la habitación abriendo y cerrando el armario. Oí recogerse la persiana. El perfume de Pepa flotaba por el apartamento. La puerta de la calle se abrió. Oí un pequeño trastazo; los pasos de Pepa se alejan taconeando por el corredor. Todo vuelve a quedarse en silencio. Me levanté de la mesa, vacié en una bolsa las colillas de la vieira y las latas de la papelera y pasé la aspiradora por la pequeña leonera pensando que nada se había conseguido tampoco aquella noche, nada absolutamente. El sol se desparramaba oblicuo desde la ventana de la cocina. Yo recordé que había intentado comunicarme con una hormiga, pero infructuosamente.

    Está claro que no puedes contar con nadie en este puto negocio, me dije bajando la persiana antes de acostarme. Tumbado panza arriba en la cama yo me preguntaba cuánto viviría una hormiga. Calculé un año por cada patita y por cada antena; luego dos años, tres… Empecé a soñar. Yo zigzagueaba por el barrio repartiendo pizzas en la motocicleta. Pepa venía detrás, de paquete; su abrazo me daba calorcito, sus tetas palpitaban en mi espalda. Sonreíamos felices. La noche había sido absurda, mágica y demasiado corta.

    Y entonces fue cuando se me presentó el independentista catalán.

    Era una sombra pálida, desnuda de torso, hombros estrechos y peludos, nariz chata o aguileña según el perfil, y rostro acartonado. Gruesa gafa de carey oscuro. Se hallaba de pie, algo encorvado en el cuarto de las escobas. Después de darme un buen susto, también me dio las buenas noches. No llevaba zapatos; sólo vestía un estrecho pantalón blanco deshilachado, con lamparones de colores rayados a bolígrafo. Me ordenó que retirase el portátil; yo lo coloqué en el estante al lado del bote de lejía y pasé un paño por la mesita, con cuidado, para no cargarme a la hormiga que estaría circulando a su antojo. El independentista se sentó a la mesa y palpó un rimero de quinientos folios aún sin estrenar y le sajó el celofán con un dedo de uña larga; tomó un bolígrafo del cubilete y se puso a escribir como si supiera muy bien lo que se traía entre manos. Salí a la cocina y regresé con cuatro nueces que le dejé al lado. El tipo escribiendo parecía arreglárselas: ya llevaba folio y medio.

    –¿Es usted independentista-supremacista? -le pregunté.

    No me respondió.

    –Pero, oiga, ¿a qué viene esa rebelión de los guapos que ustedes se montaron? ¿Va en serio la cosa, o es una cortina de humo en busca de la pela?

    –En Cataluña los independentistas somos supremacistas, pero no somos todos guapos.

    –Ya lo supongo. Habrá feos, como en todas partes. ¿Y qué se propone hacer usted con ese bolígrafo?

    –Vengo a echarle una mano. Sus súplicas han sido oídas y atendidas, y durante toda esta noche me dedicaré a escribir para usted. Soy como el duende robacalcetines de los hermanos Grimm, no sé si conoce usted la anécdota.

    –Sí, la conozco. Duende robacalcetines…, qué nombre tan cojonudo. ¿Es usted soltero o casado, señor supremacista-independentista? ¿Lleva a sus hijitos a las huelgas para cortar el tráfico?

    Por primera vez el tipo levantó la cabeza del folio y dejó de escribir para confesarse conmigo:

    –Acabo de llegar a este mundo de la fantasía y soy un novato entre los seres raros e invisibles. Es usted mi primer cliente, como quien dice. No sé cómo saldré de este mi primer trabajo, así que no puedo andarme con tonterías. Yo no soy un independentista de los de antes, digamos; yo soy un independentista de los de ahora, ¿me comprende? Sólo le pido un poco de paciencia, señor escritor.

    –¿Y de qué temas escribe usted?

    –Pues ya se lo puede imaginar -agachó la cabeza sobre el papel y volvió a lo suyo mientras hablaba-. Esto se va a titular: La hoja de ruta.

    –Hummm…, Bien, pues yo me retiro y no le entretengo más.

    — Sí, gracias, puede retirarse -me dijo sin levantar el bolígrafo del papel y abriendo las ventanas de las narices. Le di una seña con mi dedo índice a la hormiga para que no molestase al señor y salimos ella y yo juntos del cuarto de las escobas. Yo me metí en mi cama y la hormiga se metió en la suya, supongo.

    –Y sea usted indulgente con este novato, por favor -me chilló el otro desde el cuarto de las escobas.

    –No se preocupe. Escriba relajado -le chillé apagando la luz del dormitorio.
    .

    Pues bien, por la tarde al despertarme lo primero que hago es ir al cuarto de las escobas y allí seguía él; estaba de pie, algo encorvado. “Le aguardaba a usted”, me dice. Alarga sus brazos hacia mí sosteniendo quinientos folios con ambas manos y me los entrega con lágrimas en los ojos. Observé de reojo que las nueces habían desaparecido con sus correspondientes cáscaras de encima de la mesa, y cuando voy a preguntarle si quiere un tazón de leche bien caliente, resulta que el visitante ya no estaba allí. Palpé los quinientos folios, manuscritos por ambas caras con letra infantil, deslavazada, torcida. En mis manos tenía mil páginas escritas. ¡Mil páginas! Yo ya me veía en una librería de moda adorado por miles de fans, con monóculo, firmando aquel best seller monumenal, aquella opera prima conmovedora. Así que me senté a la mesita, cerré la puerta del cuarto de las escobas tirando del cordel y me puse a leer con calma y prestando muchísima atención. De la primera página de letra menuda, inconexa, infantil, pasé a la segunda página, luego a la tercera, a la cuarta…, pero no llegué mucho más lejos, porque empecé a hojear los folios adelante y atrás.

    –¿Pero cuál es el mensaje encerrado en este trasunto? ¿Qué es toda esta milonga? -refunfuñé mirando hacia los lados y por debajo de la mesa. La hoja de ruta anunciaba catástrofes y escabechinas a tutiplén, y por más que leía y leía, yo veía que allí no pasaba nada. Contaba la historia de unos sujetos bien puestos y alimentados que roban un tranvía durante un fin de semana de borrachera, lo empujan cuesta abajo y se suben en marcha partiéndose de risa. El propósito que persiguen al ejecutar aquella fechoría es confuso. ¿Se trata de llamar la atención para que vengan los periodistas a filmar? ¿O se trata simplemente de las acciones de fin de semana de unos ociosos embaucadores? Nada está del todo claro, pero el tranvía se embala, sisea como un condenado y en la próxima curva descarrilará si nadie lo remedia. Los tipos, que acaban de darse cuenta de que las cosas están llegando lejos y no se han traído el bocadillo, se miran soltando risitas nerviosas y apretadas. El que parece el jefe da un salto agarra el freno de mano, tira con decisión y arranca la palanca del sitio. No ha funcionado. El tranvía sigue acelerándose y nadie viene al rescate. Están solos, definitivamente solos. Todos empiezan a aullar con pánico. Uno salta en marcha en el último momento y logra salvar el pellejo dándose un porrazo. El jefe de la pandilla huye a bandazos hacia la parte de atrás del tranvía y se esconde debajo de un asiento. Sus compañeros de ruta se agachan, se apretujan, se abrazan, y, a propuesta de uno de ellos, rezan. Padre nuestro, que estás en los cielos…, y así durante mil páginas manuscritas con letra pringosa e inconexa-. ¿Pero qué purrela es esta? -refunfuñé. Agarré todo el mazo de folios y lo tiré en una bolsa; le eché encima las colillas y las latas de cerveza y me puse a gritar- ¿Pero qué es esto? ¡Cómo coño se ha metido este chiflado en mi casa, vamos a ver!

    Claro, ingenuamente yo me esperaba un relato a la altura del duende de los Grimm, del árabe invisible, la cautiva en su torre de sangre, el pirata de los guantes verdes en la taberna de Dover…, y lo único cierto era que después de aquellos tres meses yo no había armado ni la primera frase de mi suplicada novela.

    –Quinientos folios al carajo –me dije levantándome de la mesa y dándole una patada al recogedor- ¡Y no fueron baratos! Es el colmo -¡Ringggg…, Rinnnng…!-. Un momento, a ver quién llama. Es Pepa.

    –Dime.

    –¿Estás despierto?

    –Sí.

    –No te hagas el gracioso. Tú sabes a qué me refiero. ¿Qué día es hoy, lo sabes?

    –Viernes.

    –Es sábado. Dentro de dos semanas es Navidad. Bueno, la gente ya sabes cómo se mueve por estas fechas y aquí no damos abasto. Oye, Muiños acaba de murmurar que podrías venir hoy a echarnos una mano en la cocina, ¿qué le digo?

    –Sí, sí, sí, dile que sí. ¿A qué hora…?

    –… ¿Ocurre algo?

    –No. ¿Por qué?

    –¿Qué tal va la novela?

    –Bien.

    –Me alegro. ¿Ya tienes personajes?

    –No, sí…, no lo sé; estoy un poco mosqueado, Pepa. Todas estas semanas peleando y total para nada… Ocurren cosas muy raras, ya te contaré. Oye, ¿tú sabes que hay un duende que se llama Robacalcetines?

    –Es un trasno.

    –Un trasno. Pues no sé, Pepa…, a lo mejor dejo todo esto y me dedico a otra cosa, ¿a ti qué te parece?

    –¿Lo dejas? Cariño, si tomas esa decisión yo estoy contigo, tú lo sabes… Yo creo en ti, cari.

    –Ya lo sé.

    –La gente me pregunta por ti y Muiños dijo que se alegraría de verte. Entonces, vienes esta noche, ¿no? Dentro de una hora. No vengas andando que va a llover. Coge el autobús y tráete el paraguas, ¿de acuerdo, cari? Te espero, ¿vale? Hablamos. Un besito.

    –Pepa, hacía tanto tiempo que no me mandabas un besito…

    –¡Tonto!

    Tonto. Menudo piropo. Ya me encuentro mucho mejor. Me meto cantando debajo de la ducha y salgo a la calle silbando, con la voluminosa bolsa de basura a la espalda, como si fuese el hombre del saco. El hombre del saco camina a zancadas palmeando con mano recia los naranjos que el ayuntamiento acaba de plantar por la acera. Al llegar a los contenedores de basura, el hombre del saco larga los quinientos folios del sofista-leninista a la boca del contenedor azul, que los engulle y libera un eructo prolongado. Las colillas y las latas de cerveza las meto en el contenedor amarillo, cuyo resplandor limón me trae a la mente el pijama de los cocodrilos verdes.

    –Pepa me quiere -doy un salto y le lanzo un puñetazo a las hojas de un naranjo en flor, en pleno mes de diciembre. Son tiempos desquiciados y revueltos.

    Noto una pinga de agua en una oreja y luego otra pinga en la mejilla. Levanto la cabeza y el cielo encapotado se me viene encima. Graniza. Hago corriendo los treinta metros que me separan de la parada del autobús. Me paso las manos por la frente y echo el pelo mojado hacia atrás. Estoy sofocado. Las luces de la ciudad se encienden. Pienso en Pepa, que es lo mío. La noche promete.

  26. carlos dice:

    FRAGMENTOS DEL CUADERNO NÚM. 8

    oOo

    Los ronquidos de sus papás le sonaban a Pucho el Loco como la resaca de las olas en una playa solitaria. Cuando por las noches sus papás roncaban en la habitación, él se agarraba a los barrotes de la cuna y se ponía de pie. Así se quedaba escuchando, dormitando; después se caía de culo y empezaba a llorar.

    –Karlis, ¿te acuerdas de lo que yo te contaba cuando éramos niños? Los ronquidos de mis papás en la habitación oscura eran como la resaca de la marea un día de niebla en la playa de A Punta -me decía Pucho el Loco ayer por la tarde en el cementerio de Pereiró mientras lo trasladábamos a hombros, hasta el nicho-. Éramos niños, Karlis, tienes que acordarte.

    En el cementerio había tanta gente que sólo oíamos silenciosas pisadas detrás de nosotros. Pucho el Loco hablaba y yo asentía a todo lo que él me contaba. Y al verme cabecear de aquella manera, el hijo de Pucho el Loco, Puchito, se acercó y me susurró en la oreja:

    –Karlis, ¿te pesa mi papá? ¿Quieres que lo lleve yo?

    –No, no hace falta, Puchito -le susurré.

    Pero Puchito, que es un hombre fornido y muy tozudo, metió una áspera mano de marinero y un hombro debajo del ataúd y me apartó cariñosamente hacia un lado. Me situé detrás de la familia y dos gaviotas que cayeron de un ciprés pasaron muy cerca de mi cabeza y casi me despeinan.

    HOY AMANECIÓ nublado. Tuvimos tormenta todo el día, hasta que escampó. Ahora el sol trastea en las ventanas de arriba del edificio de enfrente. Estamos en marzo. Acabo de llegar del monte, en donde estuve acechando entre los árboles empapados. Cuando el sol empezaba a teñir de amarillo la tarde, oí que un pequeño pájaro verde de repente cantaba: YO NO QUIERO IR A CASITA, YO NO QUIERO IR A CASITA. Te comprendo perfectamente, le dije cerrando mi paraguas.

    Me dedico a recoger rayitos de sol, quintaesenciados, por los caminos y entre los castaños, y en los espejos puros de las aguas de las fuentes. También los recojo entre el musgo de los humildes muros de los campos. Los meses de febrero y marzo los rayos dorados son de una calidad extraordinaria y tiene uno que andar con rapidez para aprovechar bien la luz del día adecuado. Me acerco a un muro, o a una fuente, o me pongo de puntillas debajo de un árbol y arrastro el rayito con el cuenco de la mano hacia el interior de un envase de cristal (los de yogur son perfectos, también los de los potitos). A continuación tapo el envase con un oscuro retal de cuero y lo guardo en el maletín negro con el que me muevo, tan discretamente como puedo, por las aldeas de los alrededores. Una vez llego a casa, selecciono los rayitos de los frascos con calma y conservo entre algodones los veteados de oro. Por la mañana me voy con el maletín a la calle del Príncipe y vendo de tapadillo los rayitos a un euro veinte la unidad. Baratos. Las mujeres embarazadas se acercan y me los piden para bañar con ellos la cuna. De este modo los bebés duermen a pierna suelta y descansan mucho mejor.

    Pero fue Pucho el Loco quien ya hace años puso en mi conocimiento todo este saber, que yo fui puliendo en sus detalles.

    Recuerdo que estábamos pescando al curricán en su chalana, al atardecer. Nos acompañaba el sol, grande en el horizonte y del color de la yema del huevo. Entonces Pucho el Loco, mientras yo empataba dos líneas chapuceramente, me dijo, sin dejar de observarme:

    –Karlis, conozco un oficio que a ti te vendría de maravilla, y no te estoy diciendo que te vaya a resultar fácil.

    –Soy todo oídos, Pucho -le dije.

    –Se trata de algo que no sé si se habrá puesto en práctica alguna vez. Algo relacionado con lo mío…, con aquellos ronquidos de mis papás…

    Recuerdo que Pucho el Loco me hablaba ensoñadoramente, sentado a la popa de la embarcación. Sabíamos que el sol nos escuchaba. Pucho lo señalaba con el índice y seguía hablando. En cuanto el sol se marchó, recogimos el arte y pusimos proa a tierra. Pucho no dejaba de hablar.

    oOo

  27. carlos dice:

    LA CABAÑA

    El muchacho oyó que los mayores habían construido una cabaña en un árbol y bajó por los campos a echar un vistazo. La encontró al final de la pendiente, encima de un carballo que se inclinaba sobre la ría, y la observó perplejo: la cabaña parecía un gran nido de águilas.

    El muchacho también oyó que los mayores se tiraban de cabeza al mar desde la cabaña, y esa era una de las razones por las que él bajó a verla. Pero era sábado por la tarde y allí no había nadie.

    Al árbol no se podía subir pues habían rodeado su tronco con alambre de espino de los gallineros para que nadie lograse llegar arriba. La cabaña tenía un ventanuco que daba a los campos para vigilar a los que bajaban por el camino. El muchacho vio que en el piso de la cabaña se abría una trampilla por la que descendía una cuerda que colgaba sobre el agua, lejos de la orilla. Él asentó un pie con cuidado en el borde del campo y extendió un brazo, pero necesitaría un brazo cuatro o cinco veces más largo para alcanzar desde allí la soga. Por un momento, el muchacho pensó que podría desnudarse y tirarse al agua y nadar al estilo perro, aunque logró caer en la cuenta de que el cabo colgaba demasiado alto y no lo alcanzaría por mucho que chapotease.

    Todo el mundo hablaba, sobre todo las chicas, de que los mayores bajaban corriendo por la pendiente y de un salto se agarraban a la cuerda y después subían a pulso y entraban a la cabaña por la trampilla. No era fácil. Los mayores –el muchacho lo sabía muy bien- siempre te ponían las cosas muy complicadas. No querían que se les metiese en la cabaña ningún intruso.

    La última vez que había estado con ellos fue en el cañaveral. Acababan de hacer una pipa con dos cañas, una gorda y otra más fina para la boquilla, y fumaban la barbela de una mazorca de maíz cogida en el campo de al lado. Los mayores se pasaban la pipa diciendo, muy chulitos: “El hombre que sabe fumar echa el humo después de hablar”, y empezaban a toser. Pero a él ni siquiera le dejaron dar una jamada cuando la pidió. Le dijeron: “Tú no puede fumar porque eres de la banda de los pequeños”, y se rieron entre dientes y siguieron hablando como si el muchacho no existiera. Decían que en el año 2000 todas las mujeres se iban a poner cachondas y que los coches volarían entre los rascacielos de cristal. En el año 2000 ya no iba a haber más guerras; ya nadie iba a pasar más hambre porque te daban una pastilla todos los días y con eso ya comías. El muchacho les preguntó si en el año dos mil cualquier niño se podía cambiar para una familia donde hacen caricias. Los mayores se echaron a reír, y le explicaron que sí, que en el año 2000 cualquiera podría cambiarse de familia. El muchacho quiso saber cómo había que hacer. Le dijeron que sólo tenía que llamar a la puerta de la familia que más le interesara. Así de fácil. Le abrían la puerta y él ya entraba. “El hombre que sabe fumar echar el humo después de hablar”, decían ellos pasándose la pipa.

    La tarde era muy tranquila y templada. La ría estaba como un plato. La cabaña era increíble. Al muchacho le gustaba mucho. La habían construido entrecruzando estacas que le salían por las esquinas.

    Le extrañó que los mayores no estuviesen allí tirándose de cabeza al agua y subiendo después a pulso por el cabo. Le gustaría ver cómo lo hacían ellos para saber cómo había que hacerlo. El muchacho levantó la cabeza, se puso las manos alrededor de la boca y rebuznó. Esperó respuesta, pero ningún ruido le llegó desde dentro de la cabaña, ni se asomó nadie al ventanuco. Rebuscó una piedra entre la alta hierba del campo y encontró una bastante buena de cuarzo, casi cúbica. Le sacudió la tierra castaña que tenía pegada y la lanzó. La piedra entró limpiamente por el ventanuco y dentro se oyeron unos golpetazos de madera astillándose. El muchacho se escondió gateando entre la hierba. Esperó aguzando el oído, pero no oyó ningún me cago en dios. Levantó un poco la cabeza y no vio ninguna jeta asomando por el ventanuco. Los mayores no habían venido.

    El muchacho se sentó en la hierba y contempló la ría. El mar estaba como un plato. La suave tarde del otoño era tranquila. Un grillo borboteó dos veces, y se calló.

    El tren rompió aquel gran silencio, con estrépito, y le silbó al muchacho. Pasaba por los campos de arriba, traqueteando a sus espaldas. Por lo mucho que traqueteaba él pensó que sería un mercancías. Giró la cabeza y lo saludó agitando una mano. El mercancías le silbó y siguió traqueteando en dirección a la ciudad. Al muchacho le gustaba mucho andar por la vía del tren, a lo largo del camino de ceniza. Lo hacía con frecuencia pues siempre se encontraba uno con un trozo de plomo, o con un destornillador oxidado, o un cobre grueso como un alambre… Nunca salía uno de la vía del tren con los bolsillos vacíos.

    El muchacho contempló la ría en silencio. La cuerda estaba demasiado lejos de la orilla. Él, aunque fuese capaz de correr campo abajo con rapidez y pudiese saltar sin ningún dolor, no conseguiría alcanzarla. Su mirada se enredó en la cabaña. Le gustaba. Parecía un gran nido de águilas. El muchacho pensaba que allí dentro se tenía que dormir bien por la noche.

  28. carlos dice:

    FRAGMENTOS…

    oOo

    UNA RUBIA con chaqueta blanca y blusa blanca se acerca calzándose los guantes. Aguardo tumbado. Me levanta un párpado con un pulgar y mira dentro. “Soy Lázaro”, le digo soltando un pensamiento. Ella aparta la mano. Noto que su cuerpo se tensa. Abre mi boca con cuidado y pasa sus dedos por mi paladar. Me palpa la lengua. A continuación me desabotona la camisa, acerca una oreja a mi pecho y escucha con atención. “¿Oyes el espíritu?”, le pregunto. Se queda rígida otra vez. Me tapa la cara con la sábana y echa a andar procurando no hacer ruido al pisar las baldosas. Yo le digo con rapidez: “quiero salir, quiero salir”. Ella mira las cuatro esquinas del suelo, la pileta y el grifo, el armario de aluminio entreabierto, mira el fluorescente del techo y la claraboya de cristal granulado en lo alto de la pared. Echa un furtivo vistazo a la mesa de mármol. Al fin, sus ojos claros se detienen en el bulto de mi cabeza debajo de la sábana.

    “¡¡SÁCAME DE AQUÍ…!!”

    Y la rubia dio un respingo y salió corriendo, pero resbaló y se espatarró contra la puerta de metal y casi se mata, jajaja. Nunca pensé que esto iba a ser tan divertido.

    oOo

    CONOZCO LOS RINCONES viejos de esta vieja aldea, conozco los aires y las luces de este rincón de occidente, los ojos asustados, las negras sombras. Cruzo regatos de plata apoyado en mi palo de fresno, me deslizo entre peñascos suaves y ásperos, escucho el crujido de los troncos de los árboles, contemplo el mar que azulea los ojos que lo miran. Soy el transeúnte que camina entre tapias y callejas. Estoy en paz.

    De modo que si la marea acompaña me acerco a la playa. Me descalzo y dejo los zapatos encima de una roca oculta por algas y mejillones. Me pongo a marisquear por el playal con los pantalones remangados hasta las rodillas y anudo los picos de la camisa para que no se moje al agacharme. Recojo con calma algunos berberechos y una docenita de almejas de caste, sí señor. Y algún que otro camaroncito se viene a mis manos casi sin querer. Una nécora que mis ojos miopes confunden con una piedra viva, huye entre mis pies desnudos atravesando el agua que ondula. Soy feliz.

    Pues con mi vara de fresno y mi bolsita recorro lentamente el playal. En la tierra recién emergida tres pescadores han clavado sus cañas lanzadas hacia la punta del muelle de Timoeiras. Les doy los buenos días y les dejo caer si no tendrán un pitillito. Luego les pregunto qué tal se ha dado la mañana y me dejan ver su pesca: unas robalizas de gruesos labios. Los tres echan un ojo a mi bolsita. Les digo que es muy modesta, pero que con un arrocito regado con cerveza al chup chup para mí ya no quiero más. Los tres sonríen, asienten con la cabeza y mientras hablamos pasa aleteando una pareja de cormoranes a ras de agua.

    Miro el reloj. Ya es la una y media de la tarde. Me despido. Mansamente vuelvo sobre mis pasos. Voy y vuelvo por el playal y meto en la bolsita unos cuantos berberechos que habían quedado atrás. La marea está a punto de subir, lo sé. El sol me hace guiños en las pozas del arenal. La limpia pisada de un elefante empieza a encharcarse de hilos de agua que culebrean.

    Con lentitud deliberada, los zapatos en una mano, subo por la playa hacia la fuente de la parte de arriba del camino agradeciendo al cielo que me haya mostrado el gran secreto de la vida simple. Me doy la vuelta y contemplo. Veo que los tres pescadores me saludan agitando sus manos. Levanto la vara de fresno, les sonrío y prosigo mi marcha de transeúnte.

    –Pues yo le doy gracias a Dios, tu amo, porque no me haya permitido vivir en tierras de menos abundancia –le digo a la sombra que desde hace dos días anda conmigo.

    oOo

  29. carlos dice:

    TANTAS MUERTES, ¿PARA QUÉ?

    –Ya nadie pregunta por la Ciudad Imperfecta. ¿Vas andando? Dicen que fue un espejismo, una moda. Lo que sí puedo asegurarte es que ésta no es.

    La camarera no dejaba de mirarme mientras cortaba el croissant. Supuse que querría quedarse con mi cara. Puso el platito a mi lado en el mostrador y añadió, sonriendo:

    –Yo la busqué durante algún tiempo, y aquí estoy.

    A través del ventanal, más allá de la explanada, las colinas verdes y azules se extendían hasta el infinito. La camarera se dirigió hacia un extremo de la barra y encendió el aparato de radio. Recuerdo que era uno de aquellos modelos Vanguard que hoy parecen tan retro. Oímos la cháchara de unos tertulianos. Ella aumentó el volumen un poco. Hablaban de la situación internacional; de la Unión Soviética. Era el tema que tocaba. La Plaza Roja. La camarera se puso a lavar los platos apretando las tetas entre sus brazos. Parecían duras como manzanas; seguramente lo eran y ella lo sabía, claro.

    –Qué energía tienes -le dije.

    –Yo es que soy así, cariño -dijo pasándole el paño a un pocillo. Y me sonrió otra vez.

    Y entonces oímos un pequeño revuelo en el Vanguard. Después, un follón; las voces se pisaban entre sí y no entendíamos nada de lo que decían. Mirábamos para el aparato como dos tontos. Hubo un repentino silencio de un segundo y una voz impersonal y potente, de aquellas antiguas voces de la radio, anunció: señoras y señores, conectamos con nuestro corresponsal en Moscú. Un chirrido. Y un tipo que no sé por qué me pareció que sería un tipo bajito, empezó a gritar desde la otra punta de Europa: «… la Unión Soviética ha caído…, la Unión Soviética ha caído…» El revuelo de voces volvió y ya no se entendía nada.

    –¿Oíste? ¿Tú acabas de oírlo? -me dijo la camarera.

    –Parvadas. ¿Cómo va a caer la Unión Soviética así, de esa manera, en directo y en medio de un programa de radio? -miré mi reloj-. ¿Qué día es hoy?

    –¿Pero tú no estás escuchando a toda esa gente?

    La radio se había convertido en un gallinero.

    –Se están quedando con nosotros. La caída de la Unión Soviética tendría que venir anunciada por alguna señal…, resplandores de bombas atómicas…, obreros enloquecidos esmagando cabezas de gordos capitalistas…, no sé -miré hacia el ventanal. Una furgoneta acababa de llegar. Una pareja de policías municipales saltó a la explanada y se puso a perseguir a un potrillo asustado-. Estos de la radio ya no saben qué inventar para quedarse con nosotros. Es como aquel programa de Orson Welles con los marcianos.

    La camarera había pegado la oreja a la radio y sacudió una mano en el aire para que me callase.

    –Así que también todo esto fue mentira…, qué bien, una cosa más -le dije-. ¿Qué te debo, entonces, por el café y el cruasán?

    –Dame noventa pesetas.

    Era un café de carretera. Los dos policías atraparon al potrillo y lo condujeron atado de una cuerda. Un tercer poli bajó y abrió la puerta del furgón y entre los tres metieron al animal. Estaba asustado y cabeceaba. Luego la furgo arrancó y se dirigió carretera arriba para devolver al potrillo a su mamá en el monte. Dejé una moneda de veinte duros en el mostrador.

    –Ahí te quedan -le dije a la camarera, que seguía con la oreja en el Vanguard. Salí a la explanada y contemplé las colinas azules y verdes.

  30. carlos dice:

    LA VIDA DESDE UN TAXI

    Los ojos tristes que aparecen en el espejo retrovisor son los del taxista. El tipo que va en la parte de atrás del taxi, ese soy yo. Dice el taxista, sin quitarme ojo:

    –La cosa está muy mal. Está tan mal que ya no me sorprende nada, últimamente.

    Y se queda en silencio. No es que a mí me importe. Para no dejarlo colgado le pregunto:

    –¿Por qué? ¿A qué se refiere con que la cosa está muy mal, últimamente? ¿Es usted un incorregible pesimista que ve la botella medio vacía?

    Él se agita y le digo que se desvíe hacia Beiramar. Me cuenta:

    –Pues… el otro día se subió un jubilado a este taxi y se sentó en la esquina donde va usted ahora. No me dio buena espina, qué quiere que le diga. Tenía cara de simpático, eso sí, de jodepoquito. Camisa planchadita, corte de pelo al cepillo, manos con buena manicura… Pues va el fulano y desde esa esquina me suelta a bocajarro que tiene a la mujer atada a una pata de la cama. Yo me quedé sin palabras; es que no sabía qué decir ante una cosa así. Me quedé pensando y no se me ocurrió nada más que decirle al viejo: me lo creo, me lo creo. Y él me dice: “Es bien mandada. No protesta ni forcejea cuando la ato por una pata, lo cual es de agradecer, ¿no le parece? Se tumba en el suelo sobre la alfombra de la habitación y espera tranquila a que yo vuelva a casa y la desate. No vea con qué fiesta me recibe cuando regreso”.

    –¿Pero era cierto lo que el fulano decía? -le pregunto al taxista- Pues qué cabrón ¿no?

    –Exacto –el taxista golpea el volante-. Eso mismo fue lo que yo pensé, y lo miré a los ojos por el retrovisor como lo estoy viendo a usted ahora. Y me dice pasándose un peine por el pelo: mira palante, que nos vamos a matar. Hay que joderse. ¿Sabe usted qué fue lo que hice? Arrimé el taxi a la acera, abrí esa puerta y agarré al fulano por el brazo y lo chimpé fuera.

    –Totalmente de acuerdo –le dije. El taxi se detiene ante un semáforo en rojo-. Yo hubiese hecho lo mismo.

    –Empezó a gritar que yo lo mataba y tuve que darle para calmarlo un par de bofetadas, suaves, porque no tenía media hostia encima. Y aparece en aquel momento una pareja del 092 con sus motos. Oiga, jefe, le dije al viejo cuando vi que los motoristas arrimaban la moto a la acera y apoyaban un pie en el bordillo; oiga, repita a los agentes lo que me acaba de decir a mí. Vamos, ¿por qué no se lo dice a ellos, eh? El tipo aparta mi brazo de un manotazo, se arregla el cuello de la camisa, se ajusta los pantalones de tergal a la barriga y le dice a los motoristas: pues sí, yo le estaba diciendo a este que tengo a la mujer atada a la pata de la cama. Y se cruza de brazos, el jodepoquito.

    –¿Pero…? Pero los polis harían algo, ¿no?

    –El más alto se apeó de la moto y se dirigió al tipo sacándose una libreta del bolsillo y tomó cumplida nota de lo que decía, y después nos fuimos a la casa del viejo. Los guardias en las motos y yo conduciendo el taxi con el viejo en la parte de atrás, ahí donde va usted. Llegamos a la casa, subimos en el ascensor, va el fulano y abre la puerta con la llave, ¿y sabe usted con qué nos encontramos?

    –No me lo diga: con la desdichada mujer atada a la pata de la cama.

    –Exacto -el semáforo cambió al verde y el taxista golpeó el volante y seguimos la marcha. Esta vez él giró la cabeza y me miró directamente a los ojos-. Tenía a la Mujer atada a la pata de la cama, ¿comprende? A la Mujer. Su perrita se llamaba Mujer y la había dejado atada a la pata de la cama para que no anduviese por el piso jodiéndole a mordiscos el sofá de cuero mientras él se iba de chiquiteo el sábado por la mañana a la de Rosita en un taxi.

    –Así que era un bromista.

    –Un jodepoquito. Los municipales empezaron a decirle que no se puede ir así por la vida, riéndose de todo dios, porque iba a encontrarse el día menos pensado con alguien que lo iba a descoyuntar de un buen hostiazo y a lo mejor con toda la razón del mundo. El viejo tenía a la perrita en brazos y le acariciaba el cuello. Parecía encantado. Bueno, pues entre unas cosas y otras voy y le pregunto a los dos polis: y a mí estas idas y venidas con el taxi, ¿quién me las paga? Porque el taxímetro abajo marca diecisiete euros y dejé el coche aparcado en doble fila y espero que no haya ningún agente que me esté multando en este momento. Era lo que me faltaba.

    –Hombre, claro -le dije yo.

    –¿Por dónde tiramos ahora?

    –Suba hacia el Barrio de las Flores.

    –El viejo me dice que la carrera él no me la paga porque yo no lo había llevado a la de Rosita, que era donde él quería ir a tomarse un clarete. Yo miro para los polis, que se miran entre ellos, y el más alto me suelta que, en realidad, ellos no eran más que dos empleados del ayuntamiento, y que temas de este tipo, sintiéndolo mucho, no eran asunto suyo. Y me dice el otro poli, el más bajo: ¿por qué no pone usted una denuncia en el juzgado? Y yo le digo: bueno, pero si yo voy al juzgado a denunciar a este señor por diecisiete euros, en menudo fregado me voy a meter. En primer lugar, tendría que pasarme media mañana buscando un sitio donde aparcar el taxi por la zona, porque si lo meto en el parking ya me dirán ustedes para qué voy a reclamar diecisiete euros en el juzgado, si luego no me llegan para pagar el ticket, arrancar el coche y largarme a casa a comer. Sin contar lo que perdí por dejar de trabajar durante toda la mañana. Lo del juzgado es un asunto complicado, según comprenderán ustedes, y yo lo que quiero es que este me pague ahora. El poli alto me dice: todo eso lo pone usted en conocimiento del juez, hombre, y todo se arreglará.

    –Siga recto. ¿Conoce esta zona? Siga recto y tuerza al final a la derecha -le dije al taxista.

    –Usted imagínese. Empieza el juicio. De repente te encuentras allí, tú solo, al lado del sujeto este del pelo de cepillo, encorvado él ante su señoría, sonándose con un pañuelo arrugado y pringoso, tosiendo, la mirada fija en el suelo, la cabeza ladeada, las manos retorciéndose una sobre la otra en busca de calor, despeinado, esquelético, mugriento, legañoso…

    –Se las saben todas -le digo al taxista-. Es ahí, donde los niños juegan en el tobogán y los columpios.

    –Estás tú pidiendo lo que en justicia te corresponde, y empiezan a molerte a preguntas: ¿ustedes dos se conocían de antes, se pelearon alguna vez?, ¿le pidió él que lo llevara a la de Rosita?, ¿y por diecisiete euros, señor, denuncia usted a este pobre anciano?, ¿a un pobre anciano que vive solo en su piso con su perrita?, ¿no le da vergüenza?, ¿es que no tiene usted corazón?, ¿pero qué clase de monstruo es usted, señor? Te hunden.

    –¡Es cierto! No había caído.

    –Yo le dije a los dos polis, delante del viejo para que me oyese bien: ¿Y total, para qué? ¿Por diecisiete euros? Que le den por el saco. Miren, yo no quiero saber nada de los diecisiete euros porque me conozco y se me va a escapar un guantazo y entonces sí que voy a tener un problema de verdad. Y mi salud es lo primero…

    –Tiene usted toda la razón… Aquí es. Dígame qué le debo.

    –Y así va el mundo, Facundo. En fin, a ver si en la próxima ocasion que nos encontremos tengo algo mejor que contarle. Prometer no puedo prometerle nada porque las cosas ya ve usted la marcha que llevan.

    –La de toda la vida. Vivimos en un mundo incorregible, desde luego. Oiga, si vuelve a ver al tipo ese y él le para, pase usted de largo.

    –De largo o por encima, ya veremos.

    –Tenga, quédese con el cambio.

    -Pues muchas gracias, hombre.

    –No hay de qué. Buenas tardes.

    –Buenas tardes.

    Salto del taxi. Los niños juegan a la pelota en la calle. La tarde es amarilla y Lupe se peina en el balcón. Tiene la cabeza ladeada y su larga cabellera de azabache flota en el vacío. Hogar dulce hogar. Le tiro un beso y me devuelve dos. Lupe se peina como las princesitas de los cuentos, yo siempre se lo digo. El taxi se aleja. Meto la mano en el bolsillo y saco las llaves de casa.

  31. carlos dice:

    SEÑORITA MUY BIEN

    En el hospital Álvaro Cunqueiro había una enfermera flacucha y pelirroja de nariz respingona a la que Mucha llamaba la señorita Muy Bien.

    –Está todo muy bien, Mucha. Así que te esperamos el próximo jueves, cariño. Te vienes dando un paseíto en el autobús y el doctor te extirpa ese bultito del cuello en un pispás –la enfermera recogió el portafolio de la mesa y escribió unos números en el papel; despegó el velcro del brazo de Mucha y comenzó a enrollar el tensiómetro-. ¿Y cómo es que te salió ese bultito así de repente, cariño?

    –Pues por tener malos pensamientos aquí me tienes, hija –Mucha suspiró. Estaba sentada a un lado de la camilla de la consulta y le colgaban los pies.

    –Pero si tú no tienes pensamientos malos, mujer. De eso estoy yo segura.

    –Normalmente no suelo tenerlos, es cierto. Pero el otro día me vinieron unos cuantos, uno detrás de otro.

    –¿Y eso? -la señorita Muy Bien sacó un termómetro del bolsillo de la bata y lo contempló.

    –Pues me encontré con el arcángel San Gabriel en la calle del Príncipe. ¿Y tú quieres creer que nadie le dejaba caer una moneda en el cubilete que había junto a sus pies desnudos?

    –¿Qué me dices? –la señorita Muy Bien abrió la boca y miró a Mucha.

    –Yo me acerqué y le dejé un eurito, pero la gente pasaba de largo y casi me pongo a llorar de purísima indignación. Me dieron ganas de quitarle la espada de las manos y empezar a mandobles con todos los que pasaban de largo. El arcángel San Gabriel estaba entre nosotros y sólo los niños se le acercaban señalándolo con el dedo. Era como si únicamente los pequeños inocentes y yo pudiésemos verlo.

    –¿Pero cómo era? –la enfermera sacudió el termómetro y lo alzó hacia el fluorescente del techo y luego lo colocó bajo una axila de Mucha- ¿En dónde estaba exactamente?

    –Estaba arrimado a la pared, al lado del escaparate del comercio de vestidos de novia. Estaba encima de una piedra de mármol y también él parecía de mármol todo enterito. Era grande como no te puedes imaginar, como los negros que nos llegan de África. Era completamente blanco. Y yo, viéndolo allí tan solo, con aquellas grandes alas plegadas a la espalda y que le llegaban hasta los tobillos, yo me preguntaba: ¿pero cómo es posible que toda esta gente que pasa por la calle no se percate de que San Gabriel está aquí, Dios mío? ¿Cómo es posible?

    –¿Y no sería un artista callejero, Mucha? –la señorita Muy Bien recogió el estetoscopio de encima de la mesa y lo guardó en un cajón-. Los artistas de la ciudad se echan unos polvos por encima y permanecen quietos durante una hora o más, y parecen de mármol, o de cristal, o de hierro…, o de cualquier cosa menos de carne y hueso.

    Mucha miró a la señorita Muy Bien y estuvo a punto de preguntarle: “¿Pero qué dices? ¿Tú me estás tomando bien la temperatura, nena?” En cambio, murmuró:

    –Brillaba como un ángel. Resplandecía como el sol.

    –Levanta el brazo, cariño –la señorita Muy Bien le quitó el termómetro y lo contempló durante un segundo antes de guardarlo en el bolsillo y anotar unos números en el portafolio-. Todo está muy bien, Mucha. Te voy a dar unas pastillitas para que te tomes una después de cada comida hasta el jueves, ¿de acuerdo? Y el jueves te vienes a hacernos una visita y el doctor te quita el bultito. Estás muy bien, cariño. Ya quisieran muchas de tu edad estar como tú.

    –¿Ya puedo vestirme?

    –Sí, mujer, ponte la chaquetita rosa que además te queda muy mona –la señorita Muy Bien se sentó ante el ordenador y el ratón empezó a moverse por la pantalla-. El jueves, ¿de acuerdo, Mucha? Y le entregas a tu médico este papelito que te voy a dar.

    La señorita Muy Bien no estaba casada, pero tampoco estaba soltera. Mucha sabía que se dedicaba a ir de casa al hospital y del hospital a casa. Una ex colega, una de las kelys del Álvaro Cunqueiro, le había pasado información a Mucha sobre algunas cuestiones cotidianas del centro hospitalario. Mucha se enteró de que a la señorita Muy Bien le interesaba su trabajo, y poco más. Era enfermera de vocación. Mucha ni siquiera se había fijado en ella la primera vez que entró en la consulta. La señorita Muy Bien parecía poquita cosa a simple vista, pero cuando volvió a los dos días a que le extrajese sangre para la analítica y la señorita Muy Bien le cogió la mano, le giró la muñeca y empezó a pasarle por el brazo un algodón empapado en mercromina, Mucha notó que la cara se le encendía y las manos empezaban a picarle. La enfermera le acarició la cara. Todo va a salir muy bien, mujer, ya verás; tienes el mejor médico del mundo y además es guapísimo –con dedos largos y suaves, la señorita Muy Bien acariciaba la mano de Mucha-. Ay, qué aprensiva me eres, quién lo iba a decir, una mujer tan grande y fuerte como tú, Mucha. Pero si todo va a salir muy bien, cariño, y además vas a conocer a un doctor guapísimo. Mucha sabía que sería incapaz de decir nada en aquel momento, pero sus labios se le pusieron en movimiento por su propia cuenta y los oyó preguntándole a la señorita Muy Bien si el doctor guapísimo era su novio. La señorita Muy Bien quedó sorprendida y después soltó una carcajada y las dos se rieron juntas, y Mucha dio una patada al aire sin querer, sentada como estaba al borde de la camilla. Las manos habían dejado de picarle.

    .

    El jueves a las diez de la mañana Mucha salió de casa con la chaqueta rosa sobre los hombros. Delante de sus ojos las colinas caían suavemente a la ría, que se desperezaba en un azul casi añil. Mucha bajó por el camino entre una sinfonía de carboneros, mirlos y pinzones. Al llegar a la parada del autobús extendió un pañuelo blanco sobre el banco, se sentó y colocó el bolso encima de las rodillas.

    Por la cuesta bajaba una pandilla hacia la playa. Los chicos pateaban un cacharro de lado a lado de la carretera y despotricaban de Cristiano Ronaldo y traían el torso desnudo y la camiseta apretada en un puño. Detrás de ellos venían las chicas, con sus largas cabelleras al viento, hablando de bikinis y bañadores. Pasaron por delante de Mucha y ella los siguió con la mirada hasta la curva de la cantera. Allí los chicos comenzaron a arremolinarse para ver quién le daba la última patada al cacharro y lo lanzaba monte abajo hacia el mar. Las chicas también se metieron en la refriega y comenzaron a agarrarse a los chicos y a chillar. Qué fuerza tenían, y qué jóvenes eran.

    Un avión brilló como una estrellita lejana en el cielo y Mucha vio que viraba lentamente cerca del monte Xaxán, para luego enfilar el aeropuerto de Peinador. Encima del Xaxán había una nube de algodón que parecía una mujer hablando por teléfono. Mucha entornó los ojos. Aquella nube solitaria se parecía a la señorita Muy Bien. En el cielo se perfilaba su nariz respingona y aquella sonrisita que le marcaba un hoyuelo en cada mejilla, aquellos labios delgados… Sí, era ella. En los tres días de espera no había dejado de pensar en la señorita Muy Bien. Mucha acomodó la chaqueta rosa sobre los hombros y se quedó embelesada ante la nube. Cerró los ojos. Veía a un doctor guapísimo acercándosele al cuello con un bisturí en la mano y ella cabeceaba hacia atrás. Entonces, la señorita Muy Bien, con sus dedos suaves y transparentes tomaba su mano carnosa, se la palmeaba y le decía: todo va a salir muy bien, Mucha, ya verás. Y Mucha lograba sentirse viva, viva…, más que nunca.

    Había dejado la comida preparada para cuando regresara del hospital. Una ensalada sin aliñar, del huerto, y dos buenas rebanadas de la pechuga del pollo que ella misma había sacrificado. La persiana que daba al camino no la bajó del todo. Había cerrado la puerta de la casita con tan solo una vuelta de llave, como si fuese aquella una mañana cualquiera en la que se iba al mercado, más que nada a echar unas parrafadas con la gente.

    El autobús llegó con retraso. Al subir, lo primero que hizo Mucha fue recordárselo al conductor.

    –Llegas con diez minutos de retraso, Ricardito, como con retraso llegó el amor a mi corazón, pero no por ti, cariño -y Mucha soltó una risotada cascabelera-. Ricardito, ¿por dónde anda tu mujer, que hace tiempo que no la veo?

  32. carlos dice:

    LENTEJAS CON VERDURAS

    La ventana de la cocina se abre a un bosque de árboles barrigudos y verdes.
    Una sartén de mi abuela cuelga de un clavo antiguo en la pared.

    Cada veintiocho días la luz de la luna llena entra por la ventana dejando un misterioso rectángulo azul en las baldosas del suelo.
    La luz de la luna empuja hacia la pared la sombra del respaldo de una silla y la pone debajo de la sartén de mi abuela.
    Allí aparece entonces un fantasma.
    La cabeza del fantasma es la sartén y el cuerpo es la sombra de la silla.

    De pequeño ese fantasma me asustó.
    Yo tendría cuatro o cinco años. Tenía sed.
    Entré descalzo por la noche a la cocina a beber un vaso de agua.
    Al acercar una silla para subirme y abrir el grifo, vi el rectángulo azul del suelo, lo seguí con la mirada y me encontré de sopetón con el fantasma en la pared, al lado del frigorífico.

    Del susto que me llevé di un salto y corrí hacia la habitación.
    Me metí en la cama al lado de mi hermana, que dormía profundamente.
    Ella desapareció en el bosque días después y nunca más volvió con nosotros.

    No le hablé a nadie del fantasma.
    Yo era muy pequeño y tenía miedo.
    El fantasma se me aparecía cuando yo dormía.
    Yo quería respirar.
    Yo quería correr.
    Abría la boca para llamar a mi mamá y no tenía voz.

    Mi mamá colgaba del respaldo de la silla la camisa con la que luego mi papá salía a las seis de la mañana a trabajar en el astillero de Vulcano, donde se hacían barcos de hierro.
    Mi mamá por la noche planchaba la camisa de mi papá.
    La vieja sartén de la abuela ya estaba allí, en el clavo de la pared.
    El fantasma siempre estaba preparado.

    .
    .
    .
    De mayor yo tuve una novia que se llamaba Sonia.
    Sonia siempre tenía sed, mucha sed.
    “Yo incluso bebo agua, de la sed que tengo”, era la frase favorita de Sonia.

    Una noche Sonia se metió en la cocina porque tenía sed.
    Yo estaba durmiendo y ella se metió descalza en la cocina.
    Como era luna llena, Sonia se encontró con el fantasma.

    Sonia huyó y de repente estaba saltando encima de la cama, y me apartaba la manta a patadas y me daba patadas en el culo.
    Chillaba que había un fantasma en la cocina
    Chillaba: levántate, levántate.
    Yo me senté en la cama.
    Le pregunté a Sonia: ¿qué pasa?

    Tienes un fantasma en la cocina, tienes un fantasma en la cocina.
    ¿Y qué?
    Ella salió disparada hacia la cocina.
    La vi tan excitada que me dije: voy a seguirla por si le pasa algo.
    Es la luna llena, le dije a Sonia. No hay ningún fantasma. Es la luna llena. Tranquila.

    Pero el cielo se encapotó de repente.
    Y la luna desapareció del cielo.
    También desapareció el rectángulo azul de las baldosas del suelo.
    Yo encendí la luz de la cocina.

    Sonia me agarró de los pelos.
    Empezó a golpearme la cabeza contra el frigorífico. Pum, pum, pum.
    Sonia gritaba: “Pero qué burro eres. Tienes un fantasma en casa.”
    Pum, pum, pum…

    Yo le decía a Sonia:
    “Pero si no es un fantasma, mujer… Que es la luna…, que sí, que es la luna…”

    Pum, pum, pum…
    Sonia me decía:
    “Eres el único tío que conozco que tiene un fantasma en casa. Pero qué burro eres.”
    Pum, pum, pum…
    “Y no quiero que vuelvas a llamarme ni que me mandes guasás con moticones ni sin moticones”
    Pum, pum, pum…

    .
    .
    .
    Anduve una semana dando vueltas por ahí intentando controlar el zumbido que me salía por las orejas.
    Una tarde me acerqué por el Arenal, y Tito Lonestar, el camarero del Classic, me dijo que a él le daba la impresión de que Sonia se había largado de la ciudad.
    La última vez que la vio, ella se fue sin pagar. Tito me dijo que desapareció con un montón de vinilos que le pidió prestados.
    –Si la ves, te ruego que me avises inmediatamente –me dijo Tito Lonestar-. Y ten cuidado, Karlis. Esa tía está muy pallá.
    –Gracias, Tito –le dije-. Ponme un globo, uno de los tuyos.
    –Es más fuerte que tú, Karlis.
    –Sé de qué me estás hablando –le dije a Tito asintiendo pensativamente con la cabeza.

    .
    .
    .
    Con Carla, en cambio, todo resultó muy diferente desde el primer momento.
    Carla es vegana.
    La llamo y cuando ella levanta el teléfono yo la invito a cenar mañana, en mi casa pues estamos a fin de mes.

    Cuando estoy con Carla yo también soy vegano.
    Aunque puedo hincarle el diente a un buen filete con patatas, un par de huevos fritos y un gran pimiento verde pasado por la sartén.

    Le pregunto a Carla si quiere algo en especial para la cena. Ella me dice que la sorprenda.
    –De acuerdo –le digo-, veré si en la gallega encuentro algo en sus programas de cocina.
    Carla me dice que en la gallega dan buenos programas para veganos.
    –Es la única tele que se preocupa por nosotros -me dice.
    –Entonces echaré un vistazo.

    No hago más que sumirme en el sofá y zapear, y allí me encuentro en la gallega al comodoro Esteban. Mueve sus bigotes y sus gordos dedos delante de mis ojos. No deja de hablar. Parece que se dirige a mí, solamente.
    El comodoro Esteban me apunta con su cucharón de madera. Yo empiezo a anotar en una libreta.

    Lentejas con verduras:
    Una cebolla en cuatro trozos. Berenjena en trozos pelados y picados. Tomate pelado y cortado. Lentejas, lógico. Cuatro zanahorias cortadas en trozos que luego aparezcan en el plato. Patatas. Un pimiento verde. Ajo pasado por el mortero. Laurel. Ocho cucharadas soperas de aceite de oliva. Sal (media cucharada sopera). Pimienta negra molida. Grelos, si es posible, pero si no los hay no pasa nada. Agua, dos vasos por cada vaso de lentejas, procurando que cubra más o menos por la mitad de la olla a presión.
    Se cierra todo. Olla al fuego y se cuentan quince minutos desde que el vapor sopla.

    Llamo a Carla.
    –Ya lo tengo. No puedes imaginarte lo fácil que es. Es de la gallega, especial para veganos. Tenías tú razón -y le doy a Carla la relación de los ingredientes de las lentejas con verduras-. Enciendes la cocina y le pones encima la olla. Lo mejor de todo es que los productos los encuentras en cualquier super. Ni siquiera tienes que acercarte de mañana por el mercado. Excepto por los grelos, claro.
    –Parece bueno –dice Carla con entusiasmo.

    –Ah, y mañana a mi regreso de Santiago, cerca de Caldas, le pediré unos grelos a alguna paisana. Los atan en manojos con hierbas y los ponen al lado de la carretera en una carretilla. Se los venden a los coches que se detienen. Tienen también zanahorias, cebollas, tomate, patatas…
    –Esas lentejas van a estar riquísimas –dice Carla.
    –¿Verdad que sí? ¿A qué hora quedamos?
    –No lo sé. Los sábados por la tarde es raro que venga alguien a retratarse o a imprimir sus fotos después de las siete…
    –Vale. Me paso por ahí y nos tomamos un vino en la taberna de Benito.
    –De acuerdo. ¿Qué tal el Pórtico?
    –Quedó bien. Era un trabajo delicado pero ya lo terminamos. A partir del lunes empezaremos a desmontar los andamios. Los peregrinos meten los brazos y la cabeza entre los hierros y sacan fotos. Cuando esté todo listo nos acercamos tú y yo a la catedral. Te gustará, ya verás.
    –Seguro que quedó bonito. Me gusta como pintas.
    –El Pórtico tiene ahora los colores que los peregrinos pudieron ver durante los siglos medievales. Yo pinté los ropajes de algunos santos y ángeles. Pero fue un trabajo para nada creativo. Sólo mezclar y empapar la piedra.
    –Aun así estoy convencida de que me gustará. Tenías que haber pintado tú a todos los ángeles.
    –Bueno, cada uno se ocupaba de un color. Así era más fácil.
    –Qué interesante…
    –Sí…

    A la hora de preparar las lentejas se me plantearon algunas dudas con la sal.
    Media cucharada sopera de sal me parecía demasiado.
    Los veganos toman poca sal, pues la sal da incluso más hambre que sed.
    Carla tiene un tipo fino que a mí me gusta; se nota que no toma demasiada sal.
    Ese fue el motivo de que a las lentejas les echase nada más que una pizca.

    Nos sentamos a la mesa. Yo serví las lentejas y Carla abrió la botella de tinto que cogimos en la de Benito. Empezamos a cenar.
    Le pregunté a Carla qué tal estaban las lentejas.
    Me dijo que estaban buenas.
    –¿Pero no están un poco sosas?
    –En absoluto. Están perfectas. La sal la empleaban antes para conservar los alimentos, los salaban. Mataban al bisonte a lanzazos, salaban el excedente y no se les pudría –me informó Carla-. Tenían comida para el resto de la estación y les quedaba tiempo libre para pintar la cueva por dentro en vez de andar por ahí persiguiendo al mamut. Así fue como empezó todo.

    Carla se separó de la mesa arrastrando la silla, levantó el vestido y estiró una pierna.
    Me dijo que una vez se la había roto en un accidente de moto y que pasó casi dos semanas en el hospital.
    –Allí se come sin sal. Es lo que te sana. En aquellas dos semanas en el hospital adelgacé casi ocho kilos sin enterarme. Comía lo justo y no tenía hambre porque comía sin sal. No entiendo porqué estas cosas no las enseñan en la escuela.
    –Tienes razón –le dije acariciándole la pequeña cicatriza de la rodilla.
    –A lo mejor lo hacen para que la gente se ponga toda gorda, porque los gordos son indolentes y puedes hacer con ellos lo que quieras. Dale a un gordo un par de bocatas de chorizo y no encontrarás a nadie tan feliz.
    Yo le dije: Me gusta estar contigo, Carla.
    Y seguí acariciándole la pierna.

    Desperté de madrugada porque mi cuerpo dormido de repente se encontró solo. Extendí un brazo en la oscuridad y allí no estaba Carla. Sin encender la luz de la habitación, me quedé al acecho afinando el oído.
    Sentí que la puerta se abría y sentí también que penetraba una suave corriente de aire frío. Oí un susurro.
    –Karlis…
    –Qué…
    –Ven conmigo a la cocina –me dijo Carla.
    –Es la luna –le dije. Encendí la luz. Carla estaba de pie en a puerta-. ¿Te despertaste? ¿Tienes sed?
    –No… Desperté y me fui a la cocina, no sé para qué. Pero allí hay alguien…
    –Es la luna.
    –No sé –me dijo Carla-. Ven.

    La luna estaba en el cielo y en las baldosas del suelo había un rectángulo de luz azul que subía por la pared. La sombra del respaldo desnudo de una silla incidía debajo de la sartén de la abuela.
    –Esa sartén era de mi abuela –le dije a Carla.

    Ella se acercó y acarició la sartén con las yemas de los dedos. Yo hice ademán de encender la luz de la cocina.
    –Deja, no enciendas –dijo Carla.
    –No recuerdo que nadie haya cocinado en esa sartén. Yo, por lo menos, nunca lo hice…
    –¿No lo notas? –dijo Carla poniendo las palmas de las manos hacia arriba-. Esto está lleno de gente. Aquí hay alguien. Y tu hermanita también está aquí. ¿A qué edad desapareció en el bosque?
    –Era muy pequeña. Me llevaba cinco años.
    –Pues está aquí –Carla caminaba lentamente alrededor de la mesa rozando el respaldo de las sillas con las yemas de los dedos-. Los tienes aquí a todos. Esta cocina parece una cueva. Esa ventana por donde entra la luna es la boca de la cueva. Mira: todo el bosque está cubierto de rocío azul. ¿Tú no notas que se está bien aquí?
    –Siempre lo noté.
    –Se está tan bien… ¿Cuántos años tiene esta casa?
    –Muchos. Ya pertenecía a los padres de mi abuela. Creo que ellos la reformaron.
    –Tenemos que sacar unas fotos aquí por la noche. Un día traigo la Leica, ¿qué te parece? –me dice Carla.
    –Bien. Me parece estupendo.
    –Entonces traeré la Leica y varios carretes en blanco y negro y en color.

    Carla se sentó. Colocó las manos una sobre otra encima de la mesa y dejó caer la cabeza sobre ellas. Sus cabellos castaños se desparramaron. El rectángulo azul pasaba por encima de sus hombros desnudos.
    –¿Calentamos unas lentejas? –le pregunté con suavidad.
    –Claro –dijo Carla, y soltó un gruñidito.

  33. carlos dice:

    EL MARIDO DE LA CHELO

    En los urinarios de un centro comercial de esta ciudad, el marido de la Chelo orinaba, y pensaba mientras tanto: “Ahora la gente que se me acerca me pregunta qué tal me va la vida, la familia, la mujer, la niña…, yo les digo que bien, bien… Noto que no dejan de hablarme con cautela, como si no se atreviesen a comunicarme una cosa que podría interesarme. Siempre terminamos tomándonos una cerveza en cualquier esquina y hablando de fútbol y de los buenos viejos tiempos”.

    En el momento en que empezaba a sacudírsela, llamó su atención una especie de mensaje en el azulejo blanco que tenía a la altura de los ojos. Se notaba que los de mantenimiento del centro comercial algo habían disimulado bajo una discreta capa de lechada. En una bolsa de plástico el fulano llevaba un alicates y un destornillador de cabeza plana recién comprados, y sólo por curiosidad pasó el canto del destornillador por el azulejo y dejó al descubierto lo que parecía una vagina castaña, con tan buena perspectiva perfilada que daban ganas de lamer el azulejo, y el tipo casi lo hace. Al pie de la vagina apareció un número de telefóno. Comprobó la cifra recorriendo los números con el índice. Lo cierto es que había un ocho que parecía más bien un tres, y un siete que se confundía con un uno, y un seis no se sabía si era en realidad un cinco. Y los tres últimos números aparecían entrelazados y podían representar cualquier garabato. Pese a todo, dedujo el fulano que la vagina y el número de teléfono eran ambos tan semejantes a los de la Chelo, su Chelo, que pefectamente podrían ser los de ella.

    Con cara peliaguda y resoplando un par de veces, el marido de la Chelo empezó a lavarse las manos. El espejo contemplaba su cerrada barba azul, los gruesos dedos peludos de sus zarpas, sus ojos castaños, hundidos, como los de un triste oso de circo. El caso es que las cosas con la Chelo de nuevo comenzaban a marchar viento en popa. Nuestro amor tiene más vidas que un gato, Chelo, le había dicho él aquella misma mañana abrazándola, besándola, sobándole el culo y una teta al salir de casa, después de un fin de semana maravillosamente juntos los tres otra vez: la niña, la mami y el papi. Y de sopetón se le presentaba aquella barbaridad en un azulejo tan blanco, tan puro, tan inocente… ¿Quién había sido el hijo de puta que había perpetrado aquello? ¿Por qué? El hombre arrimó sus manos al viento del secador. Tenía que tratarse de un error, de una casualidad cualquiera. Alguien se compra un destornillador, o una navaja en el centro comercial. O un simple cuchillo para pelar patatas y cortar cebollas que la parienta le encargó, y luego se entretiene en burilar un coño en el azulejo –lo típico- mientras echa la meada. Entra después otro fulano, retoca unos trazos, los perfecciona y añade unos números a rumbo. He ahí la explicación, tan sencilla como irrefutable. Ocurre como cuando te metes en un retrete y al momento de agacharte ves pintado en la puerta un pene a lo largo. ¿Tú qué haces? Si llevas encima un rotulador añades unas gafas, ¿o no? O un número que te inventas, o un teléfono que te sabes de memoria y quieres joderte y joderle el día al enemigo. Nadie te obliga a nada. Eres tú quien decide si jugar o no, y los daños colaterales siempre caen sobre uno que pasaba por allí. Pero bien pensado, ¿acaso la Chelo no pudo andar liada en los últimos tiempos con algún machacante con buena mano para el dibujo? He ahí una cuestión que había que analizar con calma, porque aquí el que no corre vuela.

    Bajaba, pues, el tipo por la escalera mecánica en dirección al estacionamiento del centro comercial buscando sospechosos entre las caras de la gente que subía por la otra escalera. Todas las caras le parecían felices e inocentes. Le parecía que todos fingían. ¿Pero cómo identificar, con exactitud, a los culpables? Sumido en pensamientos profundos, durante veinte minutos el marido de la Chelo deambuló por el aparcamiento de modo mecánico y confuso. A ratos hablaba consigo y a ratos buscaba el coche. Era lunes. Miró su reloj. Él en aquel momento ya tendría que estar camino de Tuy. Probablemente no le daría tiempo de visitar a todos sus clientes por la mañana, así que tendría que comer en alguna taberna de la frontera y seguir visitando por la tarde. El coche se hallaba en una esquina, al lado de una pilastra, y cuando dio con él advirtió que había pasado varias veces por su lado, incluso tocándolo con los dedos de una mano. El fulano apretó la llave y el seguro saltó con un chasquido y brillaron las luces de los intermitentes. Abrió la puerta del conductor y tiró la bolsa de plástico con el alicates y el destornillador en el asiento de al lado. Bah, ahora mismo, sentado al volante, se daba cuenta de que, después de todo, el asunto no había sido para tanto. Era evidente que todo aquel lío provenía de la gamberrada de unos niños. ¿Cómo había podido, él, no percatarse? Además, los de mantenimiento volverían a tapar con yeso el cuadro que él, tan inocentemente, había revelado con el destornillador. Puede que cambiasen el azulejo con otro nuevo. Sería lo lógico. Bien, asunto resuelto; salgamos de aquí y marchemos hacia Tuy, se dijo el fulano.

    Arrancó el motor, dio gas y el coche partió marcha atrás y se dio un trastazo contra la pilastra de cemento que estaba allí. En el aparcamiento sonó un estallido y después el ambiente volvió a quedarse silencioso. Aguantando la respiración, el fulano sacó la marcha atrás y se apeó. Giró alrededor del coche con los brazos en jarras. La defensa trasera se había partido. Le puso un pie encima y la mitad se desprendió. La recogió del suelo y la contempló por dentro y por fuera. Ahora las cosas las hacían de plástico para que rompiesen cuanto antes. Era el sino de los tiempos. El fulano abrió la puerta del maletero y dejó el trozo de la defensa entre una caja de botellas de rioja y varias botellas de muestra de un nuevo albariño que había que introducir en la restauración y hostelería de la frontera.

    Era lunes. Miró su reloj. Calculó entre cien y doscientos euros el arreglo de aquel estropicio. La semana no comenzaba bien. Aun así, calma. Puso en marcha el coche y lo condujo suavemente hacia la salida. Todo lo que tenía que hacer era largarse del parking de una puta vez y salir a la luz del día, a los ruidos de la calle, al aire de la mañana. Llevaría el coche a un taller mecánico y pediría presupuesto. A Tuy ya iría por la tarde, después de comer. Comería con la Chelo y la niña. Sí, las llamaría y comería con ellas. Mejor así. Se pasaría por el garaje y con un poco de suerte le colocarían la defensa aquella misma mañana. Sí, se quedaría a comer con las dos, era lo mejor. Las llamaría. O quizás no. Se presentaría en la puerta y comería con ellas en casa. Las estaba echando de menos, ¿no resultaba curioso? Pensaba explicarles lo del accidente mientras comían, no lo otro.

    Pero sin dejar de maquinar, el tipo giró el volante para evitar meterse en el túnel que lo conduciría a la salida, dio la vuelta por todo el aparcamiento, regresó al punto de partida y arrimó lentamente el coche a la pilastra. Apagó el motor y siguió rumiando.

    Es que los pelos parecían tan reales… Eran castaños como los de la Chelo, idénticos. ¿Quién podía haberse tomado tantas molestias? Y la vulva era la misma. La de la Chelo tenía un lunar en el labio superior izquierdo y el fulano se preguntó si aquel lunar tendría su reflejo en el azulejo. ¿Y si echaba un último y definitivo vistazo para cerciorarse? No podían dejarse cabos sueltos, por lo menos no ese tipo de cabos. Y estaba claro que meterse en la carretera con todas aquellas dudas bulléndole dentro de la cabeza como un dolor sería peligroso. Es imposible conducir un automóvil con semejante ansiedad. El fulano golpeó el volante con una mano, agarró la bolsa de plástico, abrió la puerta y saltó del coche. En cuatro zancadas alcanzó la escalera mecánica. Al llegar arriba torció a su izquierda con decisión y siguió caminando por el corredor. Naturalmente hablaría de estas materias con la Chelo durante la sobremesa y terminarían riéndose los dos juntos. Pero ella tendría algo que decir, y le gustaría oírla. A punto de entrar en los urinarios, el marido de la Chelo sacó el destornillador de la bolsa empuñando su mango rojo con mano firme y robusta. Con la puntera del zapato empujó la puerta.

  34. carlos dice:

    FRAGMENTOS DEL CUADERNO NÚM. 14

    oo0oo

    –¿Cómo es que has tardado tanto? -le preguntó la diabla de un diente, cruzada de piernas en un tocón del bosque.

    –Tuve que orientarme en la noche, pero ya estoy aquí…

    El suelo era duro y estaba bien amarrado por las raíces de los viejos árboles. No iba a ser fácil cavar allí.

    –No te va a resultar fácil cavar ahí -le dijo la diabla de un diente.

    –Ya sé. Pero es aquí -la sonriente luna salió de detrás de una nube y el hombre empuñó el pico y lo descargó contra la tierra con todas sus fuerzas-. ¡Yo sé que es aquí!

    –¿Y por qué tu hermosa mujer no te acompaña? ¿Te fías de ella?

    –¿Y cómo no voy a fiarme si ella es la que me envía a estas horas con el pico y el caldero? ¿Crees que no me funciona el cerebro, o qué?

    –Pero no te enfades, colega. No te pongas así -dijo la diabla de un solo diente.

    00o00

    Volar resultaba sencillísimo. Decía Rosita que una se encarama a la copa de un árbol y más que dejarse caer desliza una el pie con la certeza de que el aire la sostendrá. ¿No te tira hacia atrás el aire cuando hay viento y te rompe el paraguas? Porque el aire tiene su fuerza, razonaba Rosita. Tú echas el pie sin titubeos. Luego te inclinas un poco hacia delante y empiezas a nadar a braza con suavidad, y es cuando se consigue. La confianza es lo más importante. Para cruzar la ría te subes a la ventana, avanzas el pie sobre el mar de tejados rojos, te inclinas un poco y nadando nadando te diriges hacia el sol anaranjado.

    ¿Qué ocurre si te caes? Pues de eso se trata. Porque te caes de culo encima de un príncipe azul maravilloso y lo descuajaringas.

    oo0oo

    Si tienes algo que
    decir cállate y dilo. Si
    no tienes nada que decir
    adelante con el adjetivo.

    0o0

  35. Carlos dice:

    CACHORROS

    I
    Cuando ella regresó a casa con un bebé en sus brazos, Pacho pareció volverse loco y empezó a girar a su alrededor moviendo el rabo y olisqueando con agitado asombro a la criatura. Las vibraciones de amor de Alba Silva hacia aquel desconocido y diminuto ser eran tan extremadamente densas, que Pacho -un pastor alemán oscuro, de apariencia poderosa y circunspecta- sabía que tenía que tomarlo bajo su protección, ya. Y de inmediato, el perro pasó a convertirse en leal guardián y abnegado compañero de juegos del primer vástago de la familia, día y noche. Por las tardes, si la madre y el hijo jugaban en el sofá, entonces el pastor comenzaba su ronda por todas las habitaciones de la casa, echaba un ojo detrás de las puertas y vigilaba escrupulosamente el jardín cada vez que pasaba por delante de una ventana. Regresaba y se tumbaba en la alfombra a cierta distancia de madre e hijo y los observaba en silencio unos minutos. Después, Pacho se aproximaba a la pareja y apoyaba la quijada en el sofá.

    Sólo Alba Silva podía acercarse impunemente al niño, pues incluso el padre, Benito Suárez, tenía que aproximársele con calma mientras era en todo momento observado por el perro, que lo seguía pisándole los talones después de recibir alguna carantoña. Si Benito Suárez se olvidaba por cualquier motivo de este breve ritual, podía encontrarse con que Pacho le echaba la boca a las manos, o, más usualmente, le cerraba todo acceso al pequeño gruñéndole y mostrándole los colmillos. A Benito Suárez le resultaba indiferente que aquel estúpido guardián lo tratara como si fuese un intruso, un extraño a la familia; ni siquiera pensaba en ello. Suárez trajinaba de sol a sol en su taller, entre carburadores, ruedas rajadas y todo tipo de topetazos, y andaba después detrás de los clientes para cobrar las facturas, de modo que caerle bien o mal al perro lo mismo le daba; bastante tenía Suárez con lo suyo.

    Sucedió que durante la canícula del verano, a la hora de la siesta, un caco enfundado en un chándal que le venía dos tallas grande se adentró en el jardín de los Suárez-Silva cuando ellos dormitaban con la telenovela delante. Pacho se hallaba acostado al lado de la cuna en el dormitorio, se alzó del suelo y pasó su hocico por encima del cachorrillo, que dormía plácidamente. Desconfiando, se acercó a la ventana y por debajo de la persiana observó a un desconocido que se acercaba; era flaco y no parecía gran cosa. Con un simple ladrido podría espantarlo, pero no quería incordiar al niño y prefirió esperar a que el fulano se largase por su cuenta. El caco llegó hasta la ventana, se puso de puntillas y empezó a levantar la persiana con tal habilidad y cuidado que fue a meter su cabeza directamente en la boca del perro. Pacho, rugiendo lo menos posible y moviéndose con celeridad, le hizo sin gran esfuerzo un picasso en toda la cara. Visto y no visto: el niño seguía durmiendo beatíficamente, que era de lo que se trataba. Renqueante y sin un exacto conocimiento de lo que acababa de suceder, el caco corrió hacia el extremo del jardín, saltó del césped a la acera, se le cayó la chinela de plástico de un pie y salió trastabillado hasta golpear su pequeña pero dura cabeza contra el tronco de uno de los robles centenarios de la avenida.

    Alba Silva y Benito Suárez, que de algún modo habían oído un lejano rugido, se levantaron del sofá y corrieron a la habitación. Lo que vieron fue el ensangrentado hocico de Pacho husmeando en la cuna la ropita blanca salpicada de sangre; había sangre también en las rojas pisadas que dejaba el perro por el suelo. Ante aquella visión atroz, las paredes comenzaron a girar alrededor de Alba Silva, que se desmayó creyendo que el perro acababa de devorarle al niño. Suárez, pensando lo mismo, agarró al animal por el pescuezo, lo levantó en peso y empezó a estrangularlo con sus callosas manos. El animal ni ladró ni echó la boca; gemía y sacudía las patas, pero con cuidado para no pelar las rodillas desnudas del hombre, hasta que no aguantó más y expiró.

    Una ambulancia se llevó al caco al hospital con el gotero pinchado en un brazo; antes de partir, el médico reanimó a Alba Silva y le proporcionó un ansiolítico para que se calmase. Benito Suárez, por su parte, se dedicó a recorrer una y otra vez las habitaciones de la casa mirando detrás de las puertas y a través de las ventanas; al ver que el jardín se había llenado de gente, bajó y se situó al lado de Alba Silva. El niño dormía en sus brazos y ella contemplaba ausente cómo los vecinos cavaban con unas palas al lado de los rododendros. Una vez hecho el agujero metieron al perro dentro y Alba Silva cortó con las uñas el tallo de una flor y la dejó caer encima del cuerpo que empezaba a cubrir con tierra. En aquel momento, un vejete de abundantes bigotes amarillentos partió raudo hacia su casa y regresó con una cruz de madera que clavó en el caballón de tierra negra; el hombre se disculpó ante los presentes: aquella no era en realidad una cruz sino que era la tosca espada que le había fabricado al nieto puliendo dos tablones, pero prometió que le haría otra espada mucho mejor. Alba Silva le dio las gracias por la cruz y le besó una mejilla; acto seguido entró en el garaje acompañada de algunas vecinas y desplegaron entre todas una mesa en el jardín, sobre la que colocaron unos botes de cerveza, dos botellas de rioja, una de sangría de litro y medio, unos pinchos de jamón, queso y chorizo y media empanada de xoubas que desapareció casi en el acto. La avenida se había quedado desierta. Suárez abrió una cerveza y rompió con un carraspeo el profundo silencio que se había apoderado de la tarde. Dijo que había visto el brillo de los ojos de Pacho mientras se dejaba estrangular. Pasándose una mano por debajo de la nariz y soltando una escurridiza lágrima, reconoció que era un hecho que no olvidaría jamás. Los vecinos asentían con la cabeza y lo consolaban con palmaditas en la espalda. El sol dejaba un cielo azul pálido entreverado de rosa, más alto y extenso que el de costumbre.

    II
    Como la vida sigue y unas cosas siempre vienen a tapar a las otras, las circunstancias de la muerte de Pacho saltaron a los periódicos y a las televisiones. Hasta la pareja llegaron ofertas para que ambos exhibieran juntos por los platós su dolor y desconcierto por lo que había sucedido. Alba Silva se negó en redondo a ir a ningún plató y le sugirió a su marido que hiciese lo mismo. Pero él, harto de perseguir a los clientes para que le pagasen los arreglos de los topetazos y los embadurnados cambios de aceite de los motores de los coches, decidió probar suerte en aquel mundillo. ¿Qué podía perder? Empezó a recorrer las televisiones explicando cómo había matado a su perro y porqué lo había hecho, y qué había sentido justo en el momento de caer en la cuenta del error cometido. Cuando ante los tertulianos y el público engolaba un poco la voz y decía que él con sus propios ojos había visto llorar al perro mientras lo estaba matando, recibía un aplauso espontáneo y general. Este truco lo puso a prueba un par de veces y le dio buenos resultados. Suárez le cogió gustillo a los medios y en seguida empezó a explayarse y a inventarse cosas. Afirmaba que llevaba flores a la tumba del jardín y que procuraba mantenerlas frescas, cuando en verdad eso quien lo hacía era su todavía esposa, Alba Silva. Ella fue, por cierto, la que se acercó a Pereiró y en un taller-comercio de cantería encargó una lápida para Pacho, con un bajorrelieve del animal realizado en el mármol por un maestro cantero local a partir de una fotografía que ella misma le había entregado.

    Para Alba Silva los días transcurrían a toda velocidad, pero las horas se le hacían inabarcables. Se preguntaba, obsesiva, si no estaría perdiendo su tiempo. La convivencia se había convertido en un bucle de pacotilla que se repetía a diario y que no anunciaba más que aburrimiento y hastío. La magia, si es que alguna vez la hubo en aquel matrimonio, había salido volando por la ventana. Ella ya no soportaba a aquel desconocido que se pavoneaba por los platós. Incluso el niño se apartaba de la teta al aproximarse Suárez: movía los puñitos y no paraba de retorcerse y gemir hasta que el hombre se marchaba de la cocina, o del jardín, o del banco del parque, o de donde se encontraran. Alba Silva y Benito Suárez empezaron a dormir en camas separadas.

    Una neblinosa y triste mañana, Suárez llamó a la puerta de Alba Silva y le propuso que ese día lo acompañase a plató, que se acercase con el niño, que le diese la teta en directo, ¿por qué no? Aquel no dejaba de ser el niño por el que el perro se había sacrificado… Por toda respuesta la mujer lo levantó de la cuna, lo apretó en su pecho y miró a su marido con el interés con que se mira a una pared recién pintada de gris. Suárez adiestraba perros en un canal local y enseñaba todo tipo de trucos a sus televidentes; por ejemplo, cómo hacer una llave de repuesto con el plástico de un bote de gel, o una manejable aspiradora portátil con el motorcito de cualquier juguete eléctrico. De vez en cuando cocinaba ante las cámaras y mostraba de paso cómo hay que freír un filete sin que se quede tan duro como la suela del zapato, o qué hay que echarle primero a la ensalada, si el aceite o el vinagre. Suárez estaba dispuesto a hacer lo que fuera para atraer público a su programa.

    Viki, testigo de los sudores de Benito Suárez cada vez que se ponía a derramar todo su talento en el canal en el que ella misma trabajaba como peluquera, le había cogido cariño al hombre, y le tiraba los tejos desde hacía tiempo. Una tarde, a punto de comenzar el directo, pasándole un algodón por la frente para apagarle los brillos, Viki le preguntó:

    –¿Tampoco hoy te acompaña tu mujer, Benito? –demasiado bien sabía Viki que su mujer nunca había acompañado a Suárez a plató.

    –Tampoco –dijo él.

    –Pues qué sosa y aburrida es, ¿no?

    –Y que lo digas –respondió Suárez, reclinado en el sillón de la peluquería e intentando poner la mente en blanco.

    –Si yo fuese ella, no me apartaría de tu lado –insistió Viki-. ¿Es que no confía en ti? Pues qué tonta, ¿no?

    –Tienes razón, Viki –dijo él, advirtiendo que aquella voz que siempre le había dado algo de somnolencia, de repente parecía querer desnudarlo-. Ya no sé qué le pasa a esa mujer, te lo digo en serio, Viki. No sé qué es lo que le pasa.

    Este incipiente cambio de impresiones, con el reclinatorio de por medio, fue el pistoletazo de salida, al fin, a un ajetreado fin de semana entre Viki y Suárez, que empezó ese mismo viernes después de cenar, en una habitación del motel del aeropuerto y que terminó pasado el mediodía del sábado en una marisquería de Vilagarcía.

    Cabe decir que cuando con posterioridad los Suárez-Silva se divorciaron, de común acuerdo decidieron que Alba Silva se quedaba con la casa y se encargaba de los pagos restantes de la hipoteca (no reintegraba a Suárez la parte de él en el monto previamente desembolsado, ni se habló de las deudas del taller mecánico). No se acordaba pensión pero sí una pequeña cantidad para alimentos, que corría por cuenta de Suárez. Alba Silva se quedaba con la custodia del niño, que ya marchaba por la calle de la mano de mamá hablando sin descanso con voz aflautada, aplastando la nariz en los escaparates de juguetes y persiguiendo a las palomas que se cruzaban en su camino.

    III
    Sí, sí, sí, claro que la recuerdo, la recuerdo, cómo no. Va para una semana que estuvo por aquí. Era una mujer delgada y de piel blanca; de aparente melancolía, tal y como acostumbraba a decir mi finada hace años. Es la ex del mecánico que estranguló al perro con sus propias manos y que después fue a contarlo por las televisiones y se quedó haciendo aquellos apaños de cocina, hasta que desapareció con la peluquera y de ellos nunca más se supo. Era una mujer de sonrisa muy bonita. Apareció un lunes por la tarde, ahí en el portal. Tres días antes había llovido y yo anduve pegando papeles en todas las paradas del autobús desde aquí hasta Coia: “Se regalan cachorros de pastor alemán. Pelo quemado, collar blanco, mancha castaña en pecho y patas. Buena camada”. Leoncio, el conductor del Vitrasa, se portó conmigo. Yo me bajaba, pegaba el cartelito y me subía otra vez escapando de la lluvia, y Leoncio me esperaba. Claro que luego lo invité a unos pescaditos en la de Conchita y recordamos con nostalgia los viejos tiempos del tranvía.

    Ella había decidido buscar por estas aldeas y recorría errabunda los caminos. Preguntaba a la gente con la que se encontraba si sabían de alguien que tuviese cachorros para vender, y si le decían que sí, ella quería saber si los cachorros eran así y asá. El cartero de Negros, el gordo de mofletes vivos, mientras se comía uno de sus bocadillos le habló de mi camada, y ella se acercó en el coche a esta parte del monte. El sol pegaba fuerte y apareció sofocada conduciendo un auto grande y destartalado, uno de esos vehículos flojos que sisean en cuanto se les pisa y que a duras penas logran subir cuestas como las que tenemos por aquí. Yo sacaba agua del pozo para llenar el jarro de cristal de encima de la mesa de piedra y la vi ahí, en el portal. Paco, en cuanto la vio él también, saltó desde el zaguán de la casa por encima de los peldaños que bajan a la bodega y se fue hacia ella botando por la hierba como un lobezno; se plantó delante de sus botines rubios y se lio a morderle los cordones porque Paco es un cachorro vivo y revoltoso, hombre claro. A todas las gentes que se pasaron por aquí a buscar a alguno de sus hermanos, Paco les atacaba los zapatos.

    –Quieto, Paco -le dije yo aguantando el caldero-. Mira que te gusta morder los cordones de las señoritas, caramba.

    Ella acarició la cabeza y el pecho del animal y lo levantó hasta su cara. Y al Paco había que verlo, ¿eh? Con la boca bien cerradita apretaba los ojos con toda, y aplastaba las orejas hacia atrás como si fuesen dos hojas de laurel.

    –Qué bonito es –dijo, y de verdad que lo era en sus manos-. ¿Qué nombre tiene?

    –Puede llamarlo Paco, si quiere. Pero, pase, pase, no se quede en el portal, mujer –cogí un limón del árbol, lo corté a la mitad con la navaja y lo exprimí en el agua del jarro. Yo le dije que el mejor nombre para uno de estos animales es uno corto, simple y claro. Que se entienda a la primera. De ese modo, el animal se lo aprende jugando en cuestión de un minuto. Ella lo dejó sobre la hierba y el cachorro se revolcó jadeando a sus pies-. Está presumiendo delante de usted -le dije-. Se ve que usted le gusta, al Paco.

    –Paco… El que nosotros teníamos se llamaba casi igual; se llamaba Pacho.

    –Pues llámelo Pacho, no hay problema ninguno; él es inteligente y no se perderá.

    –Pacho…

    Me preguntó si tenía algún cachorro igual al Paco, pues andaba buscando uno así. Le dije que ya los había regalado todos y que sólo me quedaba él, que era el mejor de la camada; por eso en vez de regalarlo prefería quedármelo.

    –Tenga, beba, es agua fresca del pozo –llené un vaso con el jarro y se lo acerqué-. Paco era el mejor entre todos sus hermanos, desde luego. ¿Sabe cómo averiguar cuál es el mejor cachorro de la camada? ¿No? Es muy fácil, yo se lo explico: cuando los cachorros aún no pueden valerse se les separa de la madre y se los coloca a la misma distancia abriendo un arco. Entonces se suelta a la madre y ella va a buscarlos. El primer cachorro al que se acerca a socorrer, ese es el más fuerte, el más inteligente. Qué curioso, ¿no le parece? Ocurre como con los seres humanos. Si me permite que le pregunte, suponga que tiene usted gemelos, o trillizos…, pero que sólo uno de ellos puede salvarse al nacer, a elección de usted. Sólo uno. ¿A cuál salvaría si no tuviese más remedio que elegir? ¿Al más sano y fuerte o a cualquiera de los debiluchos…? Así fue como su madre me dio a entender que Paco era el mejor de la camada: rescatándolo el primero. Qué sabia es la vida, ¿no le parece? Hay que tomarla como viene, no hay otra.

    Sin decir nada, ella bebió del vaso y me pareció una persona muy desamparada; esa sensación me dio. Claro que yo no sabía que se había divorciado del marido. Intentaba sonreír, eso sí, pero se notaba que no le salía del todo. Paco se puso de pie y se me apoyó en el remiendo de la rodilla. Eché agua del jarro en la cuenca de una mano y la acerqué a su hocico; el animal reculó al dar dos lambetadas porque el agua tenía limón, y ese es un sabor que a Paco no le gusta nada. Reculó y tosió en mitad de un ladrido. ¿Qué pasa, fiera?, le dije rascándole la garganta.

    –Es igualito al que teníamos en casa, son como dos gotas de agua. ¿Cuánto me pediría por este cachorro, don Xosé? Yo se lo pagaría.

    –Y yo no le cobraría a usted ni un céntimo –fue lo que yo le dije, porque así me salió sin más, y le señalé al Paco-. Lo que a este le gusta es jugar. Y la comida. No piensa en otra cosa que no sea jugar y comer.

    Nos acercamos a aquel muro de musgo y dejé que contemplase la ciudad desde allí. Parece que puede alcanzarse todo sólo con extender las manos, ¿verdad?, me dijo señalando la oficina en la que trabaja; está en uno de aquellos pisos que se ven a la izquierda del edificio del ayuntamiento. Ella lleva el tema de los impuestos en una gestoría. Es una mujer preparada, eso se nota en seguida. Ya tenía ese trabajo de soltera, y volvió a cogerlo poco antes de divorciarse, según ella misma me explicó. El Paco estaba correteando por ese bancal de abajo, luciéndose y presumiendo delante de ella, como si yo no lo conociera; andaba espantando por el campo a un par de mirlos, macho y hembra, que se reían de él.

    –El día que un gato atrape la luna, Paco cazará a uno de esos dos –dije yo, y fue la primera vez que la vi sonreírse; sí señor, tenía una sonrisa muy bonita. Se le iluminaba la cara.

    Cuando se marchó, todavía en aquel calvero de allá abajo arrimó a la cuneta el coche y lo apagó. Me dijo que volverá a hacerme una visita, pero la vida se toma sus tiempos, aunque no sé si ella volverá. No le pregunté el nombre del niño. Me habló de él, claro, pero no se lo pregunté. Es muy revoltoso, tan revoltoso como el Paco y siempre está tramando algo; es muy pillo. Debí haberle preguntado el nombre de la criatura, ahora me pesa no haberlo hecho. Quizá vuelva…, pero eso nunca se sabe.

    IV
    No era fácil descender del monte en el coche por aquellas pendientes con el sol tan bajo delante de los ojos, pero Pacho se quedó henchido de admiración cuando los árboles desaparecieron. Con sus manos apoyadas en la ventanilla abierta miraba el gran cielo azul por encima de las montañas, la ciudad a orillas de aquel gran charco que era mucho más grande que el lejano charco que se veía desde la finca de don Xosé. No podía ser el mismo; este charco estaba al alcance de la mano y parecía una cosa inmensa. Si él lograse estirar el cuello lo suficiente, podría pasarle la nariz por encima, para ver de qué pasta estaba hecho. Pacho nunca había estado tan lejos de casa. Se sentía como un lobo. Podría andar suelto y a su aire de un lado para el otro por aquellos montes y entre todos aquellos árboles en busca de aventuras y bajando a beber del agua del gran charco para calmar su sed de lobo. Era increíble. A medida que el coche bajaba por las cuestas aparecían casas y más casas, pero no eran tan grandes como la de don Xosé. Eso sí, este charco que tenía delante sí que era inmenso. ¡Cómo le gustaba! No podía apartar la mirada.

    –Pacho –le dijo Alba.

    Sin apartar las manos en la ventanilla, el perro giró su cabeza hacia la mujer. Alba pensó que tenía razón don Xosé: el animal era muy despierto y se había aprendido su nuevo nombre sin titubeos ni despistes en cuestión de medio minuto. Pacho vio que a la par del coche volaban dos pájaros negros. Los conocía muy bien: venían de los bancales de arriba. Les ladró para que supiesen que él iba en el coche y también venía de arriba. Era increíble, todo aquello era increíble. Pacho les ladró otra vez a los dos pájaros, para que viesen que él también ya era mayor como ellos y podía ir en un automóvil con una señorita.

    –¿Qué pasa, fiera? -le dijo Alba palmeándole el lomo.

    Alba empezó a pisar el freno y fue arrimando con cuidado el coche a la cuneta. Apagó el motor, cogió de la parte de atrás una de las botellas que don Xosé acababa de regalarle y bebió un poco de agua fresca. Dentro del coche olía a peras y manzanas recién cortadas del árbol. Pacho le hizo una caricia en el brazo y ella vertió agua en la cuenca de la mano. A la primera lambetada, Pacho se apartó estornudando. Alba sonrió. Las manos de don Xosé eran oscuras, de dedos recios y algo rígidos. Las estaba viendo. ¿Cuántos años tendría don Xosé? Era como un gran cachorro. El domingo, quizás el sábado, ella regresaría a la finca con el perro, y con el niño, naturalmente. Quería que don Xosé lo conociera. Para entonces los dos cachorrillos ya serían uña y carne. Ella lo tenía claro: no le apetecía salir por ahí en busca de ilusiones ni de fantasmones. Ya había pasado por eso y ahora quería dedicarse a la criatura. ¿Qué tienes pensado hacer, Alba?, se preguntó enroscando pensativamente el tapón de la botella. Disfrutar del niño. Quería verlo corretear por la finca, por las viñas, entre los frutales. El niño soltaría una carcajada viendo a Pacho estornudar después de lamer el agua con limón en la mano de don Xosé. Entonces Pacho haría una cabriola para que el niño se riese de nuevo, y saldrían los dos ladrando, chillando, botando por la hierba de la finca.

    Era una finca que sobrepasaría bien toda ella las dos hectáreas, estaba segura. Alba podía observar la casona, las antiguas cuadras, los frutales, las huertas, el arroyo de agua fresca y transparente que bajaba revolcándose entre alisos hacia el mar… Sólo el muro de cierre de la propiedad señera, levantado con aquellas rústicas y gruesas planchas de granito rosa de Porriño de dos metros y medio de altura… ¿Cuánto pudo costar aquel muro?

    Concluía un día calmoso, y amable. Centelleaban entre las aguas de los muelles las primeras luces de la ciudad; en las islas resplandecía un mar anaranjado, vibrante. Alba Silva retiró su mirada de los campos de don Xosé y encendió el motor del coche, tendió una mano de dedos largos y transparentes y acarició el lomo del cachorro, que no dejaba de mirar. El coche empezó a deslizarse. Entre los muelles se movía, discretamente, una chalupa con farol sordo.

  36. Carlos dice:

    FRAGMENTOS DEL CUADERNO NÚM. 16

    oo.
    oo.

    QUERIDA AMIGA:

    Me compré el aparato que me recomendaste y esta misma tarde ya me lo coloqué en la oreja, ¿y sabes qué hice? Me llevé a Paco de paseo: nos tomamos un chocolate en una cafetería de Marqués de Valladares pero el audífono no dio señales de vida ni una sola vez. Lo sacudí, volví a colocarlo en la oreja, pero nada. Le dije a Paco: a ver si tú, que eres ingeniero industrial, tienes mejor mano. “A lo mejor es de las pilas”, dijo él, “¿por qué no pides dos churros más? Esos aparatos traen una pestaña de plástico en la batería para que no se descarguen en los estantes de la tienda en el caso de que venga una crisis –ahora que se presentan en fila india- y no logren venderlos en un par de años; me imagino, por tanto, que habrá que despegarles el protector antes de apretar el botón de puesta en funcionamiento. Sencillo como la vida misma”. Ya sabes, nena, cómo se explica mi Paco. El caso es que logró abrirlo pero allí dentro no había ninguna pila. Nos acercamos estupefactos a la farmacia y la dependienta nos dijo lo que nosotros ya sabíamos: que no tenía batería y había que colocársela. ¡Nueve euros! ¿Tú crees que es posible? Pagamos más de mil por la maquinita y me venden una sin pilas, ¿pero en qué mundo estamos viviendo? En fin, la farmacéutica ajustó el audífono y Paco se encargó del resto.

    Pues verás, chata, ahora el problema que tengo es que oigo de más. Sí, no te rías. Mi oído funciona con una agudeza y una sensibilidad incomprensibles. Logro captar claramente cualquier conversación a doscientos metros de distancia. Para que te hagas una idea: al salir de la farmacia nos fuimos hasta la Puerta del Sol, y al colocarme de brazos cruzados al lado del Sireno pasó una pareja de jovencitas por nuestro lado, y yo logré seguir su cháchara sin perder ripio y sin moverme del sitio hasta el Banco de Santander, en el otro extremo de la calle del Príncipe. ¿No hay más de doscientos metros de punta a punta? Esto es un récord mundial, no me digas. A Paco no le dije nada de lo que estaba pasando, como puedes imaginarte. Él, con las manos a la espalda, observaba tan campante cómo la gente iba y venía. Pero yo levanté la cabeza, miré al Sireno a la cara y pensé: a ver si resulta que este pez de metal tiene algo que ver con estas interferencias. Y me llevé a Paco paseando –y enterándome perfectamente de las conversaciones de todo el mundo- hasta el Banco de Santander, y allí ocurría otro tanto de lo mismo, cariño: me centraba en cualquier conversación y la seguía a lo largo de toda la calle sin tener que dar un solo paso.
    Yo creo que este aparatito me permitirá ganarme la vida con sobrada solvencia. Mujer, no me digas que no me ves como una Mata Hari a sueldo de la Cia, o del Kgb, o de los dos como agente doble. ¿Quién iba a sospechar de mí, con mi Paco cubriéndome las espaldas? Me veo arrastrándome cual femeninísima agente 007 por las tuberías del aire acondicionado del Ritz, del Hilton…, qué glamour, chica

    Hablando en serio: no puedes ni imaginarte lo que la gente va diciendo por ahí de ti. Es lo terrible que tiene esta cosa de oírlo todo. Tengo nombres, lugares, conversaciones. Lo tengo todo dentro de mi cabeza. Creo que tendré que tomar notas con una de esas moleskines como las que usaba Hemingway para escribir por los bistros.¿Sabes que a Genoveva su marido no le dejó nada? Se lo dejó todo a La Leona, ya te contaré. A Gloria le tocó un pellizco en la primitiva del jueves pero se lo tiene muy callado. Carmela y Alfonso mala cosa hicieron cuando decidieron abrir el restaurante en Traviesas: les va mal, se pelean y no se hablan desde hace dos semanas. Uy, de lo que una se entera sólo con salir y darse una vueltecita a la manzana con este aparatito en la oreja. Ah, y de tu querida Jesu, sí tu admirada, de esa también tengo que hablarte. Las cosas que va diciendo de ti…, ésa es la peor de todas las víboras, tenemos que vernos.

    Estamos solas, nena, tú y yo solas, porque de mí…, ya ni te cuento lo que hablan de mí. ¿Por qué no me llamas? Últimamente me parecía que te alejabas y ahora me entero de que esas arpías conspiran juntas todas las tardes en la terraza del Universal para “arrancarte de mis garras”. Literalmente y como lo oyes: para arrancarte de mis garras. ¿Por qué no nos vamos de escaparates? Te colocas tú el aparatito y así te haces una idea del ambiente que nos circunda. Supongo que en ti funcionará como funciona en mí, aunque yo creo que tú estás un poquito más sorda que yo. Te juro que vas a oír cosas que no te vas a creer. Llámame, chata. Muá.

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    OYES CANTAR EL PÁJARO VERDE

    Voy a llamar a Fini. La ría está elevándose, de eso no hay duda. Ya alcanza las azoteas y los tejados, y no es ninguna fata morgana, como le gusta decir a ella. Voy a llamarla.

    –Fini…, soy Karlis. La ría está otra vez a punto de desbordarse, tienes que verlo. Está elevándose… No, no es ningún efecto óptico…, que no, que no es ninguna fata morgana… Más, mucho más que la última vez. Está a la altura de las azoteas…, sí, sí…, pero esta vez es más real que las veces anteriores. Pues claro que la estoy mirando ahora mismo…, sí, yo creo que dentro de un momento empezará a desbordarse.

    –Es un espejismo –me dice Fini-. ¿Cómo va a desbordarse la ría?

    –No lo sé. Ya pasa de las ventanas más altas. Ven y compruébalo por ti misma. No me hagas ningún caso si no quieres, pero ven y mira esto, no te lo pierdas. ¿Qué…? Ven a comer…, ah, oye, trae una botella de vino.

    Fini subió con media docena de latas que metió en la nevera y lo primero que hizo –es lo primero que hace siempre que viene a casa- fue apoyar los codos y ponerse a mirar por la ventana.

    Yo le dije:

    –No sé si desde aquí no estaremos ante uno de esos agujeros de gusano, una puerta estelar para saltar de este universo al siguiente -Fini sigue mirando atentamente–. La ría va a desbordarse, esta vez sí, y va a anegarlo todo. Tendremos que meternos tú y yo en un barril lleno de provisiones para salir flotando por el Atlántico.

    Me acerco a la ventana y acaricio la espalda de Fini con una mano. Ella da un salto y sale del piso a todo correr.

    –Ahora vuelvo –gritó.

    –¿Y a mí que me importa? -le dije, pero creo que no me oyó.

    Lo tomas o lo dejas. Fini es así. Ella va por ahí con sus emociones a flor de piel y puede hacer en cualquier momento lo que menos te esperas. Yo me quedé mirando. La otra ribera de la ría estaba más alta, eso resultaba evidente. Me fijé en un pesquero que entraba por Cíes y cuanto más se adentraba en la ría, más lo envolvía una neblina muy sospechosa.

    Fini regresó con sus pinceles, desempacó el caballete y lo colocó ante la ventana. Le pregunté qué iba a pintar, pero me apartó excitada y me dijo que me sentase en el taburete alto. Sacó las témperas de su caja de madera y cubrió la paleta con magenta, verde vejiga, azul prusia, amarillo limón, gris cyran, sepia y blanco. Me dijo que mirase en línea recta hacia fuera, yo así lo hice y ella se puso el pincel delante de la nariz y guiñó un ojo. Supongo que calibraría mi frente, mi boca, mis orejas, la distancia entre mis cejas…

    –Esas medidas le vendrían bien a la poli para hacer mi retrato robot. Dime que no se las entregarás a ellos cuando robe un banco para ti, nena.

    –Prometido. No te muevas tanto.

    –Ahí está otra vez. Va a empezar a desbordarse. Menos mal que nosotros estamos altos –Fini daba brochazos y parecía haberse ido muy lejos-. Voy a escribir sobre esta infinita marea, Fini, en plan reportaje o algo así. Enviaré el artículo a los periódicos.

    –Me gustará leerlo. Sabes que siempre digo que a pesar de todo algún día lo lograrás.

    –No sé. Creo que nunca escribí algo vivo, que se sostenga por sí mismo. No soy muy bueno, la verdad, y tendría que escribir sobre algo importante, que tenga vida propia, algo que conozca todo el mundo de antemano pues es muy difícil empezar a partir de la nada. Fini, ¿crees que la gente se habrá enterado de que la ría, cuando le apetece, se sube hasta los tejados y amenaza con desbordarse? ¿Por qué los periódicos y las televisiones locales no hablan de esto?

    –No tengo ni idea.

    –No sé… En los peores días pienso que nunca lo lograré; termino rindiéndome y desisto. Tomo el boli, me acerco a la mesa y simplemente me enrosco en el papel y escribo cosas que me interesan a mí y a nadie más. Pero hay un ángel. Uno sabe que lo tiene o no sabe que lo tiene.

    –No, no la apoyes. Quédate con la lata en la mano.

    –Y ese ángel aguarda nuestra llamada hasta que se cansa de esperar y se va, y se acabó. ¿Tú sabes si tienen paciencia los ángeles? ¿Sabes algo de eso, Fini…? Oye, me gusta ver cómo pintas. Das brochazos morrocotudos.

    Casi un par de horas después Fini se dijo: por hoy ya está: mañana contemplaré esto con calma y veré qué se puede hacer.

    Me aparté del taburete, estiré los brazos, apreté los puños, tensé la espalda y me acerqué al lienzo. Me encontré con lo siguiente: un enorme ojo de color castaño, transparente, plagado de lucecitas y flashes. En cada lucecita había algo: un mar de tejados rojos, un sol anaranjado con el rabo recogido en espiral, un grupo de peces en una esquina del cielo, edificios sumergidos, globitos, cañones oxidados en el fondo del mar. Y basura. Plásticos, un tubo de escape, ratas, paquetes de píldoras, libros de autoayuda, cauchos, empanadillas de atún podrido, un motor diesel, condones… Y todo eso flotaba en alta mar.

    –Fini, no tengo palabras –le dije-, Fini, mi hermosa Fini, yo no sabía que tú…

    –Nada de eso está dentro de mi cabeza, Karlis. Todo está ahí fuera y la marea lo empuja a flote, más allá de las Cíes, pero viene hacia nosotros por el océano.

    –Bien, bien –decía yo ladeando la cabeza-, bien…

    –Pinto lo que veo, nada más.

    –Sí, sí…

    –¿Crees que le gustará al público?

    –No sé, no lo sé, Fini… El cuadro está bien, es impactante, y yo creo que con unos toques finales…

    –Tienes razón. Es que hay tanta basura en este cuadro…

    –No pienses en eso –le decía yo-. Estás agotada, ya lo arreglarás. Te has pasado ahí tres horas dando brochazos, ven…

    Me pegué a su espalda y empecé a masajearle el cuello, la nuca, los hombros. Ella se retiró del lienzo y echó la cabeza hacia atrás. Le quité la paleta y los pinceles de las manos y los dejé en el taburete. Unos pájaros revolotearon en la ventana. Fini y yo nos quedamos quietos, pero ellos nos miraron durante un segundo, se asustaron y salieron volando. Todos excepto uno, que se quedó allí, gorjeando en el atardecer soleado. Fini se separó de mí lentamente.

    –Un pájaro verde –me susurró retomando con cuidado los pinceles y la paleta del taburete.

    –Ahí lo tienes –susurré yo.

    Y el pájaro verde seguía gorjeando en la ventana.

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    INSTANTE

    Un ateo en grado sumo avanzaba por la playa a toda panza contra el sol, y si no me aparto me arrolla. En el cielo limpio se cimbreaba una cometa con una cola muy larga; un hombre de piernas arqueadas inflaba globos, unas gitanas rumanas danzaban y cantaban las canciones de la tierra delante de unos mocosos que comían pan con chocolate.

    Pasa un barco, el agua se abre y cabrillea. Miré atrás. Yo acababa de cruzar la desembocadura del Lagares con los brazos en alto; la isla de Toralla era un contraluz de rosa y oro. Descalzo por la arena, yo caminaba en dirección a la ciudad. De frente se aproximaban tres jinetes en caballos de crines rubias, trotando por el cabrilleo de la orilla.

    Los bañistas pasean, juegan, descansan. Todo aquel instante yo lo sostenía sin esforzarme y seguí atravesándolo, con calma y buenos pensamientos, cuidando de no rasgarlo. Los niños recogen agua salada del dulce mar y vacían sus cubos rojos, azules, amarillos en agujeros húmedos cavados en la arena. Un velero navega monte arriba por una lejana ladera verde; la brisa me acaricia una mejilla. Sigo caminando…

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    YO VOY AL CIELO

    Elvira ha caído otra vez. Cuando se le presenta una cita con un hombre se pone a llover a cántaros…, las calles se encharcan, los coches pasan salpicando las pantorrillas de la gente, los semáforos parpadean descontrolados en ámbar, y Elvira llega empapada a casa, cansada y sola, con el paraguas desarbolado. ¿Cabe la posibilidad de que sea ella misma la que provoca sin intención semejantes aguaceros cada vez que Cupido llama a la puerta? Existe gente que no cree en estas cosas.

    La vi tirada en la terraza de un bar de la calle López Mora; eso sí, mantenía la espalda muy recta ante un policía del 092 que acababa de recogerle el bolso de charol del suelo. Ella vestía una chaqueta beis a cuadros, pantalón ocre y zapatos castaños. Hablaba perfectamente, vocalizando y sin atropellarse. Le decía al policía, desde el suelo donde estaba sentada encima de una pierna: “Mi médico me dijo que voy al cielo cuando él quiera”. Teníais que verla. El otro policía estaba metido en el coche, escribiendo algo en un portafolio.

    Elvira había acudido a una cita y había recibido plantón. “El pobre se habrá caído dentro de un charco muy grande”, le decía al policía, “¿y yo qué culpa tengo? Cuando llamé al camarero para pagarle el café y marcharme sola por la lluvia, se me ocurrió que podía pedirle una cañita de cerveza, una cañita nada más y terminé aquí con el culo en el suelo. ¿Y qué?” El policía daba vueltas entre sus manos al bolso color crema.

    Teníais que verla en el suelo, con la espalda tan recta como podía, esforzándose por no derrumbarse delante de todo el mundo. “Yo lo que necesito es un poquito de amor, y un hombre que me quiera de verdad”. Los curiosos no sabíamos si reír o llorar, o si acercarnos a Elvira y comérnosla a besos. “Por una caña tienen que llamar a la policía, ¿eh? ¿Yo qué hice, sentada aquí en el suelo? Está lloviendo, ¿y qué? ¿Rompí algo? Mi médico me dijo que voy al cielo cuando él quiera”.

    Nosotros empezamos a desfilar. Elvira estaba muy guapa. Teníais que ver lo digna que se mantenía, toda sofocada, sentada en el suelo, con la espalda tan recta, todavía esperando al príncipe azul…

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    LA TORRE

    Acabo de mantener una charla, corta pero muy interesante, creo yo, con un turista que escrutaba la ría de Vigo con unos prismáticos. Al final se los dio a su acompañante, una mujer con un vestido blanco, sombrero blanco, gruesas gafas de sol de montura blanca. Los dos parecían buscar algo, y a mí, que estaba sentado en la hierba, me pregunta el turista:

    –¿Es usted de aquí?

    –Depende.

    –Pues nos dijeron que en aquella isla verde de allá abajo, entre los árboles, hay una torre circular pintada de negro, blanco y rojo. ¿Usted sabe algo?

    –No estoy seguro, si le soy sincero.

    –¿Hay manera de llegar hasta allí? -el fulano me tiró una moneda amarilla que rebotó en la hierba y se quedó entre mis piernas. Yo se la tiré a él, le rebotó en el ala del panamá y le cayó dentro del bolsillo de la camisa. Me reí. La mujer inspeccionaba la isla verde con los prismáticos. Los dos parecían buscar algo muy importante, pero se les notaba que no sabían de qué se trataba- ¿Se puede llegar hasta la torre o no?

    –Le advierto que la torre se desvanece cuando uno se acerca con demasiada pasión. Visto y no visto, ¿comprende? Es como el ave Fénix: se va y después tiene que renacer de sus propias cenizas.

    La mujer bajó los prismáticos. Los dos se miraron.

    –¿Insinúa que es una torre encantada? –me preguntó ella.

    –Dígalo así, si lo prefiere. Pero que toda esta ría es un ser vivo, eso se lo aseguro a cualquiera.

    –De acuerdo –dijo él-. ¿Cómo se llega allí? ¿No quiere decírnoslo?

    –Mmm…, se suben ustedes a una chalana, reman, y se acercan al embarcadero de madera entre los árboles procurando moverse con cuidado.

    –Perdone que insista –dijo él-, pero nos advirtieron de que no hay manera de entrar ni salir. Por lo visto la torre está tapiada a cal y canto.

    –No es una torre, realmente. Es una cabaña, un refugio, y puede entrar cualquiera sólo con empujar poco a poco la puerta, sin esfuerzo, con mucha paciencia. Hay comida caliente en la mesa y un fuego arde en la chimenea. Procuren no hacer ruido ni romper nada.

    –¿Estuvo usted alguna vez dentro de ese mundo? -dijo la mujer sujetándose el sombrero con la mano.

    –Lo tienen ahí, a la vista –señalé el islote; parecía que ya empezaba a esfumarse-, pero si no se acercan en completo silencio y con cuidado en vez del camino sólo hallarán una decepción enorme y muy peligrosa –miré al uno y a la otra-, y no habrá vuelta atrás. Yo les aconsejo que no vayan.

    El turista se quitó el panamá y se pasó un pañuelo por la frente. Ella metió los prismáticos en la funda negra.

    –Bien -dijo él-. En cualquier caso, muchas gracias por la información. Probaremos y veremos qué pasa.

    –Les deseo suerte.

    –La tendremos –dijeron convencidos.

    Los vi marcharse por los campos. ¡Jamás se rindan!, estuve a punto de gritarles, pero no lo hice porque ya iban un poco lejos. Iban en busca de una chalana.

  37. Carlos dice:

    EL HOMBRE DEL TIEMPO

    En 2017, el año de la seca, Fandiño las pasó canutas.

    Una oreja le quedó mocha del impacto que le propinó una motocicleta sin frenos en una cuesta de Boborás, provincia de Ourense, y fue ahí donde empezó todo. Del tímpano le salían latigazos y zumbidos, que él relacionó con el vuelo de los pájaros y el rolar de los vientos, llegando así a adivinar los cambios de tiempo con un máximo de cuarenta y ocho horas de antelación y un mínimo de diez minutos exactos. Durante algunas semanas Fandiño perfeccionó la teoría hasta que se convenció de que algo en limpio sí que podría sacarse de aquel desbarajuste. Por tanto, decidió abandonar la ferretería en la que bostezaba como simple aprendiz, para vivir aquella sobrevenida experiencia como artista independiente. Moviéndose por las aldeas, haciendo malabarismos con patatas y cebollas, corriendo con las manos alrededor de las plazas o sosteniendo una zanahoria en la punta de la nariz y, finalmente, informando a los campesinos de cuándo vendría la helada, el granizo, la lluvia o el sol, calculó Fandiño que las monedas caerían como la arena dentro de la gorra situada en el suelo.

    Para que nos hagamos una idea: entraba Fandiño en mesones y tabernas con su bolsa de cacahuetes preparada, daba los buenos días o las buenas tardes, lanzaba al aire un manís y cuando caía en su boca ya estaba saliendo otro par de su otra mano. Las moscas zizagueaban eléctricas al soltar Fandiño esta segunda tanda. A continuación se acercaba a la barra y con su ronca voz podía pedirle a una camarera, mirando al tendido y recostado con los codos en la barra: “por favor, un café calentito y sin azúcar que en media hora va a entrar el sol a toneladas por las ventanas”. El día era oscuro, fuera diluviaba y los parroquianos miraban con disimulo el reloj de Coca-cola de la pared pero cuando a la media hora anunciada la lluvia cesaba y el sol se derramaba a raudales por la botellería y los espejos, él se encaraba con aquella luz resplandeciente abriendo los brazos y preguntaba retóricamente: “¿Qué? ¿Lo dije o no lo dije? Ah, carallo” Las camareras se carcajeaban ante semejante tipo –un chaval escuálido, con la cara ciscada de pecas y granos, desenvuelto y rojizo, ágil como un titiritero- y los parroquianos se acercaban a darle la enhorabuena y le preguntaban cuál era el truco, porque no hacía ni un momento que estaba diluviando, coño. Le reconocían con entusiasmo que saber cuándo llovería eso más o menos estaba al alcance de cualquiera que tuviese un poco de práctica en leer cielos y nubes, pero anunciar el minuto en el que la tormenta se abre para que el sol asome la cara, eso ya era una cosa muy distinta. Guiñándole un ojo le preguntaban a Fandiño si tenía algún contacto en Madrid, pero él no respondía ni que sí ni que no. La patrona del local lo invitaba a comer -un tipo así no podía atraer más que fama y fortuna a cualquier negocio decente- y Fandiño, ante una fuente bien surtida de cocido y una botella de fanta, pues era abstemio, se presentaba en sociedad confesándole a la patrona que él no sólo era quién de adivinar si llovería y cuándo, sino que podía informar con exactitud del estado de la mar, de la subida o la bajada de las mareas y la dirección de los vientos en el Finisterre, por muy lejos que se hallasen las costas marítimas. De este modo, su fama de artista autodidacta fue extendiéndose por las aldeas del interior del territorio. Dinero no ganaba mucho, aunque encontraba techo con frecuencia y flaco como era no se le notaba demasiado el hambre que pasaba.

    Pero el año que no llovió en Galicia, sin las lluvias ni las nieblas la oreja se le había colmado de una salud fortísima. Por las noches al echarse a dormir debajo de un árbol, en un banco o en el colchón de la pensión, Fandiño se decía que tanta salud no era buena señal. Daba vueltas, gruñía y soñaba que regresaba al lugar del accidente y le pedía a Matías, el médico que le había cosido la oreja, que la descosiese y la dejase colgando en carne viva. La preocupación de los campesinos era que la tierra quemada por el sol pudiese quedarse sin los nutrientes y se perjudicase para siempre; el agua había desaparecido de los caños de las plazas y la mayor parte de los arroyos no alcanzaban los cauces de los ríos. Fandiño no podía hacer nada al respecto. Por si esto fuera poco los pájaros pasaban silenciosos y nadie sabía en qué ramas se posaban a parlotear.

    Él solía aparecer bajándose del cercanías o saliendo de cualquier corredoira con el zurrón al hombro y un palo de avellano para defenderse de las acometidas de los perros. Los paisanos se le acercaban, le daban un par de golpetazos en la espalda, lo invitaban a un café y a un bollo de leche en la cantina, se sentaban alrededor de la mesa y cuando Fandiño ya había dado unos bocados le preguntaban: “¿Entonces qué, Fandiño? ¿Llueve o no llueve?” Él sonreía y les decía que no, que no llovería de momento. Los labriegos se recostaban en la silla, también sonreían y pedían otro café para Fandiño, al que respetaban porque estaban convencidos de que él podía hacer que lloviese a voluntad, con sólo desearlo. Pero se abstenían de presionarlo porque muy bien sabían ellos que en estas magias presionar no es buena cosa.

    Fandiño, en cambio, pensaba que era el lanzamiento de cacahuetes lo que admiraban en él. Para halagarlos, tomaba del brazo con absoluta confianza a uno cualquiera, lo situaba en medio del corro, encabritaba un poco a las moscas tirando varias tandas de manises y le decía al paisano en cuestión desde los cuatro metros de distancia: abre la boca, pepe; el otro se quitaba la boina, cerraba los ojos, abría la boca y notaba el golpecito en la lengua. Mastica, decía Fandiño. Y el campesino masticaba. Todos aplaudían, se acercaban y le trasteaban la espalda: “Qué, Fandiño, ¿llueve o no llueve?” No lo sé, decía él buscándose el lóbulo de la oreja para frotárselo y se reía. Ellos también se reían.

    A Fandiño le tendieron una trampa entre unos cuantos. Simularon que estaban celebrando la venta de una toura cuando él apareció, y le pusieron una taza de tinto en la mano. Un día es un día, le dijeron sobándole la espalda y empezando a cantar. Con el segundo vaso de tinto, a Fandiño lo invadió la melancolía y confesó que ya no tenía manera de saber cuándo llovería. Los paisanos se carcajearon y le sacudieron la espalda por aquella ocurrencia. A continuación contó lo del atropello en la cuesta de Boborás y la operación de la oreja, que era por donde “oía” si la lluvia iba o venía. Los paisanos abandonaron de inmediato las risas y escucharon atentamente. Tras un traguito, Fandiño habló de un orfanato en el que había un largo pasillo, una escalera de caracol, el comedor, una monja marchando de un lado para el otro apresuradamente y repitiendo renovarse o morir, renovarse o morir, pero a él no le gustaban los mandilones a rayas azules con que vestían a los niños. “Puedo pasarme tres o cuatro días sin comer, tranquilamente”, decía Fandiño, “puedo caminar durante una semana entera bebiendo agua nada más”. Les habló de Elsa. Era la mejor camarera que conocía, la que hacía los mejores pinchos de tortilla. Elsa, cuando él entraba en la bodega, desaparecía en la cocina y salía requetepeinada y sonriente. Fandiño metió una mano en el bolsillo del pantalón, abrió la cartera y extendió una servilleta en una zona seca del mostrador. Era una servilleta con una gran rosa de carmín conformada por los carnosos labios de una mujer. “La última vez que tiré los manises en la bodega, Elsa me dio una fanta para el camino y un pepito envuelto en esta servilleta”, explicó Fandiño. Como se adormecía, le daban coscorrones para espabilarlo.

    Le preguntaron por el atropello de la motocicleta y él habló con admiración de Matías, el buen médico que a punto de jubilarse le cosió la oreja en el ambulatorio con anestesia local sin que le temblase la mano. Fandiño se apartó la melena para mostrar la cicatriz de la oreja. “El mundo es una mierda rebosante de salud”, explicó, “y esta oreja ya no es lo que fue; todo se fue al carajo”.

    –Entonces, si no entendimos mal, del golpe de la moto te vienen los dolores al tímpano cuando el tiempo está a punto de cambiar…

    –Son pulsiones más bien –dijo Fandiño-, zumbidos que van y vienen, a los que hay que entender para no equivocarse en los cálculos.

    –¿Y qué tal te encuentras ahora? ¿Eres capaz de echar una carrera con las manos? –los paisanos miraban a Fandiño, con desprecio.

    –Por supuesto –dijo él.

    –Pues vamos una carrera hasta la carballeira para ver quién llega antes.

    Salieron del bar. Fandiño dio un pequeño bote, cayó sobre las manos, estiró las piernas hacia atrás, las subió y al correr cabeza abajo notó que empezaba a despejarse y aceleró jaleado por los otros hasta la carballeira. Una vez allí, acosándole y con gritos de farsante y titiriteiro le dieron una somanta y lo dejaron tirado bajo los robles, sangrando por la boca. Fandiño no comprendía; recibía los golpes sonriendo porque suponía que todo era un malentendido, una broma pesada, uno de sus sueños. Vomitó de rodillas el tinto en la hierba y se acercó a gatas hasta un árbol en cuyo tronco se recostó al quedarse solo.

    Empezó a pensar en Elsa. Era morena y le gustaba. Elsa era muy tranquila, le hacía sentrse bien de lo tranquila que era. No era como él, que andaba por ahí de un lado para el otro. Fandiño se ladeó y sacó la servilleta doblada de la cartera. La desdobló para mirar los labios de Elsa. ¿Cuánto tiempo hacía que no caía una gota? ¿Cinco meses, seis…? Todo el mundo se había vuelto loco con la sequía, era hasta normal. La servilleta voló de sus piernas y él vio como se perdía flotando en el bosque.
    .
    .

    Fandiño apareció en Vigo en el mes de diciembre. Durante varios días recorrió con parsimonia la ciudad estudiando, escamado, el alma de sus gentes y buscando las zonas más idóneas para trabajar. Al encontrarse con tanta luminosidad y con aquella ría a la que podía acercarse con los brazos remangados para completar su dieta con mejillones de roca, caramujos, alguna nécora…, su corazón le decía que acababa de llegar al paraíso tan afanosamente buscado en sus correrías. Lanzaba los cacahuetes por las calles y terrazas de los bares, sí, pero de momento lo hacía de un modo más bien discreto porque consideraba que lo más adecuado era ir haciendo músculo en una ciudad que a todas luces le convenía y donde se sentía muy a gusto.

    Una noche, regresando por el Paseo de Alfonso se le apareció un enorme murciélago anaranjado que le dio un buen susto, pero resultó que era una tela que vino a caer a sus pies empujada por la brisa marina. Después, en el oscuro pasillo de la pensión pisó una pelotita roja que era la nariz de un payaso. Con aquella tela anaranjada cruzada sobre el cuerpo y puesta la nariz, Fandiño se contemplaba en el espejo. ¿Qué estaba pasando? Del zurrón sacó hilo y aguja, dobló la tela, dio unos cortes, cosió por los lados y pespunteó dos retales para dos mangas cortas. A continuación recortó el plástico verde de una bolsa de manises y lo cosió romboidal a la bata a la altura de la barriga. Vestido de este modo y con la nariz, Fandiño se miraba en el espejo haciendo muecas, pero no sacaba nada en claro. Le parecía hallarse en presencia de un convincente personaje que esperaba que él, Fandiño, dijese algo. “Ahora, con unas botas verdes, largas y famélicas, impresionaré a la concurrencia”, fue todo lo que se le ocurrió. Se acercó a la ventana imaginando que Elsa estaba a su lado y se quedaban los dos mirando la luna llena que rielaba desde Cíes por la ría de plata. Fandiño cerró los ojos con lentitud. Te quiero, y quiero que sigas aquí conmigo, le dijo a Elsa cuando la ciudad dormía.

    Con los primeros rayos del sol a su espalda, marchando por el camino de A Raposeira se encontró con unas botas verdes colgadas de unos cables cerca del lavadero. No le resultó fácil subir por el poste con un largo palo en la mano para hacerse con ellas. Tras desengancharlas de inmediato se descalzó y se las probó allí mismo. Le iban como anillo al dedo, aunque eran largas, famélicas e incómodas. Con ellas no se podría correr y sería difícil dar un paso tras otro. Probó a dar unas zancadas y se vino al suelo. Dos viejos pensionistas que venían de frente con boina y bastón, soltaron una carcajada.

    –Me alegro de haberles alegrado la mañana, caballeros –dijo Fandiño.

    –Mira para los lados –le dijo la pareja con buen humor.

    Aquella tarde salió Fandiño de casa ataviado con la bata anaranjada bastante ceñida al cuerpo, la nariz y las botas verdes. En un chambo de la Falperra se compró por cuatro perras una de esas sillas de tijera con el tornillo roto, y la condujo a rastras hasta la alameda, donde aguardó con disimulo tras el grueso tronco de un chopo. Cuando juzgó que ya había bastante gente, Fandiño asomó la nariz. Los niños que corrían detrás de una pelota alrededor de la fuente frenaron en seco al advertir la presencia de un payasate sin peluca subido a una silla. Unas abuelas levantaron la vista de la calceta para ver qué pasaba. Los niños se apretujaban alrededor de la silla observando al payasete. Era tiempo de presentaciones, lógicamente; un comentario elogioso sobre la ciudad y sus gentes no vendría mal, pensó Fandiño. Pero él no era hombre de discursos fáciles.

    –¡Hala Celta! –gritó levantando un puño. Las mujeres aplauden, los niños observan- Niños, yo me llamo Fandiño, yo soy Fandiño –dice él golpeándose el pecho con un pulgar.

    Se le cayó al suelo la nariz roja y mamás y abuelas rieron la gracia, pero una niña puso el pie delante de la nariz que pasaba rodando y se la dio a Fandiño, que volvió a colocarla en el sitio. Las damas aplaudieron sin ningún entusiasmo, se acercaron y empezaron a repartir la merienda. Fandiño, flaca estatua de sal, sin perder la calma y sin alardear, hizo tiempo rebuscando en el gran bolsillo de la bata. Sacó al fin una carta de la baraja, el as de corazones, lo apretó con los dedos índice y pulgar de su mano derecha y lanzó la carta del revés. El as parecía un pájaro rojo aleteando alrededor de la fuente seca del parque, y a su regreso Fandiño trincó la carta con los dientes. Las damas aplaudieron espontáneamente. Los niños miraban alucinados el temblequeo de la silla de tijera a la que Fandiño se había encaramado con sus botas verdes de siete leguas.

    –¡Buaaa…! –bramó Fandiño- ¡Mi mamá me echó de casa porque yo no comía la comida y ahora no puedo entrar por la chimenea con mis botas verdes porque se manchaaan…! –las tórtolas zurean. Los niños no le quitan ojo a Fandiño– ¡Buaaa…! Y ahora mi perrito está triste sin mí, mirando por la ventanaaa… Mi mamá se llamaba señorita Fandiño, y después se fue para Coruña pero yo me quedé solo… –las damas levantan las cejas y se miran entre ellas sin descruzar los brazos-. ¡Y tengo hambreee…!

    Los niños gritan y levantan los bocatas hacia Fandiño. El tornillo de la silla de tijera se había aflojado peligrosamente. Intentó bajarse agarrándose con las dos manos al respaldo, pero la larga puntera hambrienta de una bota se le enganchaba. Echó el otro pie con cuidado y un montón de bocadillos aparecieron ante él. Fandiño pide calma con las manos y saca del bolsillo una bolsa verde que comienza a abrir lentamente. La bolsa cruje, las tórtolas zurean, los niños contienen la respiración. ¿Qué puede tener Fandiño dentro de la bolsa? ¿Caramelos?

    Inesperadamente, Fandiño agita una mano y los niños ven subir dos manises por el aire y luego los ven caer en fila, ta, ta, ¡dentro de la boca abierta de Fandiño! Ha sido tan rápido que casi ni se han dado cuenta y se apretujan abriendo mucho los ojos. Fandiño mastica con la boca cerrada y observa a todo el mundo. Las señoras se acercan cruzadas de brazos. Los niños sonríen y observan maravillados cómo otros dos manises ya están bajando; contienen la respiración, pero los manises, ta, ta, caen dentro de la boca de Fandiño. Increíble. Qué rico, qué bueno. Fandiño lanza tres manises, tres –es la primera vez que lo intenta, nunca antes se había atrevido con tres manises-, y los tres suben y luego bajan uno detrás del otro, ta, ta, ta, y se embocan limpiamente. Es increíble. Los niños gritan, extienden los brazos, aullan. ¡Fandiño! ¡Fandiño! ¡Yo, Fandiño! ! ¡Fandiño, aquí! Él sonríe acariciado por el éxito, por el brillo de sus propios ojos.

    Y de repente hace un gesto de dolor y frena sus movimientos. Se acaricia el lóbulo inexistente de una oreja con extrañeza. Los niños contienen la respiración. Chist, silencio, silencio. ¿Qué le está ocurriendo? Fandiño deja de acariciarse el pelo y pide silencio moviendo las palmas de las manos hacia abajo.

    –Atención, niños, damas y caballeros, dentro de quince minutos tenemos aquí un diluvio –nadie reacciona al aviso -. Dentro de quince minutos, aunque no se lo crean, lloverá a cántaros –repite Fandiño.

    Las mujeres levantan la cabeza. En el cielo no hay ninguna nube y la fuente seca del parque –hace mes y medio le cerraron el paso para ahorrar agua- permanece medio cubierta por la hojarasca.

    Fandiño lanza una lluvia de caramelos. Carreras, gritos. Fandiño saca dos naipes del gran bolsillo y los lanza juntos, el as de corazones y el as de diamantes, ¡dos pájaros rojos! Fandiño trinca al primer pájaro rojo a su regreso y se agacha para dejar pasar al segundo, que da otra vuelta a la fuente seca, y cuando vuelve lo trinca con los dientes. ¡Fandiño muestra los dos naipes, uno en cada mano, directamente al público! Aplausos entusiasmados de las damas. Los niños se vuelven locos, dirigen sus manos hacia Fandiño. ¡Yo, yo, Fandiño! ¡Yo vivo en aquella ventana, yo vivo allí! ¡Fandiño! ¡Fandiño!

    No se ve ninguna nube pero una abuela coloca la palma de una mano hacia arriba. Otra dama hace lo mismo. Una corriente de aire levanta una espiral leve de hojarasca. Fandiño se acaricia la oreja con satisfacción, se agacha, apoya las palmas de las manos en el suelo y estira sus piernas lampiñas y escuálidas hacia el cielo; las botas verdes de siete leguas flotan por encima de las cabezas. ¡Fandiño empieza a correr con las manos alrededor de la fuente! Los niños aúllan y salen disparados detrás. Una niña recoge la nariz roja del suelo y sigue esprintando. Al otro lado de la ría, justo encima del monte Xaxán aparece una nube densa, oscura.

    Sin dejar de correr, Fandiño piensa en Elsa. Qué guapa es, qué morena es. Va a llamarla para que se venga. Caen tres gotas, gruesas como cacahuetes. Los niños aúllan: ¡Fandiño, Fandiño!

  38. Carlos dice:

    EL RIO

    Algo importante había ocurrido, pues el hijo del mesero se acercaba a toda velocidad en bicicleta por la ribera del río a aquellas horas de la mañana. Manu García observó que el chico agachaba la cabeza y la pegaba al manillar para cortar mejor el viento como hacen los corredores profesionales. El chico se apeó de la bici, la apoyó en el tronco de un árbol y se acercó andando por la hierba.

    —Mari Mendes se murió y la queman esta tarde –dijo.

    Manu García permaneció inmóvil con la caña en las manos. El hijo del mesero se acercó un poco más y le repitió la frase pensando que no la había oído.

    —Esta tarde queman en Vigo a Mari Mendes.

    El chico se dirigió hacia la lancha atracada en el pequeño embarcadero de tablones podres. Manu dejó la caña en la hierba y se fue tras él y le dijo:

    —Se murió.

    —Sí.

    —¿Y tú cómo lo sabes?

    —Apareció una mujer y habló con mi papá.

    —¿Y la viste? ¿Cómo era?

    —No lo sé. Era como un monje pero vestía de blanco transparente. No se quitó el capuchón, le salía el pelo negro por los lados y su voz era muy suave. Luego se marchó por el camino sin tocar con los pies en el suelo, como si flotase, o como si no tuviese pies. Mi papá me dijo que viniese a avisarte de que Mari Mendes se murió.

    A Manu nunca se le había pasado por la cabeza que Mari Mendes tuviese algo que ver con la muerte. Para él, Mari Mendes no era una mujer, sino un ángel, su ángel; y ahora le parecía que hasta los árboles observaban con interés su contenida reacción ante aquella noticia. Cortó de un aliso una ramita de color vino con la que enganchó tres truchas por las agallas y se las dio al chico para que las llevase al mesonero; con las truchas en la mano, él seguía haciéndose el remolón al lado de la barca y Manu le insistió que se fuese para casa con la pesca.

    El río bajaba caudaloso pero a su paso por delante de la cabaña formaba una laguna y el agua se expandía allí con lentitud. Manu se sentó y lo observó durante un rato. Luego desarmó la caña y la llevó al cobertizo, se desnudó y se metió en el río y dejó que la corriente lo arrastrase unos doscientos metros. Desde el centro de la laguna contempló los árboles cubiertos de silencio. Se preguntó qué iba a pasar. Estaba convencido de que Mari Mendes le había echado un hechizo usando ese misterioso poder que tienen las mujeres y los buenos brujos. Por algunos años Mari Mendes lo había tenido encadenado al río, de eso no cabía duda. Pero no había sido en realidad una prisión, según el mismo Manu reconocía, ni un sin vivir, ni siquiera una pérdida de tiempo. Había sido algo muy extraño y ahora Manu presentía que el embrujo empezaba a debilitarse: se advertía algo raro en el aire pues los pájaros de la mañana habían dejado de cantar.

    Regresó nadando a la orilla y entró en la cabaña a vestirse. Abrió la bolsa grande, fue al cobertizo y volvió con las cañas, las desarmó y las acomodó en el fondo de la bolsa. Metió el resto de sus cosas y miró la mesa, la chimenea, la cama en una esquina, la cocina de leña… Manu se echó la bolsa a la espalda y se dirigió a la puerta. Calculaba que si se movía a buen paso por la ribera del río y después atajaba por el Sendero del Lobo podría ascender hasta la carretera provincial a tiempo de detener el autobús de las doce. Antes de las cinco de la tarde estaría en Vigo.

    En el puente medieval de piedra y musgo, Manu observó que las sombras oscuras de unas truchas aleteaban a contracorriente en las aguas cristalinas. Asomó la cabeza, tomó una piedrita del muro y la dejó caer. Una trucha culebreó pero la onda desapareció rápidamente. Manu se sacudió las manos y gruñó con satisfacción. Salió del puente y dejó la bolsa en el suelo y se refrescó la cara en una pila verdosa que recogía el agua de un manantial. El recuerdo más intenso que Manu guardaba de Mari Mendes pertenecía a una tarde amarilla de otoño, lluvia y sol. Los dos se habían refugiado bajo la marquesina de una frutería en Santiago de Vigo. Mari Mendes bailaba muy contenta un vals tarareándolo entre las cajas de naranjas. “Todo lo que nos rodea, todo lo que ves es como la fruta de la vida, la fruta que te pelaba tu mamá cuando eras pequeño, ¿te acuerdas, Manu?”, decía ella sin dejar de bailar.

    Manu se secó la cara y el cuello con un pañuelo. Miró al río unos segundos y echándose la bolsa a la espalda con determinación, se puso en marcha. Llegó hasta unos arbustos, apartó una rama de un manotazo y comenzó su ascensión por el Sendero del Lobo. No era un camino difícil: sólo había que seguir el rastro entre rocas y guijarros, tomar resuello de vez en cuando y tener buen cuidado en no despeñarse por el barranco. Manu advirtió que la imagen de Mari Mendes comenzaba a borrársele de la mente. Se paró instantáneamente. Alcanzaba a verla, por supuesto, pero su cara le parecía que se desvanecía por momentos. ¿Cómo era posible? No lograba recordar la cara de muchas de las personas que había conocido tiempo atrás, eso era cierto, pero la de Mari Mendes… ¿Cómo iba a olvidarla? No podría. Manu se acomodó la bolsa a la espalda y siguió ascendiendo. “Dime que nunca me olvidarás, Manu, júramelo”. Él, borrachito empapado por la lluvia amarilla y el sol, sonreía como un bobo mirando bailar a Mari Mendes entre las naranjas. Ella le insistió: “Júramelo”. Y allí mismo entre las cajas le juró que jamás la olvidaría, que siempre sería su esclavo. Y ahora estaba pensando que olvidarla sería como olvidarse de sí mismo.

    Manu se detuvo jadeando encima de un peñasco. Apoyó la bolsa entre los pies y miró abajo. Se dio cuenta de que había subido a bastante altura: el río discurría semejante a un minúsculo arroyo azulenco y el puente medieval apenas se distinguía en la umbría del barranco; la cabaña permanecía oculta en algún lugar entre la vegetación y el follaje de los árboles.

    Cuando por fin alcanzó la carretera, se sentó a esperar en un caballón cubierto por la hierba de la cuneta. Manu se levantó al ver acercarse el autobús, le dio el alto con una mano, aspiró profundamente el aire de la mañana, subió y se acomodó en un asiento de delante. El coche arrancó y comenzó a deslizarse con rapidez por la carretera provincial entre castaños azulados y piceas. Manu miró por la ventanilla. El río se estaba quedando atrás. Salir por el barranco, aparte del esfuerzo de acarrear la pesada bolsa a la espalda, lo cierto es que no había sido muy complicado. Manu tosió. Se preguntaba con quién podría encontrarse en el entierro. Con los hermanos de Mari Mendes, lógicamente, los cuatro matones. A Manu aún le dolía a veces la espalda de los golpes que le propinaron cuando lo derribaron a puñetazos y lo patearon en el parque porque lo sorprendieron con ella. No se debe ir por ahí pateando a la gente, y menos a un borrachito, pensó.

    Manu tosió. Tendría que llamar por teléfono a Prieto, el dueño de la cabaña, para decirle que la abandonaba. Había dormido en aquella cama a lo largo de mil y una noches abrazado a Mari Mendes –estaba dispuesto a jurarlo–. Cada vez que encendía la chimenea, ella se presentaba entre el humo y las lenguas del fuego. Era una neblina roja que se deshacía y volvía a hacerse. La primera vez que apareció, Manu se metió en cama sin cenar y se tapó la cabeza con la manta pensando que aquellos humos y rojas transparencias no eran más que alucinaciones provocadas por la abstinencia desmedida que él llevaba a cabo. La cama se le movía, se levantaba casi hasta el techo. Una mano de largas uñas con carmín le retiraba lentamente la manta de la oreja sin que él se atreviese a hacer movimiento y le dejaba los ojos al descubierto; por las paredes de la cabaña culebreaba la silueta de Mari Mendes. Cuando se convenció de que sin duda era ella, la cama descendió lentamente al piso y Manu se incorporó y comenzó a sonreír como un bobo mirando a Mari Mendes delante del fuego de la chimenea con los brazos abiertos hacia él.

    Manu García apartó la cabeza de la ventanilla del autobús. Advirtió que el paisaje había cambiado y los montes eran muy disintos: las piceas y los castaños azulados habían desaparecido y se adentraban en un bosque de eucaliptos. De vez en cuando entre los árboles podía verse la espuma de las olas en la playa. ¿Ya habían llegado a la costa? Manu supuso que eso era imposible. Miró que su reloj marcaba las doce y veinte. Apenas habían transcurrido diez minutos desde que se había subido al coche.

    —¿Tiene hora? –le preguntó a la conductora del autobús.

    Ella golpeó el gran círculo del volante con las manos. Llevaba cazadora negra y corbata negra. La marcha era buena y no se detenían en todos los pueblos por los que pasaban. El caso es que Manu no le había preguntado al hijo del mesero a qué hora incineraban a Mari Mendes, y acababa de darse cuenta de que el chico tampoco lo había mencionado.

    —Tarde amarilla, qué maravilla. Vean: la lluvia salpica en el parabrisas pero al mismo tiempo el sol brilla entre los árboles -dijo la conductora golpeando el volante de nuevo.

    —¿Tiene hora? –repitió Manu. Con larga uña cubierta de carmín, la conductora señaló el reloj digital del salpicadero. Marcaba las cinco menos cuarto. Manu se fijó en que el suyo marcaba también las cinco menos cuarto. Pero eso era imposible. Estaba absolutamente seguro de que acababa de mirar su reloj y sólo eran las doce y veinte. Manu sacudió la cabeza y se quedó pensativo.

    —¿Van al entierro de Mari Mendes?

    —Perdona. ¿Hablas sólo conmigo, o con alguien más? -dijo Manu- Desde hace un rato el asiento de mi lado está congelado; aquí hace un frío que pela. Sí, voy al entierro de Mari Mendes, pero no sé qué está pasando con los relojes

    —Usted ha ido ahí durmiendo todo el rato –ignorando descaradamente la carretera, la conductora giró la cabeza de un modo inverosímil más allá de su hombro derecho y se quedó mirando a Manu García a los ojos. El autobús marchaba prácticamente solo. Ya habían dejado Redondela atrás y orillaban la ría de Vigo. Las islas Cíes se atisbaban a lo lejos

    —No puede ser –dijo Manu–. Esa curva yo no recuerdo que estuviese ahí delante. ¿Cuándo la hicieron, para qué la pusieron ahí?

    —¡Chist! Ahora no me distraiga. Siempre me gustó a mí tomar esta curva tan bien trazada –la conductora se desentendió de él y miró a la carretera–. No diga nada. Hágame caso y cállese.

    Manu vio que las Cíes se le venían encima pero inmediatamente se apartaban resbalando por las ventanillas de su lado. La carretera, en vez de tenerla de frente y a lo largo, se había atravesado entre las ruedas delanteras y las traseras. Estaban dando un giro de más de trescientos grados por la curva bien peraltada y el autobús parecía deslizarse por una pista de hielo. Era mareante.

    —¿Han visto? Parece fácil conducir un autosaurio como éste, ¿eh? –la conductora miraba a Manu– Qué gran peralte, ¿no les parece?

    —¿Por qué me habla en plural? –Manu echó un vistazo por todo el autobús. Allí dentro no había nadie, él era el único pasajero. Además, la cabeza de la conductora se había convertido en una calavera.

    —¡Eh, páreme aquí, páreme aquí! –Manu saltó del asiento y empezó a patear la puerta.

    —No llores; llegarás a tu cita a tiempo, te lo digo yo –la calavera se quitó la melena negra y la tiró encima del salpicadero–. Vivos o muertos…, no hacéis más que gimotear.

    —¡Páreme aquí, páreme aquí…!

    ….
    ….

    Los rayos del sol reverberan por toda la laguna y sólo con un poco de suerte se puede pescar alguna que otra trucha lanzando la mosca a ciegas. Se oye el grajeo de un pajarraco nocturno aislado en la tarde del otoño. Un año más, el invierno se aproxima a la soledad del bosque, al río frío, a la chimenea de la cabaña. El hijo del mesero llega por el camino acompañado de una chica. Al verlos, Manu sujeta el sedal con dedos oscuros. Ellos apoyan las bicis en el tronco de un aliso.

    —Mañana es la misa de primer aniversario de Mari Mendes; llamaron por teléfono –dice el hijo del mesero.

    —¿Quién es esta chica que te acompaña?

    —La hija de Prieto, el dueño de la cabaña. ¿Nos prestas la lancha? El agua del río baja mansa.

    —Pero no os salgáis de la laguna. Y antes de que empiece a oscurecer quiero veros en tierra.

    —Nosotros no le tenemos miedo al fantasma sin rostro–dijo la chica.

    —Sois muy valientes.

    —Mi papá necesita dos docenas de truchas grandes para el sábado –dijo el hijo del mesero.

    —Dile que las tendrá.

  39. Carlos dice:

    NEGOCIACIÓN

    —Y era usted pescador…

    —Lo fui una buena temporada, sí. Me gustaba la pesca y conseguía ir uno o dos días por semana.

    —A mi marido también le gustaba; pescaba en los muelles o iba a la costa porque tenía miedo de subirse a una embarcación. No sabía nadar. Un día pescando desde unas rocas se cayó al mar y desapareció.

    —Pobre, qué desgracia.

    —¿De qué murió su mujer?

    —En un accidente de tráfico. Veníamos de pescar, precisamente.

    —¿Y habían pescado algo?

    —Media docena de lubinas. Quedaron desparramadas por la carretera.

    —Y era de noche…

    —Sí. ¿Cómo lo sabe?

    —Me lo estaba imaginando. Si venían de pescar…

    —Sí.

    Doña Generosa vivía en el bajo y, aunque no lo parezca, estábamos negociando el alquiler del piso de su recién reformada casa. Se hallaba en una zona un poco apartada y tranquila; era luminoso, tenía buenas vistas a la ría, perfecta comunicación con el centro de la ciudad y doña Generosa pedía por él cuatrocientos mensuales. Tal y como se ha puesto el tema de la vivienda ya me dirán ustedes si no merecía la pena conversar con doña Generosa. Se había dado cuenta de que el piso me gustaba, y eso parecía agradarla personalmente. Acabábamos de verlo y hablábamos en el rellano de la escalera.

    —Le diré lo que vamos a hacer: me va a pagar un mes por adelantado y yo le doy las llaves. Si al cabo de ese mes a usted le interesa el piso, y el amplio desván, hacemos entonces el contrato. De este modo si no quiere quedarse, o si al final resulta que lo destinan durante lo que queda de verano a Asturias, se marcha usted y santas pascuas. Si le parece bien, aquí tengo las llaves.

    —¿Me va a dar la llave, sin más?

    —La del piso y la del desván, sí.

    —Gracias por fiarse de mí.

    —Me fío de mi sobrina y de su marido, que trabajan en el puerto y son unos armarios, los dos, y mis únicos herederos. Cuando tengo un problemita acudo a ellos y siempre me responden con entusiasmo.

    —Ah.

    —Perdone, es una broma. Aunque es cierto que trabajan en el puerto moviendo cajas de pescado, no le quiero mentir. ¿Por qué no sube y le echa un vistazo al desván? Es amplio y luminoso gracias a las claraboyas del tejado recién reformado. Podrá tener allí su estudio. ¿Por qué no sube a verlo?

    Eso fue lo que hice. Doña Generosa nombraba tanto su desván que empezaba a preguntarme qué habría dentro. De ningún modo pensé que iba a encontrarme con un tesoro, pero el hecho de que la puerta gruñese alegremente al abrirla y que dentro oliese a madera y a cola me pareció buena señal. Supuse que ella vendría conmigo pero al final se fue a tender ropa al jardín y subí solo. En un rincón alguien había pegado el cartel de una modelo que anunciaba una marca de medias. La mujer se sentaba con las piernas encogidas en la escalinata de un templete y el fotógrafo –un artista, sin duda– se las había ingeniado para que el sexo de ella quedara palmariamente sugerido tras las preciosas medias de seda que calzaba. Contemplé aquel poster durante un rato.

    Llegué a la conclusión de que doña Generosa –su cara, su pelo negro brillante, sus ojos…– tenía cierto parecido con la modelo, y aún diría más: doña Generosa me había enredado con astucia para que yo contemplase en soledad el cartel. Sonreí. En un arcón de madera encontré la caña de pescar de su marido: un carrete Sagarra prácticamente soldado a una polvorienta vara de bambú cortada en dos tramos. Doña Generosa me dijo que podría usarla si lograba ponerla en funcionamiento. La observé y sopesé y pude comprobar que el carrete corría a la perfección, salvo algunos sobresaltos, pero aún le funcionaba el freno. La caña era rígida, desde luego, y los tubos que unían los dos tramos eran de acero; las anillas permanecían bien firmes y alineadas y eran de loza. Qué magnífico trabajo, pensé, tendré que preguntarle a doña Generosa a qué se dedicaba su marido.

    Estábamos en el mes de julio, hacía calor y bajé hasta La Naval, en donde compré una línea del treinta y cinco y varios chupetes; en la misma tienda de pesca desarmé el Sagarra y galvanicé sus piñones con tres en uno hasta que pude comprobar que había quedado listo. Me fui a comer al puerto con la caña en la mano y llamé a Manolo por teléfono para pedirle prestada la dorna.

    Embarqué en la playa de Mende aquella misma tarde. Al izar la vela un tercio, la dorna empezó prácticamente a navegar. Aquí estamos, dije inclinándome sobre la popa y surcando la tersa superficie del mar con los dedos, aquí vamos. Contemplé el tren que estaba pasando por delante de la iglesia de Ríos y libré la punta del muelle de la Etea con algunos aprietos tras haberme acercado demasiado a la costa. Empecé a silbar. El ligero nordeste se ponía de mi lado y empujaba la dorna con la suavidad adecuada.

    En la Peña del Cabrón –un islote a unos cien metros de la playa de A Lagoa– llevé la dorna fuera de cala pues la marea era viva y estaba bajando. Sobre un fondo transparente de algas y arena solté el rizón y puse a refrescar un par de latas de cerveza por babor. Armé la caña y di unos lances hacia afuera pero la tarde no estaba para pescar, esa es la verdad: el agua que tenía delante de los ojos era a ratos un resol deslumbrante y los múgeles que andaban aboyados cubrían de globitos la superficie del agua, plana como una película de aceite. No me importaba. A no ser que uno sea marinero, cuando se sale de pesca lo más importante no es la pesca en sí, sino desconectar y recargar pilas; si además cae alguna pieza, mejor que mejor. Eso hacía yo: lanzaba y recogía, consciente de la belleza que la vida encierra y me sentía contento y agradecido de estar allí. De vez en cuando hacía un alto y contemplaba el aleteo de los patos y las garcetas que se internaban en la ría. Podía ver el brillante viraje de algún pez bajo el agua y oír el escape libre de una moto circulando a toda pastilla por las calles de la ciudad. Pero en el fondo había un gran silencio porque era sábado, la hora de la siesta y hacía calor. Me tumbé en el banco de popa, coloqué la gorra sobre los ojos y el imperceptible cabeceo de la dorna me mecía y me sanaba de todo mal. Es una sensación de lo más agradable, lo recomiendo.

    Cuando desperté probé con unos cuantos lances y a continuación levanté el rizón y empujé con un remo la dorna buscando mayor calado. Saqué de la bolsa un bocadillo de tortilla de patatas con un pimiento verde y recogí una de las latas de babor. Merendé sentado a proa y con los pies colgando. Sí, señor, el mar abre el apetito, murmuré con la boca llena. Jandri andaba por el pantalán de A Lagoa cuidando de los barcos y se detenía a observar con los brazos en jarras las embarcaciones que arribaban. Lo saludé agitando una mano. El agua era un espejo.

    Cambié el arte: corté el chupete color butano y empaté en la línea uno blanco con rayas verdes reflectantes; también empaté un torpedo de plomo algo más pesado que el anterior para lanzar más lejos y darle de este modo mayor recorrido al curricán. La marea había bajado tanto que la Peña del Cabrón había medrado casi al doble. El sol descendía hacia la línea del océano y el aire se teñía de rojo. Un cosquilleo me recorrió la espalda… De pie en el tambuche de proa lancé dejando que el torpedo llegara bien a fondo y recogí sedal no muy lentamente con la puntera de la caña inclinada hacia el agua. Levanté el chupete con un par de algas verde oliva enganchadas en el anzuelo, las quité y volví a lanzar.

    Llamó mi atención un tipo que corría por la playa de A Lagoa. Al llegar a la orilla se zambullía y venía nadando hacia la Peña. El tipo subió ágilmente por las piedras y echó un vistazo alrededor. Yo estaba al lado, a unos veinte metros, pero él no reparaba en mí porque desde donde el fulano miraba, la dorna se hallaba atrapada en un charco de fuego y luz. El tipo se sentó dándome la espalda y se quedó vigilando la playa.

    Al poco, una mujer bajó corriendo hacia la orilla y se echó a nadar. El fulano se envaró. Al alcanzar la Peña del Cabrón la mujer salió del agua ajustándose con los dedos su bañador azul a las nalgas. La relacioné al momento con la modelo del desván, pues parecían idénticas y también tenía las piernas preciosas. Se fundió con el hombre en un apasionado abrazo y terminaron tumbados los dos al lado de una roca que los ocultaba de tierra.

    —¿Te siguieron? –preguntó el hombre. No era consciente de que en el mar en calma todo se oye.

    —No. Cambié dos veces de taxi y después cogí el autobús hasta la cantera como me dijiste, y nadie me siguió desde la cantera hasta aquí. Nadie puede saber que estamos juntos.

    —Cojonudo…

    El fulano sobaba a la mujer y la cubría de besos. Ella se incorporó y se sentó en los muslos de él y le bajó el bañador, se apartó el suyo con dos dedos y se dejó caer encima lentamente. Yo recogí el sedal con cuidado para largarme de allí, pero el torpedo chopeó al salir del agua y me quedé quieto. El tipo abrazó a la mujer y la levantó en peso y ella se enroscó en él.

    —Pídeme que mate a alguien –dijo el fulano.

    —Sí.

    —Pídemelo.

    —Sí, sí, sí.

    Después y sentado en la roca, el fulano observaba cómo ella se alejaba a nado. La mujer subió por la playa, recogió una bolsa escondida entre unas piedras y se perdió entre los árboles. Habían quedado en que lo esperaría allí y después se irían en el Ibiza de él. El fulano siguió vigilando un rato. Se levantó y dirigió una amplia mirada por los alrededores, pero con un gesto de enorme sorpresa entornó los ojos y se quedó mirando hacia donde yo me encontraba. Me di cuenta de que el resol había desaparecido del agua y ya ningún círculo de fuego me protegía. Apretando sus puños, el fulano me miraba con furia. Se veía más fuerte que yo así que saqué de la caja de los plomos la navaja suiza. Si el tipo saltase desde la roca, podría alcanzar la dorna en diez o quince brazadas, pero entonces cuando intentase subir abordo yo le incrustaría el sacacorchos de la navaja en su pelado cráneo y le trepanaría el cerebro. El fulano quería mirarme la cara y estuve a punto de desafiarlo levantando la gorra, pero yo contaba con que él no tendría demasiado apeteito de empezar una guerra justo después de haber estado con una mujer de bonitas piernas. Se dio la vuelta y se zambulló y vi que se largaba hacia la playa nadando a espalda, sin quitarme ojo, para darme a entender que se había quedado con mi cara.

    Levanté el rizón e icé media vela. Tiré de los remos y dirigí la dorna hacia el interior de la ría buscando allí una empopada que me llevase recto hasta Chapela. El trapo se inflaba y lo subí todo. La embarcación crujió, ciñó a estribor y comenzó a navegar. Levanté los dos remos y me senté a popa sujetando el timón. El aire era fuego, toda la ría era fuego y la dorna penetraba en el fuego empujada por los últimos rayos del sol. Miré atrás: la Peña del Cabrón había desaparecido y su lugar lo ocupaba un montículo oscuro. El cielo empezaba a cubrirse de estrellas, todo estaba bien, todo estaba en orden, la dorna navegaba alegremente.

    Por la mañana subí al desván y me quedé mirando a la modelo un buen rato. Era idéntica a la mujer de la playa, eran como dos gotas de agua. Doña Generosa tenía también un aire con ella: el mismo pelo negro brillante, los labios algo carnosos, los ojos profundamente castaños… Dejé la caña en el arcón, bajé por la escalera y llamé a su puerta. Sonrió al verme.

    —¿Qué tal ayer? ¿Pescó algo?

    —No. En realidad no hice más que dar vueltas con la caña por ahí… Hoy me llamaron de la empresa y venía a decírselo. Quieren que me vaya a Asturias hasta finales de septiembre.

    —Qué lástima.

    —Sí, lo cierto es que el piso me gustaba.

    —Qué lástima –dijo doña Generosa.

  40. carlos dice:

    LA VIEJA DEL BOSQUE

    Entre los castaños
    la chimenea de la casita blanca
    echaba humo.
    Yo me achanté
    en el campo de maíz.

    Mamá Pipa subía por el campo con un lío de leña debajo del brazo, seguida del gatito negro. Dejó la leña en el suelo, se sentó en una piedra del camino y, como si fuese la reina de toda la tierra inspeccionando sus territorios, abarcó con amplia mirada la ría y las relucientes ciudades de las orillas. Un velero se marchaba por la boca sur. El sol también se marchaba. Mercurio se acercaba a las islas. Ladré.

    “Un espíritu cuesta nueve euros”, suspiró Mamá Pipa. Levanté las orejas y me arrastré por el cañaveral para oírla mejor.

    “Sal de ahí, no te escondas”, dijo Mamá Pipa.

    Yo me hice el loco y agaché la cabeza. “Dame un masaje”, pensó ella. Y el gatito negro le acarició los tobillos levantando el rabo.

    Mamá Pipa se levantó de la piedra y echó un último vistazo a la ciudad que tenía a sus pies. Con la leña debajo de un brazo siguió subiendo por el campo. El gato la seguía. Entraron en la casita blanca y Mamá Pipa cerró la puerta y dentro se encendió la luz de una hoguera y dejó de salir humo por la chimenea.

    Aquel era el momento: atravesé el campo en línea recta saltando sobre la hierba y corriendo hacia la casa. Abrí los brazos y miré por debajo de la puerta, con mis ojos negros. Olisqueé. Olía bien, a cocido. Di un paso atrás y rodeé la casa para asegurarme de que no había moros en la costa. Jadeando y con la lengua de fuera me senté detrás de un castaño.

    “Sé que estás ahí, Crispín, sé que estás ahí”, dijo Mamá Pipa abriendo la puerta y dejando en el suelo un gran bol con caldo de verduras y arroz y dos huesos, uno con carne, “Crispín, que eres un Crispín”.

    Mamá Pipa palmeó los troncos de algunos castaños y entró en casa. Me acerqué a la puerta y metí la cabeza entera en el bol y empecé a comer y a beber lambeteando en el agua del caldo con tanto ruido que tenía que oírse por todo el bosque.

    Me di una vuelta alrededor de la casa, para ver que no había moros en la costa, y me dediqué a los huesos, ya más tranquilamente.

    La puerta se abrió.

    “¿Entras o no entras?”, preguntó Mamá Pipa. Yo, entretenido con los huesos entre las manos levanté la cabeza y la miré sin decir nada, lo dejé todo y fui a esconderme detrás de un árbol.

    “Ya entrarás cuando llegue el invierno y ya me contarás tranquilamente delante del fuego de dónde vienes y qué te hicieron esos de ahí abajo”, dijo Mamá Pipa recogiendo el bol del suelo, y repitió: “¿Entras o no entras, Crispín?” Yo seguí aguardando detrás del árbol.

    Me acerqué cuando se cerró la puerta. Me tendí al lado de los huesos, los puse entre las manos y empecé a roerlos; mira que no me gusta a mí roer los huesos ni nada. En una de estas, al ladear la cabeza para hincar bien el diente, vi que la luna era redonda, azul, de cristal. La miré un momento y pensé: “hoy va a quedar una noche de cine”, y Mamá Pipa estaba observándome por la ventana y sonriendo con cara de buena persona.

  41. Carlos dice:

    EL OCÉANO

    La gente en la playa levanta bolsas, sacude toallas, huye del océano que se aproxima respirando tranquilo. El sol cae.

    Un hombre joven, fuerte, sin depilar, excava con sus manos, arrodillado en la arena. Su hijita desnuda se acerca con un cubo rosa lleno de agua.

    Algunos bañistas pasan entre la poza y el océano. El hombre lleva un bañador negro y al muro que está levantando en forma de herradura le falta poco para alcanzar el medio metro de alto. La niña vierte el cubo dentro y sale a buscar más agua.

    El sol está en el horizonte.

    Los bañistas levantan bolsas, sacuden toallas y marchan hacia los coches. El océano alcanza suavemente la fortificación. El hombre palmea el muro de arena con manos y puños.

    La niña señala al océano con la paleta rosa. Los ojos del hombre es difícil saber de qué color son pues no para quieto un momento. Los de la niña son negros, grandes.

    La gente sacude toallas y sube por la playa blanca en dirección a la carretera, la tarde del domingo se aleja, el océano lame el castillo, el hombre se esconde detrás de la herradura y protege a la niña entre sus brazos.
    .
    .

    UNA VIEJA HISTORIA

    Eos, la hija de la mañana, les pidió a los dioses la inmortalidad para su amado Titono, pero se olvidó de pedir al mismo tiempo la juventud. Por supuesto que Eos –ella casi eterna– no se percató de semejante olvido. Los transeúntes que se lo encontraban por la calle miraban a Titono con disimulo y recelo; veían en él algo raro y oscuro que no podrían precisar. Sucedió que Titono ennegrecía al paso de las décadas y llegó a arrugarse como una uva pasa. Los que se lo tropezaban por cualquier esquina saltaban del susto y corrían a esconderse en los portales. Eos, la de rosados dedos, apartó a su amado de las miradas temerosas de los mortales relegándolo al pozo más profundo de una fortaleza enterrada en el desierto de Egipto. Y desde aquel in pace borbotean incesantes los gruñidos de Titono, a día de hoy convertido en abominable cigarra.
    .

    Qué calor.

    Parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para comprar por Internet, y toda la mañana había sido un trajinar de cabo a rabo por la ciudad. Ya casi eran las dos y media cuando Elena subió con la furgoneta al monte de El Castro a entregar los últimos paquetes. Al terminar llamó a Tita de nuevo, pero el teléfono de Tita seguía fuera de línea; se quedaba sin batería cada dos por tres y Tita ni siquiera se daba cuenta. Elena pensó que quizá ya era hora de comprarle un nuevo celular. Miró la hora. Tita estaría en aquel momento en el sofá, sentada como un buda, leyendo una novela ante la tele encendida sin voz mientras unas leonas agazapadas observaban el paso de una manada de búfalos. Elena sonrió y volvió a marcar el número de Tita por el mero placer de hacerlo.

    El día era transparente y los campos, incluso ya entrado el verano, se cubrían de flores, arriba en El Castro. Elena confeccionó un pequeño ramo amarillo y violeta y se sentó en un banco en el que había una revista abandonada y la hojeó distraídamente. El ejemplar, atrasado y correspondiente al mes de febrero, traía algunos reportajes coincidiendo con la festividad de San Valentín, patrono de los enamorados. Al terminar de leer la historia de Eos y Titono, Elena suspiró y proclamó despectivamente y enrollando el ramo con la revista: “Pamplinas”.
    .

    Lo primero que hizo Elena al llegar a casa fue meterse en la cocina y tirar la revista a la basura. Puso las flores debajo del grifo y las colocó con esmero en uno de los floreros bulbosos y estilizados de Tita, que estaba en el sofá, sentada como un buda, leyendo una novela. La tele, encendida, no tenía sonido y en la pantalla unas leonas observaban agachadas entre la alta yerba el paso de una manada de búfalos.

    —Uf, esta tarde nos vamos a la playa, cari –dice Elena colocando las flores en una balda de la librería y acariciándolas con los nudillos, porque alguien tenía que darles la bienvenida a casa, ¿no?– Pasearemos por la orilla mojándonos los pies descalzos, como a ti te gusta.

    —Sabes que sí –dice Tita levantando sus ojos claros del libro y sonriendo.

    Sobre la mesita de cristal hay una botella de vino blanco y una solitaria copa que Tita se lleva a los labios; la alfombra granate luce primorosa a sus pies de blanco algodón; Tita viste una larga camiseta blanca serigrafiada con el Van Gogh de los universos nocturnos y el ciprés flamígero. El cenicero, encima de la mesa de cristal, rebosa de colillas aplastadas. Elena se acerca, se sienta en el brazo del sofá y le da a Tita un pico en la boca. Con una mano le revuelve el pelo castaño y le da un nuevo beso, esta vez más prolongado.

    —¿Qué lees?

    —Ana Karenina.

    —De Greta Garbo –dice Elena–, la divina. Pero yo creo que más bien deberías leer una novela que primero te haga llorar de pena porque se pelean y que al final te haga llorar de felicidad porque se enamoran y son felices.

    —Creo que sí.

    —Son las que a mí más me gustan. Voy a preparar algo. ¿Tienes mucha hambre, cari?
    .
    .

    NUESTRO PRIMER DÍA EN EL PARAÍSO

    Nací por la mañana temprano, un día de abril. La cigüeña se dio una vuelta por encima de los tejados antes de entrar en casa.

    Yo iba en el hatillo que colgaba del pico y el mundo me parecía un lugar muy grande, pues no lograba contemplarlo todo a la vez: las montañas, el mar, las vías del tren, los barcos, los edificios, los bosques, el puerto, los tranvías…

    La puerta del balcón estaba cerrada y mi hermana fue la primera en darse cuenta y corrió escalera arriba gritando que el balcón estaba cerrado y la cigüeña no podía entrar.

    Cuando entreabrieron la puerta, la cigüeña descendió en una amplia espiral bastante divertida y me depositó con mucho mimo al lado del geranio. Yo entré en casa gateando y la cigüeña levantó el vuelo y se convirtió en un lejano puntito del cielo regresando a París.

    Así comenzó nuestro primer día en el paraíso: como un maravilloso cuento de hadas.

  42. Carlos dice:

    LA CARTA

    La traslación de los restos de Franco ha sido decepcionante, por lo menos para mí. La prensa decía que los llevarían en helicóptero hasta el cementerio de Mingorrubio y yo me imaginaba que el ataúd de zinc iría sujeto de la aeronave por un largo cable de acero, flotando en el aire como quien dice. El mundo se hubiese quedado boquiabierto. Entonces, desde las altas esferas empezaron a dejarnos caer que iba a ser una ceremonia muy discreta y se llevaron el ataúd dentro del helicóptero.

    Es veinticuatro de octubre. Me encuentro, pasadas las once de la mañana, ante la televisión de plasma de la terraza de este modesto café del barrio, observando las operaciones. Ahí va ese helicóptero cruzando un camino estepario en esta angelada mañana otoñal.

    Perdónenme un momento, por favor, que una gorda que acaba de llegar al café con las piernas enfundadas en unos legging color fresa con culebras blancas me está haciendo señas desde una mesa cercana.

    —¿Tienes fuego?, ¿fuego? –me pregunta la mujer moviendo un pulgar.

    —No. Lo dejé, no fumo –le digo negando con la cabeza.

    La mujer se levanta y se dirige hacia otra mesa y regresa con su pitillo rubio encendido y se sienta al lado del hombre que la acompaña, un flaco al que la camiseta y los pantalones negros le vienen un poco holgados. En una mesa del extremo una paloma picotea el trozo de una madalena y una miga grande alcanza rodando el semáforo, donde me parece ver a Karlis esperando que el disco cambie al verde. Pero me fijo mejor y me doy cuenta de que no es él.

    —Está empezando a llover, ¿no? –dice la mujer; todos los de la terraza logramos escuchar sin esforzarnos su pegajosa voz– ¿Quieres una cerveza?

    El flaco hace ademán de mirar el reloj que se le ha olvidado en casa y dice:

    —Sí, me vendrá bien una bien fría.

    La camarera se aproxima con dos cervezas en la bandeja y las descorcha y les pregunta si quieren vasos.

    —Tengo el piso pagado –le dice la mujer a su compañero–, tengo un curro por horas y la niña ya está preñada pero la pobrecita no quiere abandonar el colegio. ¿Qué más quiero?

    —¿Para qué quieres más? –dice el hombre pasando un brazo por los anchos hombros de la mujer y besándola en la mejilla– ¿Lo tienes en propiedad…? Al piso, me refiero.

    —Nooo…, es el alquiler del mes. Agosto ya está pagado –el hombre retira el brazo y se acomoda en la silla. La mujer da una calada profunda y aplasta la colilla en el cenicero–. Voy a pedir una paga para la niña. Algo tendrán que darnos, ¿no?

    —Seguro –dice el hombre–. Está lloviendo, como decías. ¿Tienes un pitillo?

    —Sí, perdona –la mujer abre el paquete, levanta la cabeza y señala con el pitillo la tele de plasma por la que el helicóptero se desliza de lado a lado.

    En el paso de cebra veo a otro individuo también muy parecido a Karlis, esperando que el disco cambie al verde. Esta vez me fijo mejor y me convenzo de que es él. Pero fue apartar el pocillo de los labios y Karlis desapareció, visto y no visto; muy propio de Karlis, por otra parte. Karlis era aquel interno del colegio que una vez me dio una carta para que se la echase al buzón de la calle al salir de clase. Yo nunca había echado una carta pero no me dio buena espina el sello del sobre: era la cara de Franco, sin duda, aunque si uno se fijaba bien, el sello no existía porque estaba dibujado a bolígrafo y los de primero sabíamos que Karlis era el que mejor pintaba de todo el curso. Tras cerciorarme de que el sello era verdadero solo en apariencia, le pregunté a Karlis qué tenía que hacer con la carta.

    —Echarla.

    —¿Pero es legal? –le dije– El sello con la cara de Franco está pintado con bolígrafo rojo.

    —No te preocupes –me dijo Karlis–. El sello de una peseta es rojo, así que vale.

    —Tú quieres ahorrarte esa peseta, claro.

    —Exacto, veo que lo vas comprendiendo –Karlis me palmeó la espalda. Hablábamos al lado de una de las porterías del campo de fútbol y de vez en cuando nos llegaba un balonazo de los mayores y teníamos que agacharnos–. Venga hombre, ¿no ves que nadie se dará cuenta? Sólo lo has notado tú, que eres un lince.

    —Noté algo grabado –le dije acariciando el sobre con el pulgar–. Fue pasarle el dedo por encima y ya me di cuenta.

    —En Correos trabajan con guantes y no lo notarán, estate tranquilo.

    —¿De qué es ese bocadillo que estás comiendo? ¿De tortilla de patatas? –le pregunté.

    Aquellas tortillas de patatas estaban hechas con huevos camperos de los barrios y Karlis me dio lo que le quedaba de bocata, lo recuerdo muy bien. Qué poco necesitábamos para ser felices. Pero volviendo a la carta: ya en la calle yo caminaba con ella escondida entre las páginas del libro de matemáticas y me hacía el remolón porque quería perder de vista a mis compañeros, para arrimarme al poste de teléfonos que había pegado a la tapia del colegio. Y en aquel rinconcito, entre el poste y la pared limpié la carta con el pañuelo; quiero decir que le borré mis huellas dactilares con mucho cuidado y procurando que nadie se percatara de lo que estaba haciendo. Por supuesto que después de echar la carta también limpié con el pañuelo la boca y la barriga redonda de aquel buzón en el que yo había apoyado una mano sin querer. Acto seguido corrí a reunirme con los demás.

    Ahí va el helicóptero, cruzando esa carretera solitaria de la televisión de plasma. La mujer lo señala.

    —¿Cuánto nos cuesta todo esto? –le pregunta al flaco.

    —Oficialmente, unos setenta mil.

    —Con toda esa guita yo me compro un aeroplano y te pongo a ti un bar de lujo y comemos yo y la niña como dos reinas durante nueve meses seguidos.

    —O más –dice el flaco sin despeinarse.

    —O más –dice la gorda.

    En la mesa de la abundancia la paloma sigue sacudiendo las migas de una madalena y tira al suelo un pocillo que se va rodando hasta el semáforo. Me fijo bien y veo que Karlis vuelve a estar allí. Es él, sin duda. Me levanto de la silla y agito un brazo para que venga a tomarse un café. Karlis levanta una mano y se acerca.

    Nunca le he contado a nadie lo de las huellas dactilares. Va a partirse de risa.

  43. carlos dice:

    EN LA PLAYA DEL GRAN TIEMPO

    —Por la mañana vino una mujer, Jefe, y preguntó por usted.

    —¿Y te dijo qué quería?

    —No lo dijo, pero esperó casi una hora, el tiempo que le dio tomarse una cerveza antes de irse.

    —¿No te dejó ningún recado?

    —No. Llamaba a la playa del final de la cuesta tal y como usted la llama a veces.

    —La playa del gran tiempo.

    —Sí.

    —¿Qué pinta tenía, cómo era?

    —Era normal, se la veía un poco cascada o a lo mejor es que estaba cansada, no sé, yo era la primera vez que la veía. Algo flaca, presencia digna, pelo castaño puede que teñido para taparse las canas, amable…

    —¿No te dijo si volvería?

    —Tenía ojeras. Sólo me preguntó si usted venía por aquí y yo le dije que venía a veces y que se sentaba a la mesa del ventanal. Ella entonces se sentó en esa misma mesa y me pidió una cerveza. No hacía más que mirar la palmera y la playa del gran tiempo y beber cerveza por el vaso, a pequeños sorbos.

    —No te dijo a qué venía…

    —No, no lo dijo. Miraba su reloj y miraba la palmera. A las dos menos cuarto pagó con moneda suelta y bajó a la playa. Se descalzó y se sentó un rato en esa arena blanca ante la mar. A la segunda mirada que eché, ella marchaba por la vía en dirección al apeadero, supongo que para coger el tren de las cuatro.

    —Preguntó por mí…

    —Así es –el tabernero se quedó mirando para el ventanal desde el mostrador. El día era gris–. Aquí el invierno es jodido, Jefe. Nando me dijo que no me quería engañar, que esto se quedaba muy solo y apartado en invierno.

    —El invierno es duro para todos.

    —El próximo lunes cerraré, después de estos primeros días de reparaciones. Abriremos los sábados y domingos por la tarde, como hacían Nando y su mujer. Por la semana apenas se cae nadie en este tiempo.

    —Buena gente, Nando y Concha. Se conocieron en la playa del gran tiempo, en esa playa nos conocimos todos.

    —Ahora se jubilan. Trabajaron los dos toda su vida en este bar, ¿no? Espero tener suerte en el negocio. En realidad es para los chavales, el niño y la niña. Yo los ayudaré a empezar. Van a llevar los dos solos el local y creo que le van a dar marcha… ¿Es usted de aquí, Jefe?

    —No, pero me gustaba esto… Hace años compré una casa en el pueblo. Ponme una cerveza, entonces.

    —¿Se la pongo en el ventanal?

    —No, dámela por aquí, por el mostrador. Voy a tomármela abajo en la arena, si no te importa.

    —Claro que no… Pues sí…, parece que va a llover, Jefe.

    —Sí, me sentaré un rato en la arena.

    —Ella no creo que vuelva, Jefe… Me dio la impresión de que venía a despedirse, pero ¿quién adivina lo que una mujer puede estar pensando? No me haga mucho caso.

    —No te preocupes, hombre.

    —Me pareció…, tuve la sensación de que ella estaba haciendo como un recorrido, un tur, para despedirse de alguna gente…, pero no me haga caso, Jefe. Yo no sé nada de esa mujer: llegó y se sentó ahí, yo nunca la había visto, ¿comprende? No digo que estuviese enferma, ni que buscase nada…

    —Gracias.

    —Pero va a llover, Jefe.

    —No se preocupe, de verdad, no se preocupe… Me sentaré un momento en la arena a beber la cerveza.

    —No se deje el sombrero, Jefe.

    —Gracias, le traeré el casco, me sentaré un rato en la arena…, gracias, le subiré el casco no se preocupe.

  44. carlos dice:

    FRAGMENTOS DEL CUADERNO NÚM. 26

    .
    PERO LLÉVATE ALGO, CAMPEÓN

    te llenas los bolsillos
    y en el ataúd
    están vacíos.

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    ES LUNES

    Una joven latinoamericana entra en el 10 con su bebé en brazos y se sienta al lado de una señora.

    —Qué criaturita tan preciosa –dice la señora apartando con un dedo la mantita de la boca del bebé–. Yo tengo un bisnieto de un mes y tenías que verlo. Tiene los ojos grandes y se ríe descaradamente, y mira éste: igualito. Pero nosotras con un mes éramos de piel rosada y teníamos los párpados pegados y casi no habíamos nacido. Ahora los miras en el cochecito y ya les ponen gafas de sol. Hasta da grima verlos con el chupete en la boca. Ellos son los que vienen a salvarnos.

    —¿Vienen a salvarnos de quién? –preguntó, alarmada, la madre del bebé.

    Me inclino entre los dos asientos y les digo: “Un día yo vi a un bebé recostado en el respaldo del cochecito por la calle y llevaba gafas de sol y chupete y las dos manos detrás de la nuca. Iba como un marajá, tiene razón la señora. Esto lo vi yo no hace mucho aquí cerca”. Y después de pasarles la información a las dos mujeres, me recosté otra vez en mi asiento.

    —¿Pero a salvarnos de quién? –insistió la madre con voz nasal.

    La otra no dijo nada. Yo metí la cabeza y me incliné hacia ellas.

    —Oye, si yo tengo un bebé tan bonito como ese me lo llevo a las televisiones para hacer de él una estrella. Hay que empezar cuanto antes, que no tenga que echarte nada en cara el chaval el día de mañana. ¿No tendréis una moneda de veinte céntimos por ahí para el transbordo? Yo hago eso, me lo llevo a una tele, ahora hay la tira de canales locales y ya no tienes que ir muy lejos; en cualquier barrio hay una tele. Llévalo, mujer, hazlo por el chaval, mira qué curro es. Si hubieran hecho eso conmigo de pequeño… ¿Oye, no tendréis unos céntimos que me podáis prestar?

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    ESCRITURA

    Son las dos y cinco de la tarde. Toñito acaba de pasar con la porra al cinto pero se ha dado la vuelta sin acercarse demasiado, para no conturbarme según me dijo una mañana. Escribo porque así respiro mejor y porque cuando escribo el mundo me cuida. La música del centro comercial se ha reducido y sólo se oye el zumbido de las escaleras mecánicas. Veo mis sentimientos deslizándose por las carreteras del espacio y el tiempo. Veo cómo el ascensor asciende hacia la gran bóveda de plástico.

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    FERNANDA

    La cuerda no la cortaron y allí sigue atada en la rama del castaño frondoso. Acabo de verla. Había un silencio mortal a la altura de la casa. Los perros no ladraron; se acercaron a la verja del jardín y me miraron pasar. En el cementerio había mucha gente. Fernanda era joven. Un tipo bajó de un taxi que se quedó esperando en el portalón; fue el último en llegar y el primero en irse, un tipo alto, solitario.

    Estoy sentado en un banco de piedra, más arriba de la cabaña de las herramientas de los jardineros. Desde aquí veo que un remolcador anaranjado pasa por delante de la playa de A Manquiña empujando a un buque portacontenedores con su gran cubierta despejada. Caen dos gotas, a mis espaldas tose un pajarraco.

    Miro la ciudad. Los semáforos están en ámbar intermitente.

    —Quiero flores –dice una niña que baja caminando por la carretera debajo de su paragüitas.

    —Ahora es invierno y no hay tantas flores –le dice la abuela que va detrás.

    —Es otoño –dice la niña.

    Las cunetas están cubiertas por los corazones amarillos de los tilos. ¿Qué hora es? Mi reloj se quedó sin pila y lo dejé en casa. El remolcador anaranjado se va empujando al buque. Un bocinazo se oye en el silencio de toda la ría.

    —Quiero flores.

    Me levanto del banco de piedra, recojo mi paraguas apoyado en el musgo de una roca y retorno cruzando la carretera al viejo camino entre los árboles. Después del castaño frondoso, al pasar por la casa de Fernanda los perros se acercan a la verja metálica del jardín. No jadean, no ladran. Se detienen, me observan.

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    EL HILO BOLIGRÁFICO

    Pucho el Loco anda por la alameda buscando la flor blanca. La ciudad aún alberga visitantes que buscan entre las suaves nieblas de la mañana y el sol. Pucho el Loco se encontró con el cisne de cemento, entró al cubículo de hierba y se le sentó al lado. Debajo del cisne hay un papel. Intrigado, Pucho tira de él y se queda con un trozo triangular en la mano. Lo mira del derecho y del revés. Tiene algo escrito, así que Pucho el Loco aprieta los labios y junta las cejas y lee: “T.S.Elliot, cortar el hilo biográfico, según Gil de Biedma”. No tiene ningún sentido. Pucho lee otra vez: el hilo boligráfico le suena. Pucho tira el papel y sigue buscando la flor.

    Karlis camina por el parque comiéndose una empanadilla de pollo con manzana. Sabe que una gaviota camina detrás recogiéndose la falda con las manos. Karlis se vuelve y señala a la gaviota con un dedo. “Mía, mía y sólo mía”, le dice mostrándole la empanadilla y golpeándose el pecho con un pulgar. La gaviota ladea la cabeza y mira con ojo amarillo. El papel en el que Sole te envuelve las empanadillas es blanco, pero seguro que el alma de Sole no es tan blanca: acaba de subir el precio de la unidad en veinte céntimos y Karlis conoce a algunas bellas damas que tendrán que hacer encaje de bolillos para llevarles unas empanadillitas a los nietos un par de veces por semana.

    —Sole no sabe lo que es tratar bien a la gente –le dice a la gaviota, que sigue en el suelo mirando de reojo con la falda remangada.

    Sentadas en los bancos, unas abuelas tocadas con sombreros de papel de periódico toman el sol a carcajadas. La gaviota aletea desgarbadamente y se encarama al cebollino de la fuente de hierro. Un niño encuentra entre la maleza una herradura y se la muestra a su mamá.

    —¡La herradura del camello de Baltasar!

    —¡Qué bien! –dice la mamá.

    —¡Es del camello del rey Baltasar!

    Desde la fuente, la gaviota de ojo amarillo mira a Karlis, que vuelve a señalarla con un dedo.

    —Ni se te ocurra saltar.

    —¿Estás hablando con alguien, Karlis? –pregunta la abuela de Elisita sentándosele al lado– ¿Sabes que mi nieta Elisita va a ponerse a régimen?

    Karlis se apresta a seguirle la corriente, así que arruga el papel blanco y aceitoso de la empanadilla y lo encesta en la papelera. Doña Elisa acerca a los ojos de Karlis el Samsung y pasa una uña rosa pálido por la pantalla. Una tras otra van surgiendo fotos: Elisita en una roca, Elisita en bicicleta, Elisita saltando a la comba, Elisita con chichos en tripatinete rosa, Elisita disfrazada de piel roja, Elisita en pañales…

    Pucho el Loco se acerca con una flor blanca en la mano.

    —Mi mamá siempre se quejaba de que tenía frío –les dice a doña Elisa y a Karlis–. Quería ser muy mala para irse al infierno, donde tenía que haber unas llamas muy grandes con un buen calorcito. Me lo decía a mí solo, cuando me tenía en su colo, y yo le estiraba los mofletes pensando que así ella entraba en calor y ya no me abandonaba para irse al infierno.

    —Tu mamá está en el cielo, Puchito, nunca te abandonó –dice doña Elisa marchándose con el Samsung a los bancos donde las abuelas toman el sol a carcajadas. Pucho se dirige hacia ellas con la flor blanca en la mano.

    Tres operarios del ayuntamiento aparecen con una escalera que apoyan en un árbol. Uno de ellos sube y empieza a quitar las luces de la Navidad. Karlis se levanta, da una palmada y la gaviota se queda mirando. Karlis palmea otra vez.

  45. carlos dice:

    NAUFRAGIO

    —Empujando con todas sus fuerzas el náufrago intentaba reflotar la barca embarrancada en la Isla Sur, aunque no conseguía moverla un milímetro. Las estacas negras vertidas por las olas se quebraban en cuanto las aplicaba a hacer palanca, las cuerdas estaban podridas, los métodos que ensayaba para hacerse a la mar le conducían a gruñir y forcejear hasta quedar rendido panza arriba en la arena, donde dormía arropado por el manto de las estrellas y la resaca del océano calmado.

    —Menos mal.

    —Escúchame, oh bella caminante, el náufrago quería soñarse golondrina y la cóncava nave revoloteaba en su sueño como pájaro herido cayendo a plomo en el mar, ¡chof!

    —¡Soñarse golondrina para huir de la Isla Sur! Nunca había oído nada semejante. ¿Quién era ese ulises? Dime si lo conozco.

    —Los días sucedían a las noches, el calor al frío, la salud a la enfermedad y ocurrió que el vaivén de las cosas dio un vuelco y las noches sucedían ahora a los días, el frío al calor, la enfermedad se sobreponía a la salud…

    —Hay que ver cuántas confusiones trae el amor.

    —Y que lo digas, oh, buscadora. De vez en cuando Inesa se caía por la isla con algún alimento para el héroe: una piza, un bocata de jamón asado, una empanada de chocos…

    —Estas le salen perfectas.

    —¿Quieres tomarte otra birra?

    —He de irme pronto, ya te lo dije…

    —Oh, noble esposa del viento. Inesa llegaba, pinchaba la sombrilla en la arena blanca y a continuación ambos se perseguían por la playa y se revolcaban en la espuma de la mañana. Nadaban juntos, comían con apetito a la sombra del parasol y tras una reparadora siesta se asomaban al balcón y contemplaban el rostro de la ría divina.

    —Eran felices.

    —Y tanto. Fíjate que los duendes de la Isla Sur saltaron sobre el náufrago, lo alzaron en volandas y lo dejaron encima de una palmera para abrirle los ojos con respecto a las mujeres de rizados cabellos de oro.

    —Preciosos los de Inesa, sí señor.

    —Al acechar a un remoto barco que se evaporaba a lo lejos, el náufrago cayó en la cuenta de que el rectilíneo horizonte se cerraba en un colosal círculo alrededor de la palmera. “Veo una línea recta que es una curva que es una recta y eso significa que estoy metido en un laberinto que también es isla. ¿Qué sindiós es este?”, se preguntaba. Los duendes le sacudían un ramalazo en la frente cuando pasaba cerca de algún arbusto, le susurraban que Inesa lo abandonaría y ya no regresaría jamás, a lo que él reaccionaba comportándose de un modo posesivo y repugnante con ella. Como es lógico, las ausencias de Inesa fueron agrandándose. Al llegar a la playa, ella no abría la sombrilla y se tendía en la toalla ofreciendo su sexo untuoso al sol cegador del mediodía. Las facciones del naufrago se endurecieron, sus encorvados paseos por la playa blanca se tornaron oscuros mientras la cóncava embarcación amanecía más y más enterrada en el interior sellado de su propia mente. “Pero ¿qué significado tiene todo lo que éste me está contando?”, te preguntarás. Yo te respondo, oh feliz buscadora, que es una visión que va y viene. Con las visiones ocurre que si se acomodan un tiempo terminan encarnando, las malditas. Inesa y tú seguís siendo buenas amigas, ¿no? ¿Qué es de ella? ¿Cómo le va?

    —Oye, ¿por qué no la llamas?

    —Ya la llamé.

    —¿Y qué?

    —Y nada. Para darme valor, antes de marcar su número descorché el chivas que me dejaron a la puerta de casa. Me dejan cosas por las noches, ¿sabes? Un bizcocho casero, una bandeja con fruta en sazón, un jersey tricotado. Un día me encontré con un billete de doce euros para que me cortara el pelo… Notas manuscritas con todo tipo de buenaventuras, consejos y canciones cubren casi a diario mi puerta y no sé quién se acerca a pegarlas. Si arrimo la oreja para atrapar al hermes, entonces es seguro que en la puerta no aparecen ni mensajes ni regalos.

    —¿La llamaste o no?

    —Oh, dulce inquisidora, claro que la llamé y hablamos, pero ella me decía que los ojos del náufrago sólo brillaban si veía algún cangrejo que luego cocinaba en una lata removiendo el humo con un palo filosófico. Al llevarse una pata del crustáceo a la boca se decía: mañana será otro día. Y masticaba. Pero el día siguiente era siempre el mismo. ¿Nunca te pasó a ti esto? ¿No se te repiten los días y las horas, amada mía?

    —Tienes que cuidarte, amigo mío.

    —¿Cuidarme? Sin Inesa, la vida del náufrago en la Isla Sur no tenía objeto ni sentido. Él se enfrentaba con el sol y de repente le escupía y empezaba a reírse con estrépito… Le escupía al sol, ¿te das cuenta? Es un buen material, no puedes pretender que me cuide y luego lo tire. No mires el reloj todavía, no hurgues en el bolso, oh esquiva fortuna.

    —Tengo que irme.

    —Pero hablarás y hablarás con ella y vendrás a contarme lo que habéis hablado, ¿no es cierto?

    —¡Camarero!

    —Oh, virtuosa mujer, no tardes en volver. ¿Has visto? Un pareado, que yo te ofrezco…

    —¿Y tu mamá?

    —Bien.

    —Dale un beso. Y cuídate.

    —Lo haré, adorada mensajera. No le digas que yo la amaba, si no quieres.

  46. carlos dice:

    ANIMALES

    Era una mañana de luz entre nubes blancas y en el parque sólo se encontraba una señora empujando a su perrito en el columpio. El chucho parecía divertirse bastante: cuando iba, el pelo le subía por la frente y cuando venía le caía en los ojos. Al verme con un bollo de leche y un vaso de chocolate, saltó del columpio y me vino detrás.

    “No molestes, Roque, ven aquí”, dijo la señora agarrando la cadena del columpio. Me senté en un banco y mojé el bollo de leche en el chocolate. El perro se sentó delante y me saludó levantando una mano. Di un bocado y él pareció entusiasmarse, se puso de pie y empezó a mover el rabo. “¨Vamos, Roque, no seas malo, ven al columpio, ven, ¿no te gusta?” «No», dijo Roque mirando para mí y moviendo el rabo.

    “Mira, Roque, me siento yo, ¿ves?” La señora asentó su culo gordo en el columpio y empezó a acunarse sin despegar los pies del suelo. Ven ahora, Roque, inmediatamente, porque después no hay columpio, ¿me entiendes?” “Perfectamente, paso de ti”, dijo el Roque mirando el bollo de leche.

    “Pero dele un respiro al animal, ¿por qué no lo lleva a la de Carmiña a tomar un chocolate?”, estuve a punto de decirle, y si me mordí la lengua fue porque pensé que el mundo iría a peor si empezásemos a razonar tan de mañana. “Roque, mira a mami columpiándose, ven, ¿no quieres venir, Roque?”

    Cogí un trocito de bollo y se lo puse delante de la nariz; Roque giró la cabeza y miró a la mujer. “Columpio, Roque, ven, ven”, dijo ella golpeando la tabla con una mano. El perrito husmeó el cachito de bollo. “La bollería no le gusta; a Roque sólo le gustan los cruasanes”. Noté que el trocito de bollo estaba atemorizado entre mis dedos mientras Roque lo husmeaba. “Come, Roque, no lo hagas sufrir más”, le dije y el animal salió corriendo y se subió al columpio. La jefa empezó a empujar con satisfacción.

    “Come de todo: un trozo de carne, pienso, arroz, los huevos cocidos le encantan pero lo que nunca le gustaron son los bolos de leche; no los puede ver. Sólo los come por vicio”.

    Le dije yo: “Ya, y luego va cagándolo todo por donde ahí, claro. ¿Lo recoge usted?” Y le señalé a la mujer unas mierdas cercanas y en especial una que todavía humeaba en la mañana soleada. El perro levantó hacia mí una de sus manos desde el columpio, como si fuese un boxeador que amagase con lanzarme un directo al mentón. “Roque, déjate de hacer el tonto que te vas a caer, siéntate, no enfades a mami”

    Me acordé de los elefantes asiáticos, de lo que hacen con estos animales. Cuando son bebés les atan una cuerda a una pata y a un árbol y allí se queda él tensando la pata, haciendo posturas muy graciosas. Lo dejan atado varias semanas. Le dan de comer, lo bañan, le acarician el lomo, le hablan en una oreja, pero no lo sueltan hasta que está más tranquilo un mes más tarde. El paquidermito va entonces por ahí a su aire sin alejarse demasiado y al caer la tarde le atan la cuerda de nuevo a la pata pero sin anudarle el extremo a ningún árbol, pues ya no hace falta: sólo con sentir la cuerda en el pie, el elefantito se queda quieto observando discretamente cuanto le rodea con sus acuosos ojos negros.

    “Roque, así no, Roque, ponte bien”. Roque me saluda desde el columpio levantando las manos. “Te vas a caer, siéntate bien´”

    “Oiga, no tendrá usted una foto del perro?”, le pregunté a la señora, y me dijo que no. “Y una foto de usted tampoco tiene?” “Pues no”, me dijo un poco mosqueada.

    No importa. He de buscar en internet una foto de un chucho como el Roque, ya verán qué animal tan bonito.

    “Roque, ven aquí, ¿adónde vas? ¡Roque! Este animal va a acabar conmigo”

  47. Carlos dice:

    UNA CARICIA

    El Niño García acababa de encontrarse el dinero tirado en el suelo justo en la boca del callejón. Eran dos billetes de cien y tuvo que hacerles varios dobleces para que encajasen en su coloreada billetera de parchís. Luego se metió la carterita en el bolsillo y asomó la nariz a la calleja que se abría azulada ante él. Era la primera vez que se preguntaba adónde conduciría, pese a que todos los días al salir del colegio pasaba por delante. El Niño García caminó sin novedad hasta la farola del fondo y allí se encontró con una taberna llena a rebosar de gente. Olía a vino tinto paisano y a coñac y supuso que aquel era el local al que se referían los viejos lobos de mar del barrio cuando decían: “Vamos a la de Cris”. De manera que entró en la famosa taberna, extasiado ante el repentino descubrimiento, y aún tuvo que dar algunos caneos entre todo el follón para alcanzar el mostrador. Cris lo aguardaba con los puños apoyados en el mármol blanco y el Niño se quedó boquiabierto ante ella.

    —Cuando acepté este chollo me avisaron de que tuviese cuidado porque venía a un bar de hombres y nunca tuve tan pocos problemas en toda mi vida de camarera –dice Cris empezando a llenar unas tazas de tinto con la jarra. Los lobos de mar acodados en la barra se llevan la taza con cuidado a los labios y echan un traguito. Los otros del callejón ya se meten en el bar porque la segunda parte del partido del Celta está a punto de iniciarse–. No hay como una sola mujer detrás de la barra. Una barra, una mujer, ese es mi lema –proclama Cris.

    —¿Cuánto cuesta una taza de tinto? –pregunta El Niño alzando la voz.

    Cris suelta una risotada. Es morena, regordeta, alegre natural, guapa y ama con abundancia y desparpajo a todos los seres vivos, eso salta a la vista.

    —¿Qué dices, pequeño cachorro?

    —¿Cuánto vale un zumo?

    —Ochenta céntimos.

    —Quiero uno.

    —Pero esos ojitos, no me gusta cómo me miran esos ojitos. Se parecen a los de un tal García que conozco y que de vez en cuando se cae por aquí a hacerme una visita.

    —Es mi papá –el Niño señala a Cris y se señala a sí mismo y se frota el índice con dos dedos–. Tú y yo –le grita en medio de la pequeña explosión de júbilo que se arma ante la reanudación del partido del Celta.

    —Oye mocoso, ¿tú qué te crees? No quiero volver a verte por aquí, ¿me oyes? Ya se lo diré a tu papá cuando lo vea –dice Cris.

    —Está con la querida. Hoy es sábado y no vendrá hasta tarde, lo tengo controlado –dice él.

    Cris es increíble: calza unos zapatos negros con tacones y suelas gruesas de plástico transparente por eso al Niño García ya le parecía raro que flotase a un palmo del suelo por encima del serrín. Pero cuando Cris se desplazaba era como si pasara realmente flotando. El Niño García vuelve a hacer el gesto de frotarse el índice.

    —¡Niñato!

    —Respeta, chaval, un respeto que hoy no respetais nada, coño –el Bronco, que estaba de perfil, se giró y pinzó una patilla del Niño y tiró hacia arriba–. Venga, bébete el kas y lárgate de aquí.

    Él se dirigió hacia el fondo frotándose la sien con el vidrio del zumo y se sentó en la esquina de un concurrido banco al lado de la ventana. Observó desde allí a Cris y al Bronco que apoyaba un brazo por entero en el mostrador, pero no los sorprendió en ninguna cosa y siguió observando. Inesperadamente, el Celta marcó en un rebote al poco de la reanudación del partido y los del banco saltaron casi hasta el techo y el banco se ladeó y el niño se dio una culada en el serrín. El ambiente era fenomenal. Niño García se sentó de nuevo y cruzó los brazos y esta vez pudo descubrir que Cris rozaba disimuladamente con las uñas una mano del Bronco, así que se dirigió a la barra a pagar el zumo para marcharse. Cris lo vio acercarse y observó que el chico sacaba un euro de su coloreada carterita y también observó dos triangulitos olvidados que asomaban apenas por una esquina y como conocía bastante bien el color del dinero supo que eran dos billetes de cien. Antes de que él apoyase la moneda en el mostrador, Cris se hizo con ella acariciando al mismo tiempo con suavidad los dedos del Niño, que sintió como si Cris acabase de lamerle la mano cariñosamente.

    —Espera, no te vayas –susurró Cris–. En cuanto termine el partido bajaré la persiana de la puerta y tú y yo nos quedamos solos un rato.

    El Niño García regresó al banco y se sentó. Intentó imaginarse lo que pasaría después de que la persiana de hierro cayese. Suponía que tendría que esconderse detrás del barril del jerez o de las cajas de cervezas mientras los demás abandonaban el bar. Seguramente Cris le haría alguna seña, aunque él no estaba del todo seguro. La garganta comenzaba a secársele y le pidió a Cris un vaso de agua. Ella le colocó delante un zumo de albaricoque y le hizo un guiño.

    Pero ocurrió que el Celta terminó ganando el partido y entonces Mito, Crespón, el Capitán, Caecosono, el Bronco…, pidieron más vino y a continuación se juntaron en un círculo y se pusieron a cantar A Rianxeira con ánimo extraordinario y las panzas lanzadas. Al Niño García empezaba a hacérsele tarde y todavía aguantó tres canciones más pero finalmente, a pesar de las señas que le hacía Cris, se marchó pensando en el rapapolvo que le echaría su viejo al llegar a casa.

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    El Niño García regresó al cabo de unos días cruzando a toda velocidad las calles ahora silenciosas. Se encontró con que la puerta de la taberna tenía echada la persiana y los postigos de las ventanas estaban cerrados a cal y canto. Palpó la persiana con ambas manos y acercó la oreja, pero dentro no había nadie. Cuando se marchaba, se detuvo un momento ante la tapia del colegio intentando averiguar si el equipo de baloncesto estaba entrenando al otro lado de la pared. Tampoco allí había nadie. Escuchó, eso sí, el motor de un coche casi al ralentí y de un salto cruzó al otro lado del callejón, pegó la espalda a la vieja puerta de la farmacia y metió la barriga. Un coche patrulla asomó el morro y un policía sacó una linterna por la ventanilla y un círculo de luz barrió la calleja azul.

    A medida que en las radios y televisiones las muertes por la epidemia del coronavirus comenzaban a contarse por decenas de millares, las calles se vaciaron por completo y el Niño García se movía a sus anchas esquivando a la policía por los portales y escondiéndose entre los coches aparcados. Aparecían singulares visitantes en la ciudad: mamá oca paseando con sus retoños en fila, un potro desorientado, un par de jabatos gruñones hurgando en la basura con los hocicos… El lobo merodeaba por las cercanías de las aldeas y vigilaba desconfiando de los caminos abandonados. El Niño García timbró varias veces en el portal de Cris y esperó. Nadie respondía. Llamó a otras puertas en las que no supieron darle noticias de Cris y además dejaron entrever su extrañeza por el hecho de que él la buscase con tanta ansiedad. Corrió sin rumbo por las calles desiertas y al pasar por delante del portal del Bronco vio que dos camilleros justo lo estaban bajando por la escalera, postrado e inconsciente, con su hija caminando al lado, y lo metían en una ambulancia que esperaba a la puerta. Siguió avanzando. La noche se le había echado encima y supuso que recibiría un nuevo rapapolvo del viejo por llegar tarde a casa, para no variar. Pero en vez de eso se encontró con una nota en la mesa de la cocina, encima de un plato: “Hoy no puedo hacer la cena, ni mañana. No me esperes. Llama por teléfono a la tía y haz lo que ella te diga. Pórtate bien”.

    El Niño García arrugó el papel y lo tiró al polvo. Se sentó. Se quedó pensativo. Salió a la calle y se deslizó entre las sombras con los oídos prestos al zumbido de cualquier motor que se acercara. Después de algunos rodeos alcanzó el callejón, se dirigió resoplando como un hombre a la puerta de la taberna y golpeó la persiana de hierro con el puño.
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    EN UNA DE LAS MORADAS FILOSOFALES

    Por la mañana, a su regreso de comprar el tóner para la impresora, tuvo un momento en el que se sintió profundamente débil y cansado. Los zapatos que los niños acababan de regalarle en el día del padre le apretaban un poco y pensó que esa era la causa de aquella fatiga tan extraña y repentina. Recordó el mejor calzado que él nunca había tenido: unos tenis duros y flexibles que le había comprado su abuela. Se veía con aquel calzado saltando y corriendo por los campos y muros de su juventud. En una ocasión hasta se había descalzado y había metido los tenis en una bolsa de plástico que sujetaba con los dientes mientras nadaba hacia las chalanas amarradas en sus boyas azules y se tendió al sol en el balanceo de una chalana y se recuperó instantáneamente del malestar. De hecho, no podía decir si la sanación se había producido al pisar con el pie derecho o con el pie izquierdo o cuando se cambió de mano el tóner de la impresora o cuando se metió en un charco con los zapatos que acababan de regalarle los niños, pero otra vez se sentía fuerte, invencible. Acababa de curarse en un instante tan… infinitésimo… que él no sabía dónde se había escondido ese instante y empezaba a dudar que el malestar y la flojera hubiesen existido realmente. Notaba un suave calor por las mejillas y la frente, acompañado de un cosquilleo zumbón, eso era todo.

    Ahora caminaba decidido a través de las más reales y bellas cosas imaginadas. Nadaba hacia el hogar con el tóner envuelto en una bolsa de plástico, buscaba el balanceo suave de una chalana y el sol de juventud le acariciaba la espalda. Marchaba pletórico, desbordado por tanta felicidad, profundamente agradecido…
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    AQUÍ, NADA

    La ciudad, en una extensa línea gruesa, queda al alcance de la mano. El sol está rojo de alegría, el aire es fresco y agradable, la primavera casi está aquí, las tórtolas ya quieren vestirse de rosa y zurean en los árboles.

    Bajando por la carretera hay un cartel con una chica aria al lado de una botella de whisky, relamiéndose descaradamente con un vaso en la mano.

    Trapatoni, alto, delgado, nervioso, va saltando como el hombre alambre por la acera mordida por las ruedas de los camiones. No tuerce hacia los campos, no sigue a JJ Fernández. En vez de eso, Trapatoni se queda saltando delante de la yerba, se enfurruña, se echa hacia atrás, salta y sus brazos de alambre se electrizan.

    —Que le den por el culo, ¿me entiendes? ¿Por qué tengo que ir para casa a esta hora? –cinco de la tarde, veinticinco de febrero, sol primaveral rojo de alegría, vientecillo agradable– Que le den. Tienes que venirte para casa…, ahora no puedes ir por ahí… –los brazos de Trapatoni se disparan, se anudan– No voy, y me voy a mi puta bola, ¿me entiendes? A mi puta bola.

    JJ Fernández sale del campo a saltos, cojeando, empuñando una muleta. Sigue a Trapatoni por la cuesta y logra abrazarse a él al lado del cartel. Le llega con la cabeza un poco más arriba de la barriga.

    —Tienes que venirte para casa.

    —¿Qué epidemia ni qué hostias? –dice Trapatoni– ¿Hay alguien preocupado por la epidemia? Aquí no va a pasar nada, va a haber un muerto o dos, lo dijo un fulano por la tele.

    —Vámonos para casa –suplica JJ aferrándose a la cintura del amigo.

    —No voy. ¿Por qué tengo que ir?

    Al lado del cartel de whisky, puede verse otro cartel con unas naves que cruzan el cielo. JJ Fernández, con paciencia, abrazándose a la muleta y a la cintura de Trapatoni termina llevándose a su amigo por los campos verdes de febrero hacia la ciudad horizontal.

    —A mi puta bola, ¿me entiendes?

  48. Carlos dice:

    FRAGMENTOS DEL CUADERNO NÚM. 28
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    UNA CERVEZA NO MUY FRÍA

    Hacía algún tiempo que yo no veía a Miriam pero anoche me la encontré en el ascensor. Se cortó aquella larguísima melena que le tapaba la espalda.

    —Tan guapa como siempre, Miri –le dije.

    —Gracias. Tú estás algo pálido. ¿Estás bien?

    —Salud y enfermedad provienen de patrones mentales, como ya sabemos –le dije mientras ella se tocaba con delicadeza una pústula que le había salido en el labio–. ¿Conseguiste el trabajo que buscabas?

    —Ya es imposible encontrar nada.

    —Sí, mala cosa esta pandemia.

    El ascensor arrancó con un pequeño brinco. Oíamos cómo chirriaba. Miriam suspiró.

    —¿Y sigues vendiendo pescado? –me dijo.

    —Por las puertas de bares y restaurantes. Hay que levantarse para comprar de madrugada en la lonja de La Ribera, pero… ¿Por qué no pruebas? No es difícil.

    —Creo que no podría soportar el olor del pescado.

    —Claro que no se gana mucho… –el ascensor chirriaba– ¿Qué hiciste con la melena?

    —Se la prometiera a la abuela para espantar al jabalí del huerto.

    —Qué lástima, la abuela.

    El ascensor se frena y se abre la puerta. Miriam y yo nos despedimos. Entonces se da la vuelta en medio del corredor y me pregunta:

    —¿Quieres verla? Aún la conservo.

    Le dije que sí y entramos en su casa. Tenía la melena en el colgador de la entrada, sujeta con unas gomas amarillas. Algunos cabellos se movieron al abrir la puerta. Era castaña, lacia, muy larga. Miriam la roza con los dedos y la acerca a una suave mejilla.

    —No creo que espante al jabalí, Miri, todo lo contrario.

    —Me dijo que se clavan unas cañas por el huerto y se les hacen unos cortes en la parte de arriba con el cuchillo. Se aprietan varios pelos en cada corte para que floten en el aire y de ese modo el jabalí no entra a destrozarlo todo porque olisquea y supone que el ser humano anda cerca.

    —Tiene sentido, sí…

    —Y ya ves –la mirada de Miriam se encharca–. al final ni siquiera pude despedirme de ella.

    —Pobrecita, qué buena era la abuela –le digo recordando–. Hacía tiempo que yo no entraba en esta casa… Tú aún recorrías a gatas el pasillo.

    —Todo está igual, la cocina es la misma –dice abriendo la puerta de su derecha–¿Quieres una cerveza?

    —Sí, gracias.

    Miriam saca dos birras de una vieja nevera.

    —A lo mejor no están muy frías. Tengo la nevera al mínimo.

    —Seguro que están bien.

    —¿Cuánto crees tú que podrían darme por la melena?

    —No lo sé, supongo que no mucho. Hoy con esos derivados sintéticos fabrican todas las cosas que quieren.

    —¿Cuánto? –dice Miriam poniéndome una cerveza no muy fría en la mano.
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    METALITERATURA

    Pensaba que no había nada que hacer,
    otro papel en blanco,
    y estaba a punto de soltar el bolígrafo,
    cuando mi propia mano
    escribió en dos quiebros:

    “El mejor cuento
    es el que se presenta
    por su cuenta”

    Un jaiku, dije pensativo,
    un jaiku, ¿qué título podría tener?
    La mano regresó de nuevo:

    “Pandemia”

    .

    LA ESCAPADA

    En una de las páginas del periódico, entre las esquelas, podía leerse:

    “Los cadáveres de un hombre y una mujer fueron excarcelados a última hora de la tarde de ayer de un cuatro por cuatro rojo por una dotación de la guardia civil del mar. El vehículo, que apareció acribillado a balazos, se hallaba medio sumergido en aguas de la ría a unos cien metros del muelle de Moaña y fue descubierto por el barco de pasajeros que provenía de Vigo y lo abordó de proa en el momento de iniciar la maniobra de atraque.”

    “Los cuerpos pertenecen al matrimonio formado por M. Dona Sueiro, de 28 años, profesora de educación especial, y B. Salador, de 32, vigilante de seguridad, vecinos de Madrid. Son padres de una niña, Angelines, de casi tres años de edad y en paradero desconocido al momento de redactar esta información. Se supone que huyendo de la epidemia de covid-19, la pareja se trasladaría con su hija desde Madrid hasta las Rías Bajas por carretera (…)”

    Dona Su y Salador necesitaban desconectar por una temporada para recuperar su tranquila rutina de vida y pensaron que alejarse del agobio de permanecer encerrados en un piso sin balcón les vendría bien a los tres. Se subieron al cuatro por cuatro rumbo al noroeste y durante el viaje los papás le decían a la pequeña que vería muchas vacas, que pasarían por carreteras en las que tendrían que detener el coche para que los animales cruzaran cabeceando con sus cuernos. Y resulta que ya llevaban unas cuantas horas marchando por Galicia y todavía no habían visto ni una sola vaca, ni un solo coche, ni una sola alma. Ahora contemplaban el paisaje desde un altozano al que habían ascendido culebreando por caminos de cabras y entre brezales. Al fondo divisaban una lejana playa resguardada de los vientos por un bosque de pinos y eucaliptos.

    —¿Qué es aquello? –preguntó la niña señalando.

    —Una playa, cari –dijo la madre.

    El hombre se fijó bien y dijo que en el extremo más alejado de la playa veía una edificación parecida a un gran cráneo con una sien destrozada. La mujer hizo visera con una mano.

    —Parece una calavera, tienes razón –dijo.

    —Eso es el mar –la niña, situada encima del motor del coche, señalaba la ría.

    —Es que parece talmente una calavera. Puede que hayamos llegado a la Galicia profunda sin enterarnos –dijo Salador, animado.

    La mujer dijo que ella casi podía presentirla, que casi lograba palpar la Galicia profunda bajo aquel desmedido cielo carmesí. Descendieron con el cuatro por cuatro por el monte y a medida que se acercaban vieron que lo que parecía una calavera se difuminaba para convertirse en una casa imponente y antigua, recubierta en su parte inferior por una vigorosa hiedra verde.

    —No se ve a nadie, no hay un alma –decía el hombre agitando una mano por fuera de la ventanilla del coche–. Toda esta playa la tenemos para nosotros solos.

    —Mami, ¿vamos a dormir en la tienda?

    —Ya veremos, nena.

    —Pero yo quiero dormir en la tienda, y la hoguera.

    —Es increíble que hayamos logrado bajar por ahí –decía el hombre señalando los arbustos y los peñascos de la ladera del monte.

    El cuatro por cuatro ascendió una suave pendiente al alcanzar el final de la playa y aparcó al lado de la casona. Los balcones del edificio permanecían abiertos con las cortinas inflándose hacia el exterior. Al lado de los árboles varias estacas sarmentosas sostenían un tendedero repleto de sábanas. Dona Su y Salador bajaron del coche. No se veía a nadie, el lugar permanecía tremendamente silencioso, vigilante. Vieron que la puerta de la casa estaba arrimada, la empujaron y se quejó al abrirse. Dentro estaba oscuro. La mirada de la niña subió a lo alto de la escalera y a continuación descendió peldaño a peldaño, siguiendo los pasos de alguien invisible que bajase con cautela y se metiese detrás del mostrador, en donde Dona Su y Salador descubrieron los ojillos rojos de una mujer bajita, como enfarrapada en lutos, entrada en años.

    —¿Por qué habéis tardado tanto tiempo? Ya pensé que jamás vendríais –les dijo aquella mujer.

    —Buenas tardes –dijo el hombre–. Perdone, señora, creíamos que no había nadie.

    La madre le indicó a la niña, tomándola de una mano:

    —Dale las buenas tardes a la señora.

    —Es mala.

    —¿Cómo te llamas, pequeña?

    —Me llamo Angelines.

    — Tengo muchos dulces. ¿Te gustan los dulces, Angelines?

    —Sí.

    —¿Por qué habéis tardado tanto?

    —Lo siento. Venimos de Madrid y llegamos a esta casa por casualidad –dijo Dona Su–. Usted seguramente nos confunde con otras personas.

    —Ángeles de la muerte, por donde pasáis dejáis la peste –murmuró la enlutada abriendo con delicadeza una libreta de tapas doradas en el mostrador.

    Fuera, el cielo de caramelo se deshilachaba.

    —¿Qué hacemos…?

    —La niña quiere armar la tienda en la playa, ya la has oído.

    —Tu mujer se está preguntando si soy peligrosa o si no soy más que una vieja chocha –dijo la patrona–. Quiere saber cuanto antes si soy de fiar, pero no encuentra la manera de abordar la cuestión.

    —Se equivoca. Teníamos tiempo de sobra y jugábamos –dijo Dona Su–. Le preguntábamos a la niña por dónde teníamos que ir y ella señalaba con el dedo adonde primero se le ocurría y nosotros le seguíamos la corriente. Llegamos con el coche hasta aquí por pura casualidad. El resto son imaginaciones suyas.

    La patrona salió del mostrador y fue hacia ellos menguando a ojos vista a cada paso que daba. No podía ser. Achacaron aquella supuesta visión al hecho de que acabase de bajarse de una tarima y a la escasa iluminación proporcionada por la lámpara amarillenta que descendía del techo. La patrona se plantó delante del matrimonio y levantó la barbilla con orgullo.

    —Debéis saber que las habitaciones de esta casa son holgadas y confortables, sagrados hermanos –les dijo.

    Dona Su y Salador se miraron.
    .

    No pegaron ojo en toda la noche. De las buhardillas del edificio bajaban por las paredes arañazos y cuchicheos que ellos al principio achacaban a revoloteos de palomas. Veían a ratos la sombra menuda y huesuda de la patrona envuelta en su chal, caminando bajo la luna de la playa, mirando con descaro hacia la ventana. A veces la rendija bajo la puerta de la habitación se iluminaba y los carcomidos tablones del pasillo crujían marcando los pasos de alguien que se detenía. En un momento de la noche oyeron unos golpecitos y se quedaron escuchando. Muy tímidamente, los golpecitos volvieron a sonar en la puerta.

    —Hermanos… –susurró una voz.

    Era la patrona. Les dijo que no quería despertar a la pequeña. Les traía una fuente con pollo, queso, miel, vino y pan de maíz, y dulce de fresas silvestres para la niña que tan profundamente dormía en la cuna. La pareja agradeció la bandeja, aunque decidieron no probar bocado.

    Sonaban en algún carillón de la casa doce campanadas cuando Dona Sueiro descubrió unos ojillos rojos que se movían cerca de la cuna y precipitadamente se llevó a la niña al otro extremo del cuarto. El hombre, que también había visto los dos ojos deslizándose por la pared, sacó una pistola de la bolsa y se dirigió a la ventana, desde donde podía vigilar la playa y la puerta de la habitación. Dona Su pasó el resto de la noche sentada en la cama, con la niña durmiendo a pierna suelta en su regazo. El suelo del pasillo crujía a veces bajo pisadas discretas.

    Cuando el sol de la mañana inundaba el cuarto, Dona Su y Salador bajaron por la escalera decididos a marcharse inmediatamente. La patrona estaba aguardando detrás del mostrador.

    —Os marcháis. Pero ella parece encantada de poder estar aquí –dijo señalando a la niña, que iba hacia el coche y se ponía a jugar con el volante–. En cambio vosotros dos no tenéis buena cara. ¿Habéis dormido bien, hermanos?

    —Sí –dijo el hombre.

    —No –dijo la mujer al mismo tiempo–. Queremos irnos. No somos hermanos suyos ni nos conocemos de nada, ¿comprende?

    —¿Por qué no le preguntamos a la niña? –la patrona sonrió mostrando por primera vez dos filas de dientecillos separados y afilados.

    —Usted ha estado espiándonos durante toda la noche. Queremos irnos. Háganos la cuenta, por favor.

    —Pero su hija quizá prefiera quedarse aquí, con nosotros –la patrona miró al hombre y a la mujer–. ¿No se dan cuenta?

    Con calma, la patrona salió de detrás del mostrador y, a cada paso que daba, crecía desmesuradamente. El matrimonio retrocedió con desconcierto. Resultaba evidente que algún mecanismo extraño de la realidad se había desajustado porque, al pasar por delante de la pareja, la patrona ya era tan alta como Dona Su, y al alcanzar la puerta descuadrada de la casa casi tropezaba con el dintel. Ante el cuatro por cuatro, tuvo que encorvarse exageradamente para meter su pequeña cabeza por la ventanilla.

    —Angelines, rica, ¿te gustó el pastel de fresa que te preparé esta noche? ¿Quieres algo en especial para comer hoy?

    —Carne –dijo la niña tras un segundo de vacilación, y siguió jugando con el volante.

    —¿Lo veis? –dijo la patrona sacando la cabeza del interior del vehículo, encorvándose hacia la pareja, mostrándoles sus dientecillos afilados.

    Dona Su se metió en el coche en dos zancadas, cerró la puerta y abrazó a la niña. El hombre sacó la pistola de la bolsa y se sentó al volante con la pistola en una mano. Giró las llaves del encendido, pero no pasó nada.

    —¿No arranca? Casi es mejor así, hermanos, porque estos trastos hacen mucho ruido y hay que ver lo que contaminan.

    —Era un juego, déjenos marchar –Dona Su intentaba mantener la calma–. La niña nos decía por dónde teníamos que meternos y llegamos hasta aquí por casualidad. Por favor, déjenos marchar. era un juego.

    Angelines señalaba a la patrona con el dedo. La malvada, encorvadísima, se movía alrededor del coche golpeando la chapa con puño de hierro. De repente la perdieron de vista. Unos pasos de rata corretearon por el techo del vehículo y el hombre pegó tres tiros.

    “Era un juego, era un juego”, graznó un pajarraco saltando de la rama seca de un pino y adentrándose en el mar.

    El hombre logró arrancar y el coche se dirigió por la playa hacia los árboles más alejados pisando las rodadas del día anterior. Se metieron por los tojos y entre las peñas que señalaba Angelines y subieron hasta un altozano desde donde veían, perfectamente perfilada, una calavera en la zona en la que se suponía que había quedado el edificio.

    —Huid, hermanos, no volváis la cabeza, huid, huid… –les dijo la patrona repantingada en el asiento de atrás del coche.

    Dona Su abrazó a Angelines gritando, el hombre empuñó la pistola, extendió el brazo y la emprendió a tiros. Al mismo tiempo, el cuatro por cuatro remontaba una roca con una de las ruedas delanteras, se ladeaba, volcaba y bajaba campaneando hacia el mar.

  49. Carlos dice:

    LA VIDA PROSIGUE

    —Tú me conoces, Karlis.

    Pucho se levantó de la mesa y se llevó el vaso de tubo a la boca. Echó la cabeza hacia atrás y la rodaja de limón bajó hasta sus dientes.

    —Sabes que yo mantengo estos dedos rígidos y tú, con toda la fuerza que tienes, me traes el mundo entero, porque yo sé que tú eso eres capaz de hacerlo, y dejas caer todo ese mundo encima de estos cinco dedos, tensos como garfios de acero –Pucho tenía una mano puesta hacia arriba y la señalaba con su otro índice–. Y estos cinco dedos ellos solos, como si fuesen elefantas, sostendrían sin inmutarse todo el peso de este mundo de pandilleros. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

    Le digo que sí, que lo sé.

    —Tú lo sabes, Karlis

    Le repito que sí.

    —Pero vámonos para casa, anda. Esta gente se quiere ir a dormir –le digo a Pucho.

    Josito hace cosa de una hora que ya ha subido y debe de ir por el segundo sueño. Amelia tiene apoyadas las sienes en los puños y los codos en el mostrador. Nos observa desde el interior del local en penumbras. Pucho y yo estamos debajo de la parra, a la luz de un fanal de carburo colgado de un sarmiento. En el local no hay nadie más. La voz de Pucho resuena con un eco cálido en la calle azulada y silenciosa.

    —Amelia, ponnos otros cubatas, que la noche es joven –Pucho mira hacia el enorme saúco del solar del otro lado de la carretera–. ¿Cómo puede el gorrión pasarse toda la noche en su ramita del sabugueiro, sin venirse al suelo, lo sabes tú?

    Le digo que no, ni yo ni nadie.

    —El universo es infinito –Pucho da un paso abriendo los brazos–. ¿Sabes por qué lo sé? Porque si el universo no fuese infinito ya no sería el universo. Sería un campo de fútbol de considerables proporciones.

    Pucho observa mis ojos con cuidado intentando averiguar si capto. Hace un movimiento en falso y tropieza con una silla de metal y se la queda mirando. La arrastra y la coloca en su sitio.

    —Te vas a matar –dice Amelia acercándose con la bandeja.

    —¿Tienes caramelos de sabugueiro?

    —¿Se hacen caramelos con eso? –Amelia mira el saúco y echa coca–cola en los vasos.

    —Pues claro que sí: ahora se manipula todo, Melita, y se hace caramelo con todo, dulce o amargo, a gusto del consumidor. Es el nuevo paradigma.

    —Será.

    La televisión de dentro está encendida pero Amelia le ha quitado la voz. Estaban con el telediario de las doce. Una belleza efervescente leía las noticias.

    —Las interesantes noticias del mundo –dice Pucho extendiendo los brazos.

    Amelia sirve unas patatillas y unas aceitunas y se va con la bandeja.

    —Hay que desengañarse, Karlis –Pucho da un pequeño sorbo del vaso rebosante y lo deja ceremoniosamente encima de la mesa. Se sienta, se arrellana en la silla y se acaricia la panza–. ¡Ah! El mundo ya no es lo que era.

    —Dímelo a mí –sonó la voz de Amelia allí dentro.

    —Pero, a lo que íbamos… ¿De qué estábamos hablando, tú?
    .

    LUZ BLANCA

    —Esta noche desperté a las tres y veinte de la madrugada y toda la habitación estaba inundada por una luz blanca, tan blanca que ni te la imaginas. ¿Me oyes, Chispa?

    Chispa permanecía pesadamente tumbada en la alfombra, apoyando la barbilla. Los cínifes no se habían presentado este año y ese era el motivo de que yo durmiese con la ventana abierta, por donde la luz blanca entraba esta noche a raudales.

    —¿Qué pasa, Chispa? Qué aburrimiento, ¿no?

    Sin los cínifes y desde que el vecino cambió la moto por un patinete eléctrico ahora hay bastante tranquilidad. Antes Chispa salía a la puerta a observar la llegada del vecino. Esa costumbre no la perdió y aún hoy se acerca al porche y contempla los movimientos de ese chico de ojos verdes cuando se presenta con su nuevo patín eléctrico. Le resulta extraño que ese chisme no haga ruido.

    Le conté a Chispa lo de la luz blanca. Le dije que la habitación nunca se había inundado de luz durante la noche, con una luz tan blanca.

    Chispa gruñó, levantó la cabeza de la alfombra y dijo algo.

    —Entró por la ventana abierta. La habitación era luz. Se quedó un rato y de repente se fue –le dije.

    —Guau.

    —El vecino cambió la moto por un patinete. Sí, todo ha cambiado.

    —Guau, guau.

    —Tienes razón, amiga mía: este año tampoco se presentaron los saltamontes, qué raro. Sí, ahora que lo dices…, este verano no corrías tras ellos por el parque. Te dedicabas a caminar como un marajá por allí. Parecías un buey.

    —Guau –Chispa se incorporó y se quedó sentada en la alfombra. Le apetecía charlar.

    —No lo sé, Chispa, no sé qué es lo que está pasando. Creí que tú me lo dirías.

    Chispa ladeó la cabeza y levantó una mano y yo se la acaricié. Soltó un gruñido.

    —¿Las mascarillas? No, quédate tranquila, no tienes de qué preocuparte, no está ocurriendo nada. La gente las usa para presumir.

    —Guau.

    —Tú también quieres una mascarilla… Pero se te subiría a los ojos, y no verías nada.

    Chispa se pone de pie y apoya las manos en mis hombros y me acerca el hocico a una oreja.

    —No hay mascarilla, Chispa, no te pongas tonta. Las mascarillas son un invento de las mujeres. Empezamos a ponérnoslas para que los hombres se enteraran de lo bonitos que tenemos los ojos. Fíjate en todos esos ojos esta tarde cuando vayamos al parque y me darás la razón, amiga mía.

    —Guau, guau.

    Chispa trotó hacia el porche y se quedó observando la calle. Al momento apareció el vecino entre los árboles, caminando con el patinete roto debajo de un brazo.

    —Pobre chico, debió de haberse caído… ¿Tú crees que estará lesionado? Mira, me está mirando con esos ojos verdes. No gruñas, Chispa, no seas tonta…

    Chispa se metió en casa toda enfurruñada y se dejó caer en la alfombra. Me acerco y le acaricio la cabeza.

    —Era una neblina blanca, tan transparente, tan invisible, tan blanca…

    Chispa se incorporó. El vecino estaba en la puerta, sin el patinete.

    —Perdona –dijo– ¿No tendrás un destornillador?
    .

    PASEO

    Ayer tarde,
    suave otoño,
    crucé con calma la ciudad.

    Ojos de mil colores,
    diez mil caras al pasar:
    azules, blancas, negras
    y estampadas de pavo real.

    .

    PROHIBIDO HABLAR CON EL CONDUCTOR

    —Hay un ciego que parece que me persigue. Me bajo del autobús y él se baja; me subo al siguiente y el ciego se sube. Acabo de perderlo de vista en la Plaza de América.

    —Ahí se pierden todos, amigo. Esa parada es extensa y tiene muchos bancos. Ahí desaparecieron en los últimos dos o tres años, que yo sepa, unas veinte o treinta personas, sin contar a su ciego.

    —¿Y cómo no sale eso por la tele?

    El autobús arrancó.

    —En la tele ya no salen esas pamplinas, total ¿para qué? –el conductor se encoge de hombros–. Sobra gente, somos muchos

    .

    ESTÁS AHÍ

    Eres sol de noviembre
    y mariposa
    en roca verde

  50. Carlos dice:

    LOBO SOLITARIO

    Como siempre, Nené estaba de brazos cruzados a la puerta de la barbería, columpiándose en los tacones de sus zapatos. Acisclo dio los buenos días, entró en el local, colgó el abrigo en el perchero y se sentó en el sillón.

    –Córtame el pelo y aféitame, anda, que tengo que marchar.

    –Entendido. Un servicio veloz para el caballero.

    –Déjate de coñas que no estoy para coñas -dijo Acisclo.

    Nené sacudió un paño verde, amplio y planchado, y lo anudó al cuello de Acisclo.

    –Esta vez vienes más pronto, ¿no? -Nené se rascó el labio por encima de la mascarilla con el pulgar en el que sostenía la tijera-. Estuviste aquí no hace ni dos semanas, corrígeme si me equivoco.

    –Más o menos.

    Chaschas, chaschas… Durante unos minutos en la barbería sólo se oían los chasquidos de la tijera. Al otro lado de la calle, en el letrero de neón de la farmacia, la fétida pitón asciende por el pie de la copa para beberse el vino y son las diez de la mañana, quince grados centígrados, luz blanca de marzo.

    –Voy a verme con alguien muy importante y quiero ir presentable a la cita -añadió Acisclo, al fin.

    Nené pensó en Muchiña, sin duda la persona más importante en la vida de Acisclo. Pero Muchiña hacía casi un año que se había muerto. Chaschas, chaschas…

    –El primer aniversario de la finada ya está ahí, ¿no? -dijo Nené.

    –Sí, quedan un par de semanas.

    No eran buenos tiempos para mantener una conversación más o menos fluida en la barbería. Había un acuerdo tácito entre los parroquianos y Nené para no hablar ni de enfermos ni de hospitales, ni de política. Y de fútbol, tal y como estaban las cosas, tampoco había demasiados motivos para platicar, con todos aquellos estadios desangelados y vacíos que daba pena verlos. Pero Nené sabía, porque esas cosas se saben, que Acisclo esperaba su oportunidad para llevarse por delante a alguno de los que consideraba responsables de la muerte de Muchiña y no pararía hasta desgraciar a alguien.

    –¿Sigues con el bar cerrado? Ya puedes abrirlo, ¿no?

    –Sí, pero precisamente voy a estar fuera unos días. Lo abriré cuando esté seguro de que no mandan cerrar otra vez. Además, quiero vender el coche. Avísame si sabes de alguien a quien pueda interesarle.

    –Hablaré con el portugués cuando lo vea por aquí -Chaschas, chaschas… Nené desanudó el paño del cuello de Acisclo, lo sacudió y volvió a anudárserlo-. Un día voy a afeitarte en seco. Mira que tienes una jeta dura de carajo, compañero.

    –Déjate de coñas.

    Acisclo recostó la cabeza en el cabezal del sillón. Le estaba agradecido a Nené por el hecho de que no insistiera en sonsacarle información. Estaba seguro de que si le decía a Nené qué era lo que tenía pensado hacer, entonces todo se perjudicaría. Por eso él, Acisclo, era partidario de llevar las grandes cuestiones en secreto.

    –En Madrid prohibieron las manifestaciones de este ocho de marzo, ¿no, tú? -le dijo Nené echándole un paño caliente encima de la cara.

    –Es lo mismo -la voz de Acisclo sonó fantasmal a través del paño húmedo-. Algaradas va a haber, seguro, y siempre habrá alguien decidido a pescar en río revuelto.

    A las doce se hallaba Acisclo sentado en un banco cerca de la ermita de A Guía. Desmenuzaba con los dedos una galleta que esparcía por el suelo, lejos de sus pies. Tres pinzones picoteaban y sus caperuzas verde pastel le recordaban las caperuzas de los verdugos que manejan el hacha en las películas. Acisclo sacó una botellita de whisky del bolsillo y dio un trago. En aquel momento subía por la carretera un coche de la autoescuela JDT, que se detuvo en la cuesta; el coche apagó el motor y con un acelerón arrancó otra vez y se perdió en la curva. Acisclo se puso el abrigo y bajó por una angosta escalinata de yerbas y piedras, salió a la carballeira y unas palomas aletearon entre los árboles metiendo bastante follón. Cruzó el robledal y remontó un muro derruido para encontrarse finalmente entre los árboles que se bifurcan del bosque de la bruja. Se escondió detrás de uno de aquellos árboles y espió la casita blanca, solitaria, bañada por unos rayos de sol polvorientos. Se quitó el abrigo verde y de una vaina cosida al forro sacó un cuchillo de monte con el que empezó a grabar algo en el tronco del árbol. Le llevó hora y media burilar cuidadosamente dos únicas palabras:

    MUCHA VIVE

    Debajo, grabó un corazón atravesado por una flecha, pasó las manos suavemente por la piel herida del árbol que se bifurca y sopló en las letras para apartarles los restos de serrín.

    –Todo va a salir bien, Muchiña -Acisclo se sentía observado por los árboles que se bifurcan. No le importaba. Desde que él había llegado los pájaros habían dejado de piar y tampoco le importaba.

    Acisclo se puso el abrigo y bajó por el monte hasta que la ría azul le salió al paso entre los árboles y se detuvo a mirarla a cielo abierto. En las islas Cíes había una gran nube anaranjada que parecía el puño de un gigante. Acisclo cerró un puño y se golpeó suavemente la barbilla. Se tomó el último trago de whisky que quedaba en la petaca y la lanzó al mar.

    Luego se palpó con disimulo el abrigo para cerciorarse de que el cuchillo estaba allí y bajó por el camino. Una pega rompió el silencio de la tarde con un graznido.

    –Adiós, no me esperes -le dijo Acisclo sin volver la cabeza.

  51. Carlos dice:

    ESCRIBIR UN CUENTO

    Un niño persigue
    a una lagartija entre las piedras.

    La atrapa, tira hacia fuera
    y se viene sólo la cola
    pues el resto se fue con ella.

    LA NUEVA REALIDAD

    Mira tú a Lucía qué cosa tan desgraciadita le sucedió. Ya sabes cómo es Lucía: flaquita, rubita, blancucha, poquita cosa y siempre tan preocupada ella por los nietecitos de la gente de la escalera.

    Pues la virago que trabaja para el supermercado de la esquina la tenía esta mañana, a Lucía, a las puertas del súper. Le había quitado el bolso de las manos delante de todo el mundo y le iba sacando los paquetitos que llevaba.

    –Son galletitas para los niños -decía Lucía.

    –¿Y estas galletitas también son para los niños? -decía la virago sacando otro paquete.

    Lucía movía la cabeza arriba y abajo. Sentía la sangre subírsele a la cara. La gente miraba. Un par de machos trajeados permanecía a un lado, sonriendo discretamente. La virago metió sus puños hasta el fondo de la bolsa y sacó una cajita de plástico, redonda y llena de pastillas de colores.

    –Están rellenas de chocolate -dijo Lucía.

    –Para los niñitos del edificio, también -dijo la virago.

    –Sí -Lucía notaba que las mejillas y las orejas casi le hervían.

    La virago, acuclillada, manoseaba una cartera que cayó del bolso.

    –Es mía.

    –¿Tiene dinero? -dijo la virago.

    –No.

    La virago echó un vistazo y soltó la cartera dentro del bolso y lo dejó en el suelo. Con las cajas de galletas en los brazos se metió en el supermercado y los dos machos la siguieron, sonrientes.

    De repente Lucía tenía frío y se quedó un momento allí, a la entrada, sin mirar a ninguna parte y sin saber qué hacer. Era sábado y no tenía nada para los niñitos. ¿Qué les iba a decir? ¿Qué iba a hacer ahora?

    Echó a andar y se le ocurrió una cosa y se acercó al semáforo. Estaba en verde, pero Lucía se mantuvo a la espera y cuando el semáforo cambió y los coches empezaron a pasar a toda velocidad, entonces ella cruzó.

    EL PASO DE LOS DÍAS

    Dentro de un par de meses cumplo 66 y ni siquiera he vivido un año. Pero a la velocidad a la que ahora transcurren los días, bien pronto seré un adolescente.

    Me preguntas si se me apareció el ángel que estaba buscando y si he tenido ocasión de luchar con él, y te respondo que sí. Tras brutales años de pelea, he logrado arrebatarle las dos llaves, la de plata y la de oro, y pude ver cómo el ángel huía, renqueante y ladeado como blanca paloma de ala herida.

    Por aquí todo se quedó roto y en indescifrable desorden. La mesa aún está volcada, las moscas se pasean por encima de la sangre seca del suelo y debajo de una silla astillada encontré tres perlas negras formando un poema triangular. El cristal de una ventana se quedó recubierto de un vaho que adoptó la figura de un tigre de cabeza laberíntica y gélida mirada, pero amansado. La hojarasca entra por la puerta descuadrada del balcón, por donde también entra, escurriéndose, un rayo de luz. El territorio es nuevo.

    Todo cuanto había deseado carece ahora de importancia. Nada temo. Díselo así a quien te envió.

    EN LA TABERNA DE LA MAGA

    Ha vuelto a ocurrir
    hace un momento.

    Le pedí un tinto a Manuela,
    ella me hizo un guiño,
    vi la taza y estaba llena.

  52. carlos dice:

    CÓMO SE ARRANCÓ A HABLAR EL RATILLA

    –¡Aaaiioo…!

    Antes de detenerse todo movimiento, cuando el mundo aún funcionaba, el Ratilla saludaba al mundo entero gritando con entusiasmo desde su balcón del Barrio de los Corazones. Su mamá, si el tiempo acompañaba, arrastraba la caja de juegos hasta el balcón para que el niño creciese sano y aireado. El Ratilla se ponía de pie dentro de la jaula de plástico y señalaba con un dedo a todo lo que se movía por la calle.

    –Cleta, cleta… -chillaba el Ratilla cuando pasaba una bici.

    Pero al detenerse el mundo y frenarse todas las cosas, el Ratilla se quedó tan desconcertado que enmudeció. Ya no circulaban las cletas ni las motos ni los coches, ni las personas. Menudo aburrimiento. El Ratilla se revolcó por su jaulita y se quitó la gorra que papá le había traído por la mañana y empezó a morder la visera, pero no lograba deshilacharla. Al volver a ponérsela, la gorra le quedó ladeada en la cabeza y ahora sí que parecía un pillo, el Ratilla.

    –Pan, pan -gritaba desde el balcón al ver pasar a una mujer o a un viejo con la bolsa de la compra.

    Sita aparecía con la perra Lupa. La sacaba a pasear cinco o seis veces a lo largo del día y si se acercaba un coche de la poli, Sita se escondía disimuladamente detrás de uno de los árboles de la calle.

    –Upa, Upa –gritaba el Ratilla señalando con un dedo.

    –Se llama Lupa, cariño -decía mamá desde dentro de casa.

    Sita levantaba la cabeza un instante para ver al tonto del Ratilla y salía de allí a escape tirando de la perra Lupa. El barrio volvía a enmudecer.

    Mamá estaba preocupada porque el niño no se lanzaba a hablar. Había empezado a soltar palabras bastante pronto, eso era cierto, pero luego se había estancado y no lograba armar una frase, el pobrecillo. Todo lo que salía de su boca no eran más que exclamaciones y gritos. Los niños de la edad del Ratilla ya mantenían largas conversaciones con los seres invisibles, pero el Ratilla no arrancaba. Mamá lo abrazaba y se decía, preocupada:

    –¿Qué va a ser de ti?

    El Ratilla sonreía mostrando sus dos dientes.

    Una mañana, cuando más entretenido estaba rillando la gorra, el Ratilla percibió que el mundo se llenaba otra vez de ruidos, golpes y voces que iban y venían. Se quedó quieto y sentado en la jaula pero los carraspeos que oía el Ratilla parecían tan cercanos que se levantó y se agarró a los barrotes de la jaula. Vio en la calle a un grupo de personas que estaban todas juntas y quietas, una detrás de la otra en una cola que ya empezaba a torcer la esquina. Un viejo se pasaba una mano por la cara, detrás de él había una mujer cruzada de brazos y detrás de esta mujer había otra con las manos a la espalda y el culo apoyado en la pared del edificio de enfrente. El Ratilla veía cómo llegaba más gente y la cola crecía y ya casi llegaba hasta la farmacia. Quería preguntarles: ¿qué hacéis, por qué estáis ahí tan quietos? Pero al Ratilla no le venían las palabras a la boca. Mamá salió al balón, extrañada por el silencio del niño, y lo tomó en brazos. Los dos se quedaron mirando la cola de la calle y justo en aquel momento una palabra se abrió paso hasta los labios del Ratilla sin que él la hubiese llamado:

    –Comida, comida -le susurró a mamá al oído, vocalizando perfectamente.

    –Sí, cariño, vienen a buscar comida -susurró mamá pasándole una mano por la frente, para limpiarle las nubes del entendimiento, sin duda.

    –Comida, comida -susurró el Ratilla señalando toda la cola con el dedo.

    –Comida, mi niño, comida.

    –Vienen a buscar la comida -susurró el Ratilla, muy henchido de razón.

    –Sí, mi niño… -y mamá abrazaba y besuqueaba al Ratilla, su Ratilla, su amor, que ya se arrancaba a hablar.
    .

    EL DISCO CAMBIA

    Se detiene una ambulancia en el semáforo. El poeta va conduciendo y mira por la ventanilla.

    –¡Poeta…! ¿Qué tal, amigo? –le dice un peatón que espera el verde.

    –Hola –dice el poeta.

    –Hace tiempo que no sabemos de ti. Sigues haciendo poesía, supongo. Eso no se pierde.

    –Eso sí.

    –Y estás escribiendo sobre esta crisis tan horrible…

    –Nada de eso.

    –¿No?

    –No he tenido el ramalazo.

    Un camión frena con un chirrido detrás de la ambulancia.

    –Yo creía que los bardos, en las grandes ocasiones, os poníais al frente para dirigirnos a todos nosotros, pobres mortales -dice el peatón.

    –Estoy aturdido.

    –Estás aturdido. Pero ahora conduces una ambulancia. Sigues salvando almas, seguro.

    –Ojalá.

    El camión soltó un bocinazo. El disco cambió al verde y el peatón siguió con la mirada a la ambulancia que arrancaba.
    .

    LA RÍA

    El extraño ser salió del agua y durante una hora deambuló por los muelles solitarios de La Ribera. ¿Cuántos años había trabajado él allí, destripando y limpiando el pescado? Muchísimos. Las puertas de los pabellones estaban cerradas a cal y canto y los barcos permanecían amarrados. De vez en cuando una de las amarras crujía y sonaba como si alguien frotase un espejo con un trapo.

    El ser se volvió y contempló los edificios que bajaban por la colina. Los semáforos de las calles seguían funcionando y el sol amarilleaba en las ventanas. No se oía el graznido de la gaviota. El ser acercó la oreja a una puerta cerrada y se quedó escuchando. Se retiró y se sentó en un muelle. Miró lentamente a su alrededor, hizo una aspiración profunda y se zambulló. Una onda se expandió durante un minuto en el agua calma y después desapareció.

    .

    PRIMAVERA EN CAXIDE

    Caminito asfaltado
    entre la hierba
    de San Genaro

  53. carlos dice:

    LA NUEVA NORMALIDAD

    El barrio está que se cae a pedazos pero donde antes había un letrero de coca-cola pintaron la pared con un amanecer verdoso y patos volando. A lo largo del día, según sea la inclinación de la luz, una hoz y un martillo asoman con disimulo desde el interior del sol acrílico. La gente se detiene ante la pintada y aguarda la multiplicación de los panes y los peces.

    Aún no hace mucho que las ventanas del barrio estallaban en colores floridos. Ahí se han quedado esas macetas rotas y esas flores mustias, testigos de tiempos inefables. El dinero ha huido ante la intermitente llegada de los nuevos ocupantes, que se presentan con sus anillas de buey incrustadas en las narices. Todo se ha gafado. Berta resbaló el otro día precisamente ante ese amanecer de la pared y ahora ella, con un pie enyesado, va por ahí agradeciendo a Dios que se le haya roto el tobillo aquí, en Vigo, y no en Venezuela, “donde ya no queda yeso ni para sujetar el quebrantado hueso de una pobre mulata”, según ella misma afirma.

    –Ay, espero que no se ponga a llover -dice Berta.

    –No estoy seguro… Estaba despejado cuando salí de casa.

    –Este tobillo me habla y sé que esta madrugada lloverá -dice ella.

    –Falta hace que llueva un poco, sobre esas flores por lo menos -dice el hombre que la escucha.

    Una luna gorda se eleva por los tejados de este callejón tan recoleto, como le decían algunos. Por la puerta del abigarrado colmado con fotocopiadora de Berta, sale una bocanada de cálida luz y el hombre se dirige hacia allí. Le entrega a Berta los papeles de la pensión, para que se los fotocopie, y mientras ella prepara la máquina él lee los anuncios que los clientes pegan en el tablón de la tienda: “Se dan clases de inglés”, “Vendo gatos siameses”, “Mujer madura y responsable pasearía pensionistas”, “Se limpian fincas y piscinas”… Al finalizar la lectura, la fotocopiadora ya guarda silencio y Berta le echa un vistazo a los folios, inclinada sobre la máquina.

    El hombre salió de la tienda, salió del callejón, perseguido por una pálida hojarasca otoñal que se le enredaba en los pies. Cruzó la Alameda y debajo de las fauces de los leones de las oficinas de Correos se encontró en el suelo con un sobre, sin sello ni remitente, dirigido a: “Para Papaíto que está en el cielo”. Dentro de las oficinas de Correos había todavía luz y se apreciaba movimiento. El hombre dejó el sobre debajo de la puerta de la entrada principal y siguió caminando hacia casa.

    Después de tomarse unos mejillones en escabeche y una barra de pan, se metió en la cama con los cuentos de Chejov encima de las rodillas y cubrió su cabeza y la espalda con la sábana. El hombre apagó la luz y encendió una linterna y empezó a leer debajo de la sábana moviendo los labios y siguiendo los renglones con el dedo. Querido Chejov: mi vida se ha convertido en la vida de uno que se esconde para vivir lo que pasa en la gran escritura y nada más pues no hay nada más. Son las dos de la mañana y empieza a llover, tal y como Berta sospechaba. Berta se deprime a menudo y cuando eso ocurre no deja de hablar, de frotarse los ojos, de sonarse… Habla de una fiera rabiosa que la ha perseguido hasta aquí, cruzando el océano. Yo la escucho con atención y siempre me paso por su tienda porque me gusta verme atrapado en el espejo de sus ojos. Sueño con acercar una mano y rozarle una mejilla, pero nunca me atrevo. A veces la impresora parece que va a ponerse en marcha por su cuenta y zumba, pero la miro y vuelve a callarse. Hoy Berta me preguntó si he visto a unos fulanos merodeando con látigos por la calle, arreando a la gente, lamiendo con descaro los cristales de las ventanas.

    Le dije que no he visto nada de eso.

    ¿Y sabes qué fue lo que me dijo ella? Me lo dijo acariciándome la barbilla con la mano: ay, qué vista de lince tiene mi niño.

    Chejov, ¿te das cuenta? Una caricia, de Berta, al fin una caricia…, puede que algo más…

  54. carlos dice:

    LA CUCHIPANDA

    — Ya se lo dije: unos compañeros de trabajo de mi mujer nos invitaron a comer y el sábado cuando me acerqué a la casa, ya estaba allí la gente alrededor de una mesa amplia y rectangular al aire libre. El potrillo yo lo había conocido la semana anterior. Se llamaba Flus y acudía a la llamada. Yo le decía Flus, Flus, y él venía trotando desde el otro lado del campo y tomaba la hierba de mi mano. Flus, Flus, le decía yo acariciándole el pelo rubio de la frente. Todos sonreían mirando lo bien que Flus y yo congeniábamos. Nos invitaron a una cuchipanda en la casa y la Puri dijo que sí, que el sábado iríamos a la hora de la comida. Nos invitaron por ella, realmente, pues conmigo no contaban para nada desde que la constructora no me había renovado el contrato y me fui al paro. Puri salió con ellos desde el chollo hacia la casa y yo cogí el autobús y luego atravesé el monte andando, como ya le dije. Y allí estaba el potrillo, ¿comprende usted? Estaba encima de la mesa, destazado, humeante, abierto en canal. Era Flus, pobre Flus. Me quedé paralizado. Ellos sonreían ante el cuerpo humano del inocente y antes de sentarse a la mesa ya se llevaban pequeños jirones de carne a la boca y proclamaban lo buena y sabrosa que era la carne de Flus. Yo seguía paralizado. Me daban palmaditas en la espalda, me decían que no me preocupase, que alegrase la cara porque pronto encontraría un buen curro. Pusieron un pezuño de Flus en un plato de plástico y me dijeron que comiese. Me decían que un buen palista como yo tenía que estar fuerte para manejar la excavadora y que pronto volvería a manejar la mía, en cuanto pasase la pandemia y volviese el trabajo. Así que me preguntaban por qué no comía. Dejadlo a él, ya comerá, les decía la Puri con la boca llena, y yo me agarraba la barriga y les decía que no me encontraba bien. Me acerqué a un árbol y vomité detrás, y Puri les dijo que me dejasen, que se me pasaría. Les dijo que yo padecía del estómago, lo cual era falso, y me pusieron delante un frasco de bicarbonato. Sonreían ampliamente porque eran felices ante el destazado cuerpo humano de Flus. Mi mujer era también feliz, ¿comprende usted?

    La inspectora me escuchaba desde el otro lado de la mesa. Vestía un traje de mezclilla gris y un suéter albaricoque de cuello redondo y lucía reloj de hombre y aro de casada. A su derecha, encima de una balda pegada a la pared blanca había un ordenador en el que ella iba tecleando cuanto yo le decía, pero no todo sino sólo lo que le interesaba. Yo llevaba hablando toda la mañana y me sentía flotando en una especie de atmósfera amniótica que me proporcionaba buen cobijo y una sensación muy agradable. La luz era artificial y salía de un fluorescente del techo. La puerta del cuartucho en el que estábamos, abierta a mis espaldas, daba a un corredor por el que de vez en cuando pasaba algún que otro policía llevando del brazo a un pringao como yo.

    —¿Sabe usted? Toda aquella gente que se había reunido ante el potrillo, hombres y mujeres borrachos como cubas, después de roer como ratas los huesos de Flus, se pusieron a cantar. Me dieron tanto asco que empecé a fijarme en los cuchillos que había sobre la mesa.

    —¿Cuántas personas eran, exactamente? –dijo la inspectora.

    — Entre fulanos y fulanas, sin contar a los niños, eran nueve, contando también a la Puri, que cantaba más alto que nadie y se había aflojado el cinturón, como todos ellos. Puri fue la primera en caer, pues estaba a mi derecha. Me revolví sin aviso contra ella y le metí un tajo en el cuello. Paloma mensajera, fueron sus últimas palabras en este mundo. Empecé a tirar cuchilladas, completamente enceguecido, y seis de ellos lograron escapar por el campo abajo hasta la ría y yo los perseguí pero se zambulleron en el agua. Yo nunca aprendí a nadar, ¿comprende?, y aquellos seis lo sabían porque esta gente maneja información de todo tipo. Me senté en la playa con un cuchillo en cada mano pero no salían del agua y cuando me aburrí de cantar –yo también tenía mucho miedo– les tiré los cuchillos a la cabeza y me marché de allí.

    Mi boca estaba pastosa y seca de tanto hablar y le pregunté a la inspectora si no tendría un zumo y lo que ella hizo fue girar la silla y abrir un cajón de la mesa. Sacó una cajetilla de ducados y encendió uno.

    — Yo también fumaba, pero lo dejé hace años, cuando tuve el ataque –dije–. ¿Siguen siendo tan buenos como eran o pasó con los ducados lo mismo que con todo lo demás?

    Ella deslizó la cajetilla hacia mí y echó una bocanada hacia el fluorescente del techo. El cuartucho en el que nos encontrábamos era tan pequeño que no podríamos bailar un agarrao, aunque quisiéramos. A ras del suelo, por una tronera excavada en el muro del edificio, entraba la luz de la mañana. Una sola persona podría echarse allí con una metralleta en las manos y abatir a todo lo que se aproximase por la cuesta hacia la comisaría de policía.

    — Flus es un nombre bonito para un potrillo, Flus…

    —¿Por qué no atacó usted a los niños?

    — Los niños comían piza en una mesa montada aparte y empezaron a subirse a los árboles bastante antes del barullo. Además, no tengo nada contra los comedores de piza.

    La inspectora asintió en silencio, aplastó el ducados en el cenicero y giró de nuevo la silla.

  55. carlos dice:

    EL OLVIDO

    Esta mañana al salir del hospital me visitó El Olvido. Vi que una bolsa de plástico se levantaba flotando, sin viento ni brisa, hasta un balcón del segundo piso del otro lado de la calle. Cerré los ojos y sin abrirlos, como en suave sueño, atraje al plástico a mis manos, lo arrugué y lo metí en la papelera del paso cebra. Luego abrí los ojos y entré en el supermercado de la esquina.

    La cajera, mientras ponía unas manzanas en la báscula me preguntó qué tal estaba mi mamá y yo le dije: bien, se murió esta noche. Y algunas manzanas se cayeron al suelo.

    En la calle llamó de nuevo mi atención el plástico. Descendía y se venía por su cuenta a llenar mis manos. Lo arrugué y lo metí en la papelera del paso cebra.

    Eso es El Olvido y funciona muy rápido.

    Me fui al parque y me senté debajo de un árbol. Vi que una hoja se desprendía de su rama y caía con suavidad pasmosa en medio de un gran silencio.

    “Sí, sí…, probando, probando…”

    Por todo el parque resuena un chirrido. Subido a un palco recién construido con tablones, un señor en mangas de camisa golpea un micrófono con los dedos.

    “Sí, sí…”

    En una hamaca de listas amarillas está recostada una mujer tocada con sombrero de paja de ala ancha y cenefa rosa. Un niño y un terrier retozan a su lado. La imagen de esta mujer y su sombrero con cenefa se apropia por completo de la tarde que contemplo con ojos entornados, a sabiendas de que el más leve pensamiento erróneo podría convertir todo este mundo transparente y bucólico en una visión de pesadilla.

    Alzo una mano y acaricio con disimulo a una nube colgada del cielo azul. Se parece a mamá, esa nube que me mira con carita de pena. Cierro los ojos y sin abrirlos me abrazo a mamá. Estoy desnudo. Ella me mete en una tina y exprime en mi cabeza una esponja empapada en agua caliente. Grito. Doy saltitos de alegría.

    “probando, probando…”

    Octubre se va. Algunos árboles del parque se han puesto anaranjados, otros se han puesto rojos y otros parecen azules.
    ..

    LA MONTAÑA

    Yo caminaba por la calle y de repente un africano cruzó en mi camino su bolsa llena de paraguas. Me dijo:

    —Eh, ese monte se ha movido, ese monte tú lo has movido. Ten cuidado con lo que piensas, amigo.

    Y señalaba con un dedo, más allá de semáforos y farolas, al monte Xaxán. Le di las gracias y me subí a un autobús, pero aquel gigante desarbolado palmeaba una ventanilla y se golpeaba una sien con el dedo y señalaba al Xaxán, al otro lado de la ría.

    —Controla tío.

    —Gracias, gracias –le decía yo saludando mientras el autobús arrancaba.

    —Tienes que controlar.

    —Sí, sí…
    .
    .

    PEREGRINO

    Cruzando regatos
    de plata,
    apoyado en su palo culebra,
    ahí regresa el hijo pródigo al
    palacio de la luna nueva.

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